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Como un flechazo fue mi encuentro con el filósofo literato E. M. Cioran, rumano afincado en París (1911-1995). La flecha se llama Breviario de podredumbre. A partir de ese libro leí todos los demás libros suyos.

Cioran era capaz de enaltecer las virtudes de un trozo de barro como el mejor material para la construcción de ordenadores electrónicos. El postulante Cioran nos recordaba, con la mayor cordura imaginable, que las palabras no son nada. Aseguraba que no hay nada dentro de ellas. Nos lo demuestra con palabras muy seductoras.

Dice Cioran: “Cuando se escribe sobre un tema cualquiera, aunque sea mediocre, se experimenta un sentimiento de plenitud, acompañado de una brizna de altivez”. Descubrir a Cioran es una de las cosas más inquietantes que le puede pasar a un lector.

En su libro Ese maldito yo, acude a su predilección favorita; es decir, a la escritura aforística. Con un discurso imparable, suelta sus demonios, de principio a fin, y no para. Junto al pesimismo más feroz, emerge su gusto por la literatura. Cioran era el tipo ideal para quienes se encuentran tristes, abatidos, con depresiones temporales.

Sus escritos bajan tan al subsuelo de la pesadumbre que, por reacción o por simpatía, el triste, el abatido y el depresivo se alzarán sobre sí mismos y sonreirán beatíficamente. Semanas más tarde no pararán de reírse de sí mismos, agradeciendo a Cioran que les haya curado de la tristura incurable que creían padecer.