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Ai Weiwei, el político disfrazado de artista

El artista chino huye de la reflexión y la búsqueda estética para convertirse en un canal de comunicación, que es lo que precisamente traduce a la perfección la inmediatez visual de su perfil de Instagram. Nada menos, nada más

Mario S. Arsenal Florencia , 23/11/2016

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Muchos recordarán el capítulo con el que se inauguró la nueva temporada de Salvados a mediados de octubre. ¿Se acuerdan de Proactiva Open Arms, esa organización altruista que asiste a miles inmigrantes en aguas europeas? ¿Se acuerdan de la tripulación del Astral? ¿Se acuerdan de esas ilusiones que se quebraban en la voz de un ser humano a medida que las enunciaba? ¿Se acuerdan de esos ojos que se ahogaban en lágrimas? ¿Se acuerdan incluso de la esperanza puesta en Europa, esta Europa, la nuestra, que sigue dirimiendo en despachos el destino de millones de personas que huyen despavoridas ante la amenaza de muerte y la guerra?

 

Imaginen ahora que un artista quiere denunciar esa misma situación y para ello coloca veintidós lanchas neumáticas en un palacio renacentista. Bien. Imaginen que ese artista se llama Ai Weiwei y que el lugar escogido es el Palazzo Strozzi de Florencia. No es sólo una imagen, es una realidad, es una exposición. Los medios la califican de éxito porque está batiendo récords de entrada. Así que háganme un favor: tengan cuidado con el escalón al pasar.

 

Hay carteles por todos lados y las fanfarrias suenan con intensidad. Es la primera monográfica del artista en Italia. Y cuando uno recibe la visita del artista (así calificado por la revista Art Review) más influyente del mundo —iba a hacer el chiste de Pekín y Pokón, pero me corto porque ya lo he hecho— está obligado a sacar lo mejor que tiene en el armario. Nosotros vamos a empezar por los pies.

 

Veamos. En Florencia no existe consenso sobre la legitimidad de “vestir” un edificio como el Palazzo Strozzi con lanchas de color rojo anaranjado. Yo, personalmente, no tengo nada en contra de esta instalación, es más, creo que genera preguntas que de otro modo no existirían; pero entiendo perfectamente a los florentinos cuando dicen que se ha violado el estilo, la tradición o la elegancia de su ciudad. Reparo entonces en algo incómodo. ¿Necesitamos recurrir a un tipo de violencia dialéctica tan agresiva como ésta para concienciar al gran público? Yo no lo sé.

¿Necesitamos recurrir a una violencia dialéctica tan agresiva para concienciar al gran público? Yo no lo sé

De lo que sí puedo hablar es de la exposición y, en este sentido, tengo indicios para creer que es una treta muy habilidosa para atraer a un público masivo. Que en las bíforas del piano nobile del Palazzo Strozzi haya colgadas veintidós lanchas de salvamento y que la exposición se titule Libero (Libre) nos invitaría a pensar que va a tratar de una tragedia con la que convivimos. Es un error. Pues a excepción del patio del palacio, donde hay desplegados unos paneles solares de desecho que forman un ala de pájaro (Refraction, así se llama la obra), el resto de piezas no remite a ninguna circunstancia sobre la inmigración actual ni a nada que se le parezca. En efecto, es una exposición monográfica (del ombligo) de Ai Weiwei.

Las tres primeras salas son pródigas en obras infaustas, donde lo único que conmueve es la paciencia del visitante, y lo que imprime ritmo al espacio es sólo la referencialidad (obvia, por otra parte) de obras como Stacked, 950 cuadros de bicicletas ensamblados entre sí; Snake Bag, 360 mochilas imbricadas formando una gran serpiente; y Grapes, 18 taburetes dispuestos circularmente que desafían la ley de la gravedad. En palabras de Roberta Scorranese, de Il Corriere della Sera: “la prueba [de que se trata de un arte y un artista combativos] está en los números”. Debe referirse a esto.

Unas obras buscan cifrar la cultura tradicional china y otras, incluso, reflejar algunos acontecimientos devastadores que ha padecido China en estos últimos tiempos, como el terremoto de Sichuan de 2008, cuyos números sí es necesario recordar: 70.000 muertos, 18.000 desaparecidos y cerca de 400.000 heridos, pues la serpiente-mochila homenajea a los escolares que fallecieron en esa catástrofe natural. Aquí la dimensión de la obra de Ai Weiwei cobra sentido en tanto arte político, pero no en lo restante. Por eso sonrío con picardía cuando a la entrada se insiste, en letras bien grandes, que tanto las bicicletas como los taburetes remiten a los ready-made de Duchamp. Está muy bien. Es algo así como decir que un desnudo de Herb Ritts desciende de Miguel Ángel o que tú, yo, tu primo de Soria o la vecina del cuarto provenimos todos del primer hombre, que debió de nacer en un paraíso donde al parecer todos iban en pelota.

Lego y dinastía

 

Las siguientes salas no esconden nada, ni vicios ni virtudes. A una han dado en llamarla Renacimiento, y en ella Ai Weiwei quiere saldar, eso reza en la consigna, su deuda con este periodo de la humanidad. A decir verdad, yo sólo veo un afán fulminante y desesperado de poperizar con piececitas de LEGO cuatro figuras icónicas del exilio político (Dante, Savonarola, Filippo Strozzi o Galileo); y ya de paso citar deliberada, ramplona e incluso soezmente uno de los pilares fundamentales de la cultura humanística del Cuatrocientos como es el icosaedro de Luca Pacioli, recogido en su De divina proportione (1497), pero esta vez reproduciéndolo a escala gigante y en cobre, ensamblado con tornillos allen.

Podríamos hallar una explicación en la prensa italiana, dirán ustedes, un asidero o algo parecido. Pues bien, allí se dice que el artista suele jugar con el arte antiguo y el contemporáneo, que su obra es producto de relaciones ambivalentes y de una singularísima reivindación de las contradicciones entre individuo y colectividad. Como ven, todo es prístino como un cristal de roca pulido.

Después de recurrir de nuevo al Lego y a las célebres vasijas de la dinastía Han (ss. III a.C.-II d.C.) recubiertas con pintura de carrocería, aparece esparcida una serie fotográfica muy divertida: Study of Perspective. Cuarenta imágenes en las que el artista alza su dedo corazón al cielo (con el puño cerrado) frente a edificios de todo el mundo: la Casa Blanca, la plaza de Tiananmén, el Valle de los Caídos, la Torre Eiffel, la Plaza Roja de Moscú, incluso en el mismo Palazzo Strozzi, gesto inequívocamente ridículo que deja en evidencia, además, que se trata de un apresurado montaje con Photoshop. Resulta muy interesante, eso sí, una pieza llamada Iron Grass, un manto de acero puntiagudo donde el artista analiza la etimología de la palabra “hierba” (căo en chino), que en China está asociada curiosamente a la censura.

El ready-made no son las bicicletas o los taburetes, sino el colocar fotografías de una red social y haberlas hecho pasar por arte

Se busca el contraste, pero no se logra: mitología china, una cámara de videovigilancia en mármol —sospechosamente similar a las del artista turco Halil Altindere, al que por cierto no se menciona en ningún sitio—, cangrejos de porcelana y un conjunto compuesto por un enrejado de madera de la dinastía Qing  (s. XVII) encastrado en un muro de ladrillo visto. En toda esta sección prolifera el dato mecánico, cuantitativo, típico o pintoresco; como si no existiera otra forma de expresar una novedad sin recurrir al tamaño: se ve en el icosaedro, por ejemplo, pero también en el cubo de cristal al que llegaremos después, o en la misma serpiente o en las bicicletas.

Gigantesco, sí, pero sin elocuencia física ni material. Tampoco falta en ninguna sala pieza que no aluda a la forma de construir en China, a las técnicas típicamente chinas, a la tradición china, a la estereotipada laboriosidad china y, sin embargo, bajando los peldaños hacia la Strozzina, el piso inferior del palacio donde prosigue la exposición, aparece una cita enorme del artista en un panel que dice: “The world is a sphere, there is no East or West”. La coherencia es un don muy preciado que cuesta 12,50 euros por entrada.

Mientras, “Todo es arte, todo es política”. Y otra más: “Expresarse uno mismo es como una droga. Y yo soy un adicto”. Aún así, no he encontrado una sola nota en la prensa italiana que ponga en cuestión la legitimidad de esta exposición o la validez de lo que se expone. Roberta Scorranese, antes citada, en realidad se refería a que la muestra (entonces habían pasado tres semanas) había alcanzado los 35.000 visitantes. No quedándose satisfecha con semejante boutade, llega a equiparar las obras de Ai Weiwei con la simbología de la Judith de Donatello y la presencia física del Perseo de Cellini.

En el suplemento dominical de Il Sole 24 Ore, Gabi Scardi se atrevía a decir que Ai Weiwei no sólo había interpretado el espacio del Palazzo Strozzi, sino que había contribuido a revelarlo. Y Ludovico Pratesi, en La Repubblica, quiere ver en Snake Bag —le complace hacerlo— un guiño simpático del artista hacia el terremoto de Amatrice. Así media docena de comentarios de libro. Excepto el único que avisa, y sólo de soslayo, de la contradicción inherente a una operación museográfica como ésta: Giuseppe Frangi en Alias, el dominical de Il Manifesto. La traducción es mía: “La sensación es que Ai Weiwei es consciente de cómo China lo necesita para sellar su propia imagen en Occidente. Y él, con habilidad, se ha tomado todas las libertades. Por lo demás, Libero es justamente el título de la muestra”.

Leyendo estos artículos uno no puede persuadirse de que la crítica de arte en Italia, que ella sola ha preñado a los más grandes historiadores del arte que ha dado el universo, vive sus mejores tiempos. Perdonen si me da un jari porque no es para menos.

La última parte de la exposición muestra su obra más biográfica y a la vez, es curioso, más colectiva. Imágenes y vídeo, Nueva York años 80, treinta dólares en el bolsillo. Así se resume su etapa de formación, sus manías y su obsesión por Andy Warhol. Excepto Crystal Cube, un cubo gigante de cristal cuyo único atractivo, a juzgar por la cartela, es que pesa más de dos toneladas. Sigue su experiencia en la blogosfera, Twitter e Instagram, cuyas campañas colectivas al estilo de #LegGun le han reportado una popularidad casi automática. En este sentido, pienso que el auténtico ready-made no son las bicicletas, la serpiente o los taburetes, sino el haber colocado en un museo cientos de fotografías de una red social y además haberlas hecho pasar por obras de arte. Tipo listo. Minipunto.

Ai Weiwei probablemente sea un tipo fantástico que da los buenos días a sus vecinos y paga sus impuestos

También hay vídeos y documentales de sus encuentros románticos con la policía y las autoridades; encuentros que todavía hoy siguen pareciendo un montaje de lo reales que son. Y es que esta mutación pública se produjo, según Karen Smith, con su encarcelación en 2011. En ochenta y un días Ai Weiwei dejó de ser un artista provocador para convertirse en un activista disidente. Esto trajo opiniones de todo tipo, pero no faltó quien quiso ver en su inconformismo una postura decisiva para sensibilizar políticamente un país como China. En 2015, ya en el punto de mira de la presión mediática internacional, el gobierno chino le devolvió el pasaporte y, con él, la libertad de caminar por el mundo.

Con Ai Weiwei el arte deja de ser un medio de reflexión y búsqueda estética (de la belleza, de la verdad, de lo monstruoso, de Dios, del hombre, de lo que quieran) para convertirse expresamente en un canal de comunicación, que es lo que precisamente traduce a la perfección la inmediatez visual de su perfil de Instagram. Nada menos, nada más.

Sin embargo, créanme cuando les digo que el problema no es Ai Weiwei. Que Ai Weiwei probablemente sea un tipo fantástico que da los buenos días a sus vecinos y paga sus impuestos. En realidad lo desconozco. El dilema es instrumentalizar las obras de arte como un pequeño eje de negocio magnético cuyo interés radica en todo menos en el arte. Moran ahí la especulación y la ruina de los valores culturales. Es contra este síndrome por el que deberíamos poner una pica en Flandes, es ahí mismo donde tenemos que plantarle batalla a tanta mercadotecnia museológica. En definitiva, si Ai Weiwei quisiera que sintiéramos la libertad que siente él creando; qué digo yo, si Ai Weiwei quisiera devolvernos la libertad, entonces lo primero que tendría que hacer es dejar el arte para dedicarse a la política.

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Autor >

Mario S. Arsenal

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2 comentario(s)

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  1. Mariano

    Ya era hora que la crítica honesta dijera la verdad. Estupendo artículo desenmascarador del falso arte.

    Hace 7 años 11 meses

  2. Manuel

    Chapeau. Por fin alguien intuye y refleja por escrito todo lo que parece haber detrás de Ai Weiwei...

    Hace 7 años 11 meses

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