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La primera vez que vi Cuba era de noche. Nada más llegar al hotel salí a la calle, y me senté en un bordillo. Recuerdo percibir el calor en la espalda y, en mis pulmones, un aire caliente y dulce, que nunca había previsto. Lo mezclé con tabaco. Quizás aquel cigarrillo fue el mejor de mi vida. Mientras lo saboreaba pensé que mi abuelo había respirado algo parecido. Me emocioné. Por primera vez sentí cierta consanguinidad con mi abuelo. Respirando el mismo aire, me lo imaginé casi un siglo antes, sentado en un bordillo como este, durante un descanso en su trabajo. Joven, fumando, confuso, pensando en la vida, ignorante de su futuro, como yo del mío. Posiblemente, mientras expulsaba el humo vería a las mulatas buscar en la basura la ropa interior que las americanas, para ahorrar el tiempo del lavado, lanzaban apenas usada. En cierta medida, chorrocientos años después, yo estaba viendo algo parecido a eso. Recuerdo que, en ese momento, una polilla gigante vino volando lentamente y se posó en mi manga. Era descomunal. Es decir, americana. Estuvimos en contacto varios segundos, que fueron de felicidad y plenitud. Creo que me sentía en casa, una sensación que nunca había tenido. Luego, después de ese regalo, la polilla volvió a volar, abandonada a su propia velocidad.
Por aquel entonces trabajaba en un diario. Era mi primer diario. Estaba a punto de cerrar. De hecho, habían empezado a dilatar los pagos. Quizás por eso me enviaron a Cuba. Para compensar. Tenía que hacer muy poco. Cubrir un acto chorras al que asistiría Fidel, y montarme un par de repors ambientales. Al final, no salió nada publicado. Cuando volví, el diario ya no existía. De aquel viaje sólo recuerdo la castaña de la polilla, la imposibilidad de embriagarte cuando bebes en temperaturas tropicales --un hecho que arruinó la vida y el hígado a miles de ingleses en la India--, y una reunión de periodistas españoles con Fidel --le aplaudieron como posesos; un periodista español, a la que se descuida, se le dispara un resorte que, por defecto profesional, le hace aplaudir a todo jefe de Estado que se le ponga delante; nunca se debe aplaudir a un jefe de Estado; suelen ser criminales; miren, por ejemplo, lo de Lesbos--. Pero, sobre todo, recuerdo una serie de encuentros con un escritor. Estas líneas las he empezado a escribir para hablar de esos encuentros. Concretamente, el último, un día antes de abandonar la isla.
Era el único autor de su generación que vivía en la isla. O que aún vivía, a secas. Vivía en la isla porque quería. Es decir, porque no podía vivir fuera de ella. Cuba es un país, en ese sentido, extraño. Algo que no es el paisaje, el clima o la lengua, pero que es incluso más denso que todo ello, ejerce una suerte de dependencia sobre sus naturales. Cuando salen de la isla, en todo caso, su alma se suele poner pocha. Como le sucedió al alma de mi abuelo. Anyway. El escritor pertenecía a la primera generación de escritores revolucionarios. Había sido un joven cercano a Virgilio Piñera. Un grupo de autores que le habían dado un buen crujo al lenguaje. Para ellos, la revolución, creo entender, suponía eso. El sello de la libertad, en todo caso, consiste en darle para el pelo al lenguaje, llevarlo hacia donde nunca nadie había sospechado. El indicio de la ausencia de libertad suele consistir, entre todas las posibilidades del lenguaje, en la supremacía del léxico y la repetición. Zzzzzz. Piensen en ello cuando lean prensa o/y escuchen a un político. En su juventud, el escritor se aplicó a aquella juerga de libertad. Creo que fue él quien cambió el título a la primera novela de Guillermo Cabrera. Cuando todo acabó, en los 70's, con la Zafra de los 10 millones, el triunfo del léxico, y la oficialización de la persecución de la homosexualidad, empezó a pasarlas canutas. Se le negó el acceso a la publicación. Pasó varios años, haciendo paquetes, en un subterráneo. Un día, hacía poco, me explicó, le pasó lo que a Bulgakov. Recibió una llamada. A Bulgakov, un represaliado que tenía vetado publicar desde hacía varios planes quinquenales, una voz, al otro extremo del teléfono, le dijo que no colgara, que el camarada Stalin quería hablar con él. Bulgakov colgó. Volvieron a llamar al instante. Esta vez era el propio Stalin. Tras un saludo le soltó: "Ayer me preguntaba, ¿qué estará haciendo Mijaíl Bulgakov, que hace tanto tiempo que no escribe nada", fórmula retórica con la que Stalin daba por perdonado a Bulgakov. El escritor de la Isla, también, en un guiño a la literatura, colgó el teléfono cuando le dijeron que era Fidel. En otro guiño, ciertamente brutal, Fidel inició su conversación con la frase de Stalin. Fue perdonado, en fin.
Bueno. Mi último día en la isla dimos una vuelta. Recuerdo que pasamos por la casa de Lezama Lima. Abandonada. Con todos sus libros dentro. Ojeamos por la ventana, entreabierta. Había humedad. Recuerdo que muchas personas se acercaban a saludarle por la calle, e interrumpían nuestra conversación. Eran escritores e intelectuales oficiales, que se habían pasado años negándole la palabra. Tras el perdón oficial, se afanaban en aproximarse y, con ello, limpiar algo que tenían sucio. Eso, ahora que lo pienso, ocurre siempre y en todo el mundo. Bulgakov, por cierto, es grande, no porque explica la represión en el comunismo, sino porque explica la represión, a secas. La represión se caracteriza, aquí y en Lima, en que nadie te saluda. La represión --esa cosa que va desde que te toquen la cara, hasta que te despidan-- siempre es, en fin, culpa tuya. Acabamos en un banco. Allí hablamos de literatura, de política y de los glory days. Cuando hablaba de aquellos años, del tiempo de las cerezas, esa época en la que todo es posible, no se recreaba. Igualmente, en el relato posterior también me sorprendió la ausencia de épica. Era un relato humilde, sin medallas, sin recreación en el sufrimiento, sin mencionarlo siquiera. Yo entonces lo ignoraba, pero el destino no son grandes decisiones, sino que tal vez está condensado en el carácter. No se puede hacer épica del carácter, ese accidente. Recuerdo que la conversación finalizó también de forma serena, con un: "Bueno, no nos podemos quejar. Hemos participado en la gran aventura del siglo XX". Tras unos minutos de silencio, y para dejar claro que esa gran aventura no era Cuba o cualquier otros país, sino una lógica sin lugar concreto, que posibilitaba, por ejemplo, aquella conversación, dio título a La Gran Aventura. "El reparto de la propiedad", dijo.
Estamos ya en otro siglo. Recuerdo mucho aquella conversación. Quizás lo que me impresionó en un primer momento fue su tono. No lo sé. En todo caso, con el paso del tiempo, lo que me impresiona es su final. Puede parecer ingenuo, pero no puedo dejar de pensar que jamás, en ningún sitio del mundo, lo hemos conseguido. No hemos podido repartir nada. Nada. Jamás. Ni un segundo. Creo que este siglo XXI, por eso mismo, puede ser aún más brutal.
La primera vez que vi Cuba era de noche. Nada más llegar al hotel salí a la calle, y me senté en un bordillo. Recuerdo percibir el calor en la espalda y, en mis pulmones, un aire caliente y dulce, que nunca había previsto. Lo mezclé con tabaco. Quizás aquel cigarrillo fue el mejor de mi vida....
Autor >
Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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