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Álvaro Domínguez, en un partido contra el Espanyol en 2009.
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"Quería que este mensaje fuese sobre todo a los fans del Borussia y del Atlético que tanto cariño me demuestran. He estado los últimos años jugando en unas condiciones físicas pésimas, me he visto obligado a seguir jugando y eso me ha llevado a dos operaciones y secuelas que a día de hoy sigo teniendo. Esto me deriva en que hoy me tengo que despedir de vosotros y de este deporte que tanto me apasiona. A nadie le gustaría ser un inválido con 27 años. Este es el precio que voy a tener que pagar. Un abrazo y espero que nos veamos pronto". Álvaro Domínguez, de profesión futbolista, de vocación defensa y de corazón, atlético, anunciaba así su inesperado adiós al balón. Lo hacía con dolor, pero con entereza. Su historia evoca la de grandes ídolos que tuvieron que dejar su carrera en el momento más álgido, por culpa de las malditas lesiones. José Eulogio Gárate tuvo que retirarse cuando los médicos le descubrieron un hongo en la rodilla, justo cuando era el gran ídolo del Atlético de Madrid de los setenta. Marco Van Basten tuvo que tirar la toalla después de múltiples operaciones en los tobillos, jugando su último encuentro con 29 años, para desgracia del AC Milan y la selección holandesa. Javier Clemente abandonó el fútbol profesional después de sendas operaciones tras una terrible lesión de tibia y peroné, cuando apenas contaba 19 primaveras. Y Álvaro Benito, jugador del Madrid, se vio forzado a dejarlo con 26 años, después de una lesión de rodilla de la que, a pesar de su trabajo y sacrificio, nunca llegó a recuperarse. Desde que el fútbol es fútbol, las malditas lesiones han truncado la carrera de miles de jugadores. Anónimos o famosos, es igual. Las lesiones no distinguen. A veces llegan y se van. Otras, por desgracia, llegan para quedarse.
Resulta imposible amar al Atlético y no recordar la contribución de Álvaro Domínguez. Su compromiso fue directamente proporcional a su ascensión. Ambos fueron meteóricos. Su trabajo, su arrojo y su amor incondicional por la camiseta –en sus venas, sólo glóbulos rojiblancos-- le llevaron al primer equipo a base de constancia y carácter. Conquistó la titularidad, destiló regularidad y, en tiempos difíciles para el club, siempre mantuvo un vínculo indestructible con la hinchada. Era, es y será “uno di noi”. Uno de los nuestros. De esos que, si un día se tienen que ir, siempre volverán a casa. De uno de esos que, esté donde esté, profesa la fe en rojo y blanco. Ganó dos Europa League, una Supercopa de Europa, fue Campeón de Europa Sub-21, llegó a ser olímpico y debutó con la selección absoluta ante Serbia. Decidido, contundente y regular, Álvaro se ganó el respeto de los compañeros, el crédito de los entrenadores y el cariño de la grada. Nadie le regaló nada. Cada conquista fue a pleno pulmón. Él llevó la bandera del Atlético con orgullo, cuando no era fácil ser del Atlético. Él se presentó en el Ayuntamiento con aquella bufanda al cuello que era tan políticamente incorrecta como aplaudida. Él se fue del club, en verano de 2012, con destino a la Bundesliga, con la cabeza bien alta. En esa aventura profesional siguió creciendo en Moenchengladbach. Allí fue pilar esencial de la defensa borusser. Así fue hasta que las malditas lesiones se cebaron con él. Su último partido lo disputó el 7 de noviembre de 2015 ante el Ingolstadt. Desde entonces, vivió un calvario de lesiones y operaciones de espalda. Y se enfrentó al peor enemigo de cualquier deportista: el sufrimiento físico y psicológico de interiorizar que estaba jugando un partido que no podía ganar, porque los límites de su cuerpo no se lo permitían. De ahí su dolorosa pero sabia decisión, su inesperado pero rotundo anuncio, su despedida a través de un vídeo donde el corazón le salió por la boca.
Álvaro Domínguez, corazón atlético y aventurero borusser, cuelga las botas de fútbol para calzarse las de la vida. Cuando una puerta se cierra, cien se abren. Las de la vida están abiertas, de par en par, para un hombre que logró aquello por lo que otros matarían: vivir su sueño. Ahora, Álvaro tendrá que empezar a soñar su vida. Su nueva etapa requerirá fuerza y amor propio. En su caso, eso viene de serie. Uno juega como es y es como jugó. Domínguez jamás se arrugó en un cruce, ni escatimó esfuerzos. Siempre fue un tipo sincero, noble y directo. Alguien que devolvió con sudor el cariño del Calderón. Alguien que, más allá de familiares y amigos, nunca caminará solo. Dejó huella en el Manzanares y permanecerá siempre en el santuario atlético, fiel a esa pasión inexplicable que sólo se hereda de padres a hijos cuando has llorado, de rabia o de felicidad, dentro del Calderón. Ese gen se lleva siempre. Dentro del campo o fuera. Dicen que lo que sucede, aun siendo inexplicable, conviene. Y en esta vida sólo existe una razón para comprender por qué nos caemos: para aprender a levantarnos. Álvaro es un guerrero y se levantará. Más fuerte que antes. Es la regla universal de oro de todo atlético: si caigo, combato y me levanto. En el caso de Domínguez, vivirá el resto de su vida sin balón, pero viviendo como siempre jugó: derrochando coraje y corazón.
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Rubén Uría
Periodista. Articulista de CTXT y Eurosport, colaborador en BeIN Sports y contertulio en TVE, Teledeporte y Canal 24 Horas. Autor de los libros 'Hombres que pudieron reinar' y 'Atlético: de muerto a campeón'. Su perfil en Twitter alcanza los 100.000 seguidores.
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