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Caricatura de Donald Trump.
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Donald Trump lleva toda la vida intentando ser mejor que su dinero y, ahora, en un intento desesperado de superar su frustración, está rozando la presidencia de los EE.UU. Los americanos no pueden quejarse mucho, si adoran su moneda, deberían adorar a Trump, y lo están haciendo. Los dólares son billetes más egocéntricos e histriónicos que, por ejemplo, los euros o las pesetas; todo apunta a que si se hicieran carne, serían como Trump. El dinero americano, por tanto, en su forma humana, tendría una cara amarillenta y viscosa como una patata recién pelada, de esas que te deja la mano desastrada de babas. La patata, como se sabe, cuando se pudre echa ramas y finge que está naciendo.
Trump invierte mucha técnica en ofrecer un aspecto de cincuentón maleado pero digno. Dijo un tal Cyril Connolly que dentro de todo hombre gordo se esconde un hombre flaco luchando por manifestarse. También dentro de todo ricachón recauchutado hay un viejo suplicando que le hagan caso. En el caso de Trump, el postureo juvenil roza el ridículo cuando saca morros y pone esos ojillos de niño repipi que usa para amenazar con levantar muros en la frontera.
El republicano es de esos tipos que hablan de política en términos médicos; cree que las discrepancias o los problemas son cánceres y acude rápidamente a la metáfora de la cirugía y la extirpación
El magnate con estrella hollywoodiense tiene, a pesar de sí mismo, una cara inestable, flatulenta; uno se imagina que al tocarle la mejilla o la frente, todo su cráneo empezará a menearse sin control como un colchón de agua. Hay una confusión de colores en su piel, un enredo de naranjas, rosas y blancos; lo mismo se le ponen rosas las orejas que se le blanquean las narices. El blanco de sus dientes es tan invariable como ortopédico y tiene unas cejas astilladas como espigas de cebada.
Si acaso, logra el aura cincuentona en días alternos, nunca en días consecutivos. Por algún motivo, el pantone de su pelo sufre variaciones continuas. Va del rubio al naranja canario, pasando, entre medias, siempre por la amenaza del blanco.
El cabello trumpiano guarda paralelismos con su discurso. A la hora de describirlo, el retratista se enfrenta a serias dificultades, pero hay que intentarlo. Su matojo, para entendernos, es algo así como si agarráramos un montón de espaguetis finísimos e intentáramos acomodarlos en una cabeza afeitada y, encima, nos empeñáramos en darles un fluir natural, con sus raíces y sus remolinos. O sea, pura irrealidad, pura pretensión: ego. Si contratáramos a un grafólogo del pelo (o algo así), diría que su peinado desvela un narcisismo patológico: hay un choque de mechones incongruente, hilachas sin ancla, flequillo que no nace ni muere y, aun así, se sostiene por pura vanidad y casi consigue engañarnos.
Básicamente, Donald Trump es un hombre gordo que considera que tiene más derecho a ser gordo que otros gordos, o que es gordo de mejor manera que los demás gordos, que, según su criterio, son gordos de baja calidad para los que, entre otras cosas, sí sería ilegal ir metiendo las manos sin permiso en las bragas de las mujeres.
Sus expresiones mitineras se mueven en dos sentidos. Por un lado, enseña los dientes de arriba, arrugando el morro y la nariz, exprimiéndose los ojos, como forma de mostrar odio y dejar claro que, menos él, todos somos más negros de lo que parecemos y que eso está muy mal. Y por otro, cuando se autobombea, descuelga el labio inferior. Hay que pararse ahí. Es un labio que recuerda a otros líderes que también se decían antipolíticos, un labio engreído como el de Mussolini. Este belfo de dictador implica la convicción de estar transmitiendo siempre una verdad clarividente, aunque esté pidiendo una ración de callos; y expresa, también, una idea fija de patriotismo. Trump sólo tolera una forma de patriotismo: tener razón. Lo que le conviene a él, le conviene al país.
Su peinado desvela un narcisismo patológico: hay un choque de mechones incongruente, un flequillo que no nace ni muere y, aun así, se sostiene por pura vanidad
El republicano es de esos tipos que hablan de política en términos médicos; cree que las discrepancias o los problemas son cánceres y acude rápidamente a la metáfora de la cirugía y la extirpación. Al mismo tiempo, intenta confundir la palabra inmigrante con la de criminal. En cambio, adora a los soldados y mutilados muy al estilo americano, como si hubieran ido, los pobres, a vender rosas por Bagdad, excepto si los veteranos son de origen musulmán.
Dijo Julio Camba que en EE.UU. “tantos millones de dólares representan tantos millones de inteligencia”. Sacralizar el éxito provoca monstruos. Como la pasta es el medidor de la bondad, los ricos tienen derecho a la zafiedad. Las depravaciones de Trump, al estar avaladas por un mar de billetes, se consideran una señal de su genio y de su originalidad, incluso de su humildad: “Fíjate”, dicen, “con lo rico que es y no tiene reparos en hacer el bruto”. Trump sube en las encuestas porque es escandaloso como una manada de ñúes. En América, escribió Camba, la virtud se trasvasa del dinero a la persona y no al revés. Él lo sabe, y sigue luchando para ser mejor que su fortuna.
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Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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