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Llegamos al cayo en un bimotor soviético. Las cámaras, los relojes, los cigarrillos, los aviones soviéticos eran robustos y te brindaban sensaciones primitivas, que son las más sofisticadas. Volar en un bimotor soviético te ofrecía, así, la sensación de volar, de estar suspendido, trabajosamente, en el aire. Notabas, en fin, el milagro de la velocidad, algo que los aviones y automóviles occidentales hacía años que no emitían. Solamente aterrizar, nos recibió la autoridad y el cuadro flamenco habitual. Mulatas cuyas piernas les empezaban en el cuello, que reían con la boca repleta de dientes y que movían el final de la espalda de una manera no prevista por ningún ingeniero soviético. También se nos ofreció bebida y --y aquí empieza propiamente este artículo--, langosta.
La langosta es, tal vez, el único fruto cubano mal calculado. Requiere algo que la isla no ofrece. Frío y violencia marina constante, como señalaba Pla. Por lo mismo, tampoco es un fruto, salvo localizaciones especiales, mediterráneo. El resultado es una carne correosa y sin gusto. Y, en mi caso para aquel día, en mal estado. Me sentó como un tiro. Las horas en las que se nos enseñó el complejo turístico se me hicieron eternas. Por protocolo, no atendí a la biología. Cuando iba a hacerlo, un coche nos llevó al punto más extremo del cayo. Su punto más virgen. La virginidad paisajista, como la virginidad a secas, es algo irrelevante que se concentra en un solo punto, por lo visto. Allí se nos dio el discurso un millón, y se nos informó que, en breve, seriamos objetos de una sorpresa. Era evidente de que la sorpresa era una visita de Fidel. Lo sabíamos porque, durante aquella semana, siempre que se nos había anunciado una sorpresa, nunca había sido un jamón, sino un encuentro con Fidel. En lo que era una metáfora, Fidel era la sorpresa, la originalidad en la isla. Un hombre que, sorpresivamente, estaba en todas partes. También sabíamos que la alocución "en breve" era un eufemismo. Que el encuentro duraría poco, si bien podría tardar horas. Algo terrible, pues mi relación con la langosta no apuntaba a ser tan duradera.
Localicé un chiringuito. Me hice el simpático con el matrimonio que lo regentaba. El típico matrimonio castrista, que hablaba mal de Fidel con los desconocidos. Una cosa, en fin, que despistaba de los países comunistas, salvo en países ciertamente inquietantes, como Rumanía, era la afición de la ciudadanía a hablar, libremente y siempre mal, de sus líderes, del sistema, de la poli. Incluso con la poli delante. En aquel caso, lo hacían frente a un par de militares, que les daban la razón con su sonrisa. Al cabo, cuando mi diálogo interior con la langosta se hizo fieramente traumático, interrumpí la conversación para preguntar por un lavabo. Se me contestó que aún no existía. Era el primer día de funcionamiento de la instalación, y el lavabo estaba planificado para una segunda fase. Rayos. Decidí improvisar. Me fui al extremo más solitario del cayo. Me desnudé, me metí en el mar, nadé hasta un punto lejano y alejé de mí, a su vez, a la langosta. Los animales terrestres volvemos al polvo, y los acuáticos al agua. Y aquella langosta se había convertido en una suerte de agua en mi interior. Me alejé de la zona 0 y, feliz y aliviado, estuve jugueteando en el agua.
Unos minutos más tarde, ya estaba en la arena, envuelto en una toalla, y con otro estado de ánimo. Mientras contemplaba el mar, de un azul único, vi algo que me inquietó y que, nuevamente, volvió a cambiar mi ánimo. En la lejanía, entre aquel azul incomprensible, localicé una mancha oscura que ensuciaba el expediente del Caribe y el mío. Era mi langosta, que ahora medía varios metros cuadrados. Además, tras su muerte y digestión precaria, había adquirido superpoderes, de manera que, glups, ahora se aproximaba hacia la playa a una velocidad notoria. Pero los males nunca vienen solos. En eso vino un compañero, que me anunció que Fidel ya había llegado. Me vestí a toda leche. Y seguí contemplando la mancha. Aquella langosta, en verdad, jamás se había desplazado a tanta velocidad como lo hacía ahora, después de muerta.
En efecto, Fidel llegó con toda su comitiva y el militar responsable de este paraje. Para acrecentar mi estrés, vinieron directamente hasta lo que yo ya llamaba El Mirador de La Langosta, el punto de la playa desde el que más y mejor se veía ese manchurrón que, si bien aún lejano, cada vez se hacía más próximo. Desde El Mirador de la etc., Fidel y toda la troupe se dedicaron a mirar el paisaje y a exaltar su pureza, una pureza que, sólo yo lo sabía, tenía un antes y un después. De pronto, y ya había tardado, Fidel cayó en la mancha. Esto, ya era un hecho, sólo podía acabar mal. Se inició un debate sobre el origen de ese charco oscuro entre el azul transparente. El militar que llevaba el asunto estaba ciertamente incómodo. Por lo visto, era su responsabilidad que no hubiera ninguna mancha en el oleaje. Se abrió un turno de debate sobre el origen de la mancha. Finalmente, Fidel dijo que era aceite. Habló sobre las máquinas, su carácter positivo y sus contrapartidas. Todo el mundo estuvo de acuerdo. Era una mancha de aceite o de combustible, que la corriente había traído aquí. Y que, para mi inquietud, se iba acercando más y más.
En un momento, se hizo el silencio. Todos contemplábamos la mancha, hipnotizados. Y cómo se acercaba hasta nosotros fatalmente. Era fascinante. Incluso yo mismo estaba fascinado. Evalué qué pasaría cuando llegara a nuestros pies aquella muestra del carácter frágil de la humanidad, algo nunca previsto en este tipo de encuentros con estadistas. El militar responsable del lugar, hizo varios ensayos para evacuar al grupo hacia algún otro punto, a mirar otro acceso a la virginidad. Pero nada. Fidel seguía allí, mirando fijamente la mancha, que ya estaba a unos 20 metros de nosotros, a punto de revelarnos su secreto. Y, en eso, sucedió el milagro.
A escasos metros de Fidel, la mierda se disgregó. Y, el grupo, por tanto, también.
Ahora que lo escribo y que lo pienso, tal vez esto es una biografía condensada de Fidel. Posiblemente, incluso ahora, con su muerte, está pasando. Hay algo que tardará en llegar a sus pies, o que, incluso, nunca jamás lo hará.
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Autor >
Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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