Jacarandas en Buenos Aires, Argentina
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Una de estas tardes de la primavera porteña —con flores de jacaranda por dosel y por alfombra en las calles—, imaginaba Paco Jarauta una conversación entre tres amigos que se habrían reunido en un pub de Victoria Station de Londres a mediados de 1857. Estos tres amigos compartían, además del nombre de pila, Carlos, otras aficiones y compromisos. Cada uno de ellos, por separado, revolucionó la disciplina en la que era especialista, la literatura, la economía, la política, la antropología; juntos renovaron el pensamiento, se inventaron nuestra manera de ver la vida y mirar la historia.
Los encuentros que evocaba Jarauta habrían ocurrido mientras el Carlos novelista estaba pergeñando los mejores diálogos de Grandes esperanzas, el año en el que el Carlos Alemán publicaba sus Grundrisse, es decir, los Elementos fundamentales para la crítica de la economía política, y el tercer Carlos, el mayor de los tres, se animaba a difundir por escrito las teorías sobre El origen de las especiesque publicaría en 1859. No era difícil imaginar la estampa de la taberna con los tres Carlos —Marx, Dickens y Darwin—, discutiendo sobre la naturaleza humana frente a una pinta de cerveza, incluso nos atrevimos a llevar un poco más allá esa hermosa imagen incluyendo en ella, alguna tarde, la compañía lejana, nunca inocente, desde una mesa cercana, de un detective británico, acompañado por su mejor amigo, el doctor Watson.
Un día, por sorpresa, Stalin firma la orden de deportación del poeta Mandelstam a Siberia
Más adelante, en el curso de la digresión de la calle Paraná, Paco nos invitaba a recordar otro diálogo que habría encontrado K.S. Karol, el compañero de Rossana Rossanda, en los archivos de la KGB. Un diálogo corto y reiterado, repetido obsesivamente durante varios meses de 1931, con llamadas todas las noches, a la misma intempestiva hora, entre las dos y las tres de la madrugada, de Joseph Stalin a Beria, en las que Stalin preguntaba una y otra vez: “¿Es cierto, querido amigo, que los poemas de Mandelstam son de gran calidad?”. Lavrenti Beria, el jefe de la policía y los servicios secretos que organizó las grandes purgas, contestó en todas las ocasiones con tono imperturbable y exactas palabras: “Sin duda. Es un gran poeta… y también un gran revolucionario”. La misma llamada, la misma contestación quizás hasta cien veces durante ocho o nueve meses, hasta que un día, por sorpresa, Stalin firma la orden de deportación del poeta Mandelstam a Siberia.
Viene todo esto a cuento por la pregunta que habría hecho Borges a Italo Calvino en el Congreso de Literatura Fantástica de Sevilla de septiembre de 1984: “Usted que lo ha visto todo, quizás podría ayudarme a resolver una curiosidad que he tenido desde niño, ¿cuál es el color de los ojos de los tigres?”. Italo Calvino bajó la vista, miró al maestro con calma y respondió: “Llevo mucho tiempo esperando esa pregunta. Era natural que fuera usted quien me la planteara. Tengo la respuesta. Son diecisiete. El primer color es el ámbar, el segundo color…”. Yo no recordaba la anécdota y estuve allí, delante del escenario del Hospital de los Venerables del barrio de Santa Cruz, asistiendo a las charlas con las que me había encontrado por sorpresa en mi llegada a Sevilla, primer destino, tras haber aprobado la oposición. Cuando leí el anuncio en el periódico no podía dar crédito: Borges, Calvino y Torrente Ballester juntos en un congreso organizado por alguien con quien había coincidido en primero de carrera, Jacobo Fitz-James Stuart. El Alba era mayor que yo, pero también veinteañero, ¿cómo era posible que uno de mi generación fuera capaz de organizar un encuentro de tal envergadura? Era posible. En la tribuna de los Venerables, con frescos de Valdés Leal en las paredes, un anciano Borges en silla de ruedas guiado por María Kodama ya con el cabello a lo Cruella de Vil; a mi lado, en vaqueros, sentada de cualquier manera, la mujer del presidente del Gobierno, y detrás, Juan Antonio Ramírez, quien había sido mi profesor de Sociología del Arte y Barroco, animándome a asistir a su conferencia sobre las ciudades fantásticas, llevándome después al teatro Lope de Vega, donde Agustín García Calvo interpretaba los sonetos y canciones de Shakespeare en una obra titulada, lo había olvidado también, hermoso título, Amor contra el tiempo. Y claro, Jarauta, quien, este verano, nos recordaba el diálogo perfecto entre Borges y Calvino, tan perfecto que, al escucharlo y, ahora, al transcribirlo, no puedo menos que recordar lo que replicaba una muchacha mexicana que trabajó en mi casa cuando le preguntaban por el nombre del padre de su hija: “Quién sabe, señor”.
Sevilla entera envuelta en un silencio hondo apenas interrumpido por un grito unánime: torero torero torero
Hubo más. Al día siguiente, en la oficina de la calle Castelar, un compañero se acercó a mi mesa y me hizo una señal con el dedo: “Vente conmigo”, y ante mi gesto de duda, una sonrisa, “vente conmigo y verás”. Apenas unos cientos de metros por delante, atravesamos el solar que acogería el Teatro de la Maestranza y nos hicimos hueco entre el gentío que estaba llenando las aceras del Paseo Colón. Yo no sabía lo que esperábamos, ninguno podía intuir la masa desarbolada que se había ido formando, nadie imaginaba que la ciudad se estaba echando a la calle. La multitud iba acercándose con paso cadencioso. La cabecera formaba una especie de V en torno a un enorme Mercedes de color rojo que albergaba a la viuda. El torero venía detrás, en el coche mortuorio, camino del homenaje de La Maestranza. A Paquirri le habían matado la tarde anterior. Pude reconocer algunas caras, pocas, la Sevilla de “sevillanas maneras” —tardé tiempo en comprenderlo— era infranqueable para alguien como yo, sin cuna reconocible, tierras o posición mediática. A mi lado, con la vista en alto, Jesús Quintero, El loco de la colina, de blanco impoluto, desde el larguísimo pañuelo de seda del cuello hasta los zapatos de cordones, luego, Rocío Jurado, el Verstrynge del PP, la Carmen Romero de la tarde anterior ahora del brazo de Soledad Becerril, una familia gitana, en grupo compacto, ese sí, de riguroso negro y marcando el paso con bastón, y otros que no pude distinguir. Tras vislumbrar el automóvil simbólico de los toreros, me detuve en la cadencia del espectáculo. Era Sevilla entera quien estaba desfilando frente a mis ojos, Sevilla entera caminando desordenada, sonámbula; Sevilla entera contemplándose a sí misma, disfrutándose; Sevilla entera envuelta en un silencio hondo apenas interrumpido por salvas de aplausos y un grito unánime: torero torero torero.
Di la vuelta, me estaban hablando, el compañero de trabajo me animaba a unirme al cortejo multitudinario y acompañarle hasta la plaza de toros. Pero era demasiado, ya no tenía fuerzas. Él no insistió demasiado, al despedirme ni me veía, estaba dentro de los suyos; yo me perdí entre las callejuelas desiertas de aquella Sevilla deslumbrante. Lo dijo Ennio Flaiano, autor de una frase para casi todo, ligera, individualista, a veces feroz y siempre aguda: “Los días inolvidables de la vida de un hombre son cinco o seis en total, los demás hacen bulto”.
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Autor >
Pedro Jesús Fernández
Pedro Jesús Fernández, madrileño de Albacete, vive en Buenos Aires por los mismos azares que antes le hicieron recalar en México DF y Roma. Escribe artículos ligeros en CTXT, El País y otros medios. También, a veces, con constancia pero sin prisa, dedica su tiempo a otros menesteres literarios, y de tarde en tarde, pinta acuarelas.
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