El último adiós de Santa Clara a Fidel Castro
Gabriel López Santana / El Estornudo Santa Clara , 7/12/2016
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Ya sabemos cuáles son los sonidos camuflados de la ciudad: la campana de la Iglesia de Buen Viaje, el bramido lejano de los trenes, el aleteo de una paloma a media mañana. Primero sucedió el tormento inicial, justo a la medianoche del viernes, para dar paso luego al mutismo del sábado. Santa Clara despide a Fidel Castro envuelta en el más cerrado silencio, donde solo a los más chicos se les vio reír. Una ofrenda discreta de parte de una ciudad que lo vio pasar victorioso en su caravana de enero en 1959, depositar para siempre los restos del Che Guevara y marcharse en un helicóptero con una rodilla destrozada.
Las sedes de la Asamblea Provincial del Poder Popular y el Partido, respectivamente, han colocado retratos del Comandante, acompañados de flores y una música de gesta alegórica a su figura. Los balcones de la ciudad descolgaron banderas cubanas y del 26 de Julio. Todo el que quiso y pudo acomodó un retrato en la ventana. Sábado y domingo transcurrieron lentos y pesados mientras la Ciudad del Che se preparaba para ver pasar, por última vez, a Fidel.
En los cafés, la muchachada aburrida debatió con tranquilidad mientras el reloj goteaba las horas. Se disputaron un par de partidos del torneo local de fútbol. Alguien encendió una radio en cada barrio. Incluso el ajetreo costumbrista de las zonas wi-fi palideció este fin de semana, en donde las habituales griterías y carcajadas apenas si sonaron alguna vez.
Es domingo en la noche y los agentes de la policía comienzan a vallar las calles que desembocan al Parque Vidal. La Biblioteca Provincial, en donde se le rendirá homenaje masivo a Fidel, brilla como un bombillo amarillento en medio de la oscuridad del parque. Sus viejas columnas han sido pintadas hasta el capitel. Toda la iluminación ha sido restaurada. Dos plantas eléctricas apoyan la energía del edificio, una auténtica joya arquitectónica en medio del parco estilo que impera en la ciudad. Desde aquí despedirá Santa Clara a Fidel. Desde el mismo lugar donde escuchó la potente voz rasgada el 6 de enero de 1959, diciéndole:
“Desde que el pueblo manda hay que introducir un nuevo estilo: ya no venimos nosotros a hablarle al pueblo, sino venimos a que el pueblo nos hable a nosotros. El que tiene que hablar de ahora en adelante, el que tiene que mandar de ahora en adelante, el que tiene que legislar de ahora en adelante, es el pueblo; es el pueblo el que sufre, es el pueblo el que sabe lo que necesita, es el pueblo quien conoce los abusos y los atropellos que se han cometido contra él”.
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La calle Colón es una de las principales arterias de la ciudad. La atraviesa desde el Oeste hasta el Parque Vidal. Se espera que por aquí pasen los restos de Fidel, pero eso será luego. Hoy lunes la calle Colón amaneció llena de hombres trabajando para restaurar los baches que ha acumulado con los años; pintando fachadas, raspando la pintura vieja. Hay equipos de maquinaria pesada, hay un enorme camión repleto de cubetas de pintura de varios colores. En la acera, se agrupan los primeros carteles: “Fidel no se ha ido”; “Yo creo en Fidel”; “!Viva Fidel!”.
Miles de hombres y mujeres caminarán lentamente, hasta llegar al interior de la biblioteca, donde presentarán sus respetos a un enorme retrato del líder
El ajetreo de Colón no tiene nada que ver con el de la calle Cuba, paralela, donde la multitud de personas desfila desde bien temprano hasta una de las esquinas del parque. La enorme columna termina en una valla. Allí, varios oficiales controlan el acceso al parque y marcan el ritmo lento con que se procede a rendirle tributo al Comandante en Jefe. Al igual que en Tristá y en Marta Abreu, miles de hombres y mujeres caminarán lentamente, bordeando esta plaza central hasta llegar al interior de la biblioteca, donde presentarán sus respetos a un enorme retrato del líder, enfundado en su traje rebelde en la punta del Pico Turquino.
Alrededor, mucha inquietud. Muy cerca del parque unas bocinas reproducen un discurso del Che Guevara. En el parque: silencio. Se va el lunes.
El martes 29 en la tarde llega el turno de los jóvenes de la Universidad Central Marta Abreu de Las Villas. Casi seis cuadras más adelante están el parque, la biblioteca y el silencio. Aquí, sobre los bancos del Parque del Carmen, sitio fundacional de la ciudad, se desparrama la retaguardia de la inmensa columna que ha traído la casa de altos estudios. Hace una tarde magnífica. La Iglesia del Carmen recibe un corte oblicuo de sombra y el viejo campanario brilla. Los niños corren despreocupados detrás de un balón de fútbol. Algunas madres observan y chacharean. Alguien pasea un espléndido perro negro. Aquí comenzó todo, debajo de un tamarindo. Aquí nació Santa Clara.
Más de la mitad de estos muchachos no recuerdan muy bien a Fidel. El verdadero Fidel. El de los discursos en la Plaza de la Revolución y las intervenciones en la ONU. Mientras él recorría el país, celoso de su obra, ellos aprendían las vocales. Han venido hasta aquí a presentar sus respetos a un líder mítico, a una leyenda. Quizás sea por eso que, acá, el ambiente sea de mayor distensión, lejos del silencio tremendo que cae sobre el Parque Vidal. Ahora no tienen tiempo, ni tino para sobrecogerse, para emocionarse. Para eso tendrán que esperar al jueves.
Puntuales, sobre las cinco de la tarde, las bandadas de totíes que pasan la noche en los árboles del parque regresan a casa. La bullaranga de las aves, aunque rompe con la pesada carga del mutismo, no desentona. Son parte de esta ciudad. Le pertenecen. Cuando el último de los pájaros negros se pose sobre los flamboyanes, Santa Clara completa escuchará atenta, desde sus casas, las vibrantes palabras de Rafael Correa y los recuerdos íntimos de Raúl desde La Habana.
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Santa Clara, como quizás ninguna otra ciudad de Cuba, tiene un historial agridulce con la figura de Fidel Castro.
Puntos altos, como el año 1997, cuando el parque se abarrotó de flores y niños con pañoletas al cuello para recibir los restos del Che y sus guerrilleros. La leyenda de Ernesto Guevara tiene su meca aquí gracias a Fidel. Él mismo prendió la llama eterna que flamea en el íntimo mausoleo.
Bellos momentos, como los vividos hace veinte años, cuando el ahora vicepresidente cubano Miguel Díaz-Canel Bermúdez convocó al pueblo de la provincia para recibir al Comandante. Y con solo un día de antelación, el entonces Primer Secretario del Partido Comunista en Villa Clara cumplió su promesa de que la Plaza se llenaría. Atónito, Fidel pronunció un discurso agradecido y la multitud lo aclamó como de costumbre.
Y momentos negros.
El 21 de octubre de 2004, el Comandante llegó a Santa Clara para presidir la primera graduación de Instructores de Arte, uno de los últimos proyectos fallidos del líder. Llegó tranquilo, como de costumbre, saludando y recibiendo los vítores de la multitud reunida en la Plaza Ernesto Guevara. Fidel Castro era, en aquel entonces, un hombre de 78 años con una vida intensa a sus espaldas, cargando con los años de la Sierra y el insomnio de Angola y el Período Especial. Cuando terminaron los cantos y las danzas, las palabras de agradecimiento y los reconocimientos, llegó el momento esperado. Fidel hablaría.
No es el discurso lo que se recuerda de aquel día. Casi nadie puede decir, a bote pronto, qué dijo el Comandante en Jefe de la Revolución. Qué temas trató, cómo fue su retórica. No se recuerda ninguna foto especial, abrazando a un niño o soltando una paloma. Lo que recuerda el mundo, Cuba y Santa Clara, mejor que nadie, es que, mientras regresaba a su asiento, con una sonrisa y saludos, Fidel Castro pisó en falso y cayó al suelo como un yunque, haciendo añicos su rodilla izquierda.
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La gente espera ansiosa.
Se sabe que el cortejo no llegará a la ciudad antes de las 12 de la noche, pero aun así se nota la ansiedad en los miles de rostros presentes en la Plaza de la Revolución Ernesto Guevara de Santa Clara. Un extenso cordón de militares custodia la carretera que pasa frente al mausoleo. No está claro todavía si la caravana recorrerá todo el ancho de la plaza o seguirá directo hacia el interior del edificio. Nadie sabe nada, mientras tanto han ocupado cada espacio posible en los muros de la plaza, incluso, algunos han optado por el suelo de granito.
De aquí han salido hombres que le han dedicado medallas olímpicas a Fidel, como Eduardo Paret, y otros que han viajado por el mundo pidiendo su renuncia, como Guillermo Fariñas.
Cerca de las diez de la noche, el barrio del Condado es puro movimiento. De aquí han salido hombres que le han dedicado medallas olímpicas a Fidel, como Eduardo Paret, y otros que han viajado por el mundo pidiendo su renuncia, como Guillermo Fariñas. Esta noche los hijos de la barriada han decidido esperar a su líder como es costumbre: en la puerta de la casa. Sillones, taburetes o los quicios de las puertas, cualquier asiento es trono aquí. La mejor vía de acceso a la plaza desde el centro es a través del Condado, por eso la calle Tristá parece ahora mismo el delta de un poderoso río que fluye hacia un mar de personas. Allí están las cámaras y micrófonos del mundo entero. Allí está Verena.
Verena Gleitzmann vino desde Austria a reportar sobre la muerte de Fidel para la radio ORF de su país. Antes de hablar Verena es, a las claras, europea. Rubia, de ojos muy verdes y nariz aguileña. Pero las lecciones de español aprendidas en Panamá en la adolescencia disimulan la distancia que existe entre su hogar y el Caribe.
Como suceso mediático, me parece un momento de tristeza, pero a la vez muy interesante” dice, “porque en realidad no creo que vaya a cambiar nada en Cuba. La gente confía en Fidel Castro, en sus ideas. Estuve el año pasado cuando Kerry vino (a reabrir la Embajada de Estados Unidos en la isla) y el sentimiento hoy es el mismo allá en La Habana y aquí. Me parece que van mejorando: hay internet, casi todos los jóvenes tiene teléfonos móviles.”
Lo sabe bien porque, en solo dos días, le ha preguntado a muchos cubanos sobre el máximo líder de la Revolución.
–¿Te han hablado mal de Fidel?
–Hasta ahora, nadie.
De momento, alguien corre hacia el perímetro y le sigue el resto de la multitud. Falsa alarma. En lo que queda de noche, el suceso se repetirá, como una válvula de escape para la ansiedad del pueblo de Santa Clara, una franja gruesa de hombres, mujeres, niños y ancianos esparcidos a lo ancho de la plaza.
A ratos, el viento sopla inquieto también, balanceando una enorme bandera cubana suspendida en el medio de la plaza. Sigue de largo y más abajo alborota las palmas reales y los flamboyanes que marcan los límites del lugar. En ese extremo, un poco más oscuro, se agrupa con fuerza el público. Lo que hasta hace un rato era un rumor, ahora ha sido confirmado: la caravana no se paseará por la plaza, apenas entrará a la carretera y seguirá hasta internarse en la seguridad del mausoleo. Por lo tanto, el punto privilegiado, irónicamente, será el más oscuro y lejano, donde se agolpa la gente más humilde que ha venido hoy a la plaza. Para ellos, a fin de cuentas, hizo Fidel su Revolución.
En medio del tumulto dos mujeres conversan:
–… y dicen que les dijo, “yo ya hice ya” y que ahora les tocaba a ellos seguir.
–Ya se sentía el desgaste, hija –responde la otra.
Llevado de la mano, anacrónicamente envuelto en una bufanda debajo del traje militar, un coronel retirado de las FAR (Fuerzas Armadas Revolucionarias) es acomodado bien cerca de la carretera. Su ceguera es evidente, a juzgar por las gafas que lleva en medio de la noche. Alguna hija obediente o una esposa orgullosa deben haberle acomodado al traje las nueve medallas que le cuelgan del pecho, mientras el coronel, inquieto, aguarda la hora del último adiós a su jefe. Declara para la prensa extranjera y en su última frase se escucha: “!Viva Fidel!” Y es esta la oportunidad que el pueblo ha esperado toda la noche. Las consignas llueven.
Alguien avisa que la caravana ha dejado Ranchuelos. Se acerca la medianoche y los rostros, ahora sí, se tuercen en una mueca de nervios y cansancio. Sin embargo, Charles y Dorothy no parecen inmutarse. El matrimonio canadiense disfrutaba su sexto viaje a la isla cuando llegó la noticia de la muerte del Comandante en Jefe.
“Nosotros siempre simpatizamos con la Revolución cubana, pero sabíamos que este momento estaba cerca. No creo que haya motivos para sorprenderse”, comenta Charles, seis pies, camisa rosa, alta cabellera blanca.
–¿Cuál cree que sea el futuro de Cuba sin Fidel?
–Lo que queda es una nueva generación, de gente joven. Pasarán de ser un gobierno de un solo hombre a uno de varios, a modo conjunto. Quizás al estilo de China. Yo siento que Cuba avanza, lo puedo ver cada vez que vengo. Ahora con el Internet, las nuevas tecnologías, los jóvenes pueden construir su propio país.
La mano derecha de Dorothy se acerca suavemente a su cara, casi un metro por debajo de la de Charles, y ayuda con un gesto su aclaración:
–Yo solo quiero decir que los cubanos no son gente atrasada. No tener dinero no significa ser atrasado. Ustedes son gente culta, educada. Eso no se los puede quitar nadie.
–¿Se olvidará a Fidel alguna vez?
Eso es imposible –dice categóricamente el canadiense de 68 años–, nadie jamás podrá olvidar a Fidel. No en Cuba, no en ninguna parte.
El cortejo fúnebre de Fidel Castro entró a las 12 y 25 de la madrugada del jueves 1 de diciembre al lugar donde él mismo depositó para siempre los restos del Che Guevara
El cortejo fúnebre de Fidel Castro Ruz, Comandante en Jefe de la Revolución Cubana, entró a las 12 y 25 de la madrugada del jueves 1 de diciembre al lugar donde él mismo depositó para siempre los restos del Che Guevara, su compañero de hechos y utopías. Allí durmió una noche, el último encuentro con el hombre a quien definió como modelo para todos los cubanos.
Las hermanas Mercedes y Micaela Cruz Veloz dejan la plaza abrazadas. Lloran. Mercedes, mulata muy clara, setenta años, el pelo una maraña blanca:
–Fue un padre, fue lo más grande que nos ha pasado. Es un dolor muy grande. !Pero hay que seguir! !Seguir sobre lo que nos dejó!
Su hermana, más oscura de piel, envuelta en una chaqueta azul, se quita los espejuelos, intenta secarse las lágrimas y asegura que no estuvo la última vez que Fidel vino a la Plaza, cuando el accidente. Recuerda el año 84 y otras veces más en que lo vio, pero nunca se despidió de él.
–Por eso vinimos.
El acto de vigilia planificado para la madrugada del jueves comienza con un fragmento de un discurso y con las notas del himno. Luego los cantores. Buena parte de los fieles que vinieron regresan a casa. En unas horas tendrán que estar en algún punto estratégico, orientados a priori en su centro de trabajo o estudio. De lo contrario, en el sitio más cercano a su hogar por donde pase el carro con los restos. Aquí se quedarán muchos, coreando las canciones que recuerden la leyenda de Fidel Castro, hasta que el sol caliente el rostro de bronce del Che sobre la Plaza.
A lo lejos, la silueta de las hermanas Cruz Veloz se pierde en la oscuridad del Condado.
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Fidel se recuperó del golpe. Incluso, llamó para tranquilizar a los que lloraban desconsolados en la plaza, desde el helicóptero que lo llevaba a La Habana. Sin embargo, tuvo que someterse a una rigurosa operación reconstructiva, a cargo del equipo de su amigo el Doctor Rodrigo Álvarez Cambras. Los medios alrededor del mundo profetizaron metafóricamente con su caída. El accidente sirvió de azote a una nueva ola de crítica contra su figura de parte de sus enemigos. No se sabe muy bien si tendrían razón, si el desliz era un aviso de la naturaleza al campeón favorito de Latinoamérica.
Lo cierto es que no regresó jamás a Santa Clara. Un par de años después, enfermó y se retiró de la vida política.
En Cuba, solamente Hugo Chávez, con su indomable carácter llanero, se atrevió a recordar el suceso de Santa Clara. Ocurrió casi tres años después, el 14 de octubre de 2007, cuando su amigo venezolano visitó la plaza, desde donde emitió su programa Aló presidente.
¿Cuál es el escaloncito de Fidel, a ver? –cuentan que bromeó Chávez y luego recibió una llamada telefónica del Comandante.
Conversaron del Che. Del futuro de América Latina y del papel de Chávez en ella, quien años más tarde caería fulminado por un cáncer abdominal.
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Hoy es jueves 1 de diciembre. Hoy se va Fidel. Para siempre.
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Comienza diciembre en Cuba: son las 4 de la mañana y hace calor. Las calles empiezan a cobrar vida. Camiones y autobuses repletos de rostros soñolientos avanzan por toda la carretera Central hasta los límites de Santa Clara con el poblado de Placetas. En el Parque Vidal, la policía empieza a establecer el perímetro y las cámaras de televisión escalan las azoteas. Las mismas azoteas que recibieron repletas el 6 de enero de 1959, la visita del hombre que hoy despiden. Un cielo gris deja ver, a ratos, el sol.
Los restos abandonarán la explanada de la Plaza. Subirán a través de la calle Marta Abreu hasta el Parque Vidal, se detendrán unos minutos cerca del lugar desde donde dijo: “Yo sabía que el pueblo nos imitaría, y que el pueblo era invencible. Y si este pueblo era invencible antes, cuando no había fusiles y no había la unión que hay hoy, ni la experiencia que hay hoy, yo quiero que me digan quién puede vencer hoy al pueblo de Cuba”.
Y allí se romperá el silencio.
El pueblo de Santa Clara va a llorar. Llorarán los niños, casi por inercia, no se sabe bien por qué. Llorarán los hombres, sobrecogidos por la presencia, o la ausencia, del excelso militar que quisieron ser alguna vez. Llorarán unas negras ya ancianas, que descolgaron de la pared, al lado de Jesucristo o encima de Elegguá, el retrato de un Fidel joven que ahora abrazarán. Sus soldados más fieles, un ejército de guayaberas repletas de medallas, llorarán mientras saludan al jeep que conduce los restos mortales de su Comandante en Jefe. Las mujeres y los jóvenes llorarán mientras la plaza del Parque Vidal se convierte en un cubo sin aire, un agujero caluroso donde se realiza la procesión de un hombre que ha sido idolatrado y odiado en estas mismas calles.
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El tren es una mole tambaleante y ruidosa. Avanza, con estruendos infernales, a través de la oscura madrugada. Tiene como destino la salida al este de la ciudad de Santa Clara. Una zona de pequeños cerros parduscos, de vegetación baja y escasa. Por allí pasará el cortejo fúnebre de Fidel Castro, en su viaje hasta el oriente de Cuba.
Dentro de los dieciséis vagones que arrastra la locomotora, los mismos jóvenes universitarios que se amontonaban en el Parque del Carmen. Más que sus cuerpos, se ven sus rostros. Las caras extenuadas que brillan a la luz de sus teléfonos móviles, mientras la penumbra invade el resto de los vagones.
Los jóvenes que atravesaron la isla en trenes con la Campaña de Alfabetización, hace más de medio siglo, iban a oscuras. En el interior de los coches donde viajaban los protagonistas de las gestas cañeras de los setenta, no había luz. Cuando los trenes quedaban varados en las madrugadas del Período Especial, los jóvenes cantaban, o fumaban o dormían, siempre a oscuras.
Estos nuevos hombres y mujeres desafían la oscuridad, se orientan en medio del camino de tierra donde los deja el tren, con la luz de sus teléfonos. Para Verena, para Dorothy y Charles, estos aparatos representan el cambio, el progreso. Para ellos, una guía, un instrumento. Una forma de abrirse camino entre el mar de personas que busca la carretera, entre decenas de automóviles y camiones.
Primero fueron los totíes, habitantes nocturnos de la ciudad, dueños de cualquier campo durante el día. Luego ese sol tímido que se escondió detrás de las nubes, como quien no quiere ver. Luego, alguna patrulla, recorriendo la carretera que atraviesa los pastos verdosos y amarillos. Hasta que finalmente aparecieron los dos focos luminosos de la vanguardia y el helicóptero. Delante: sus generales. Hombres viejos, muy serenos. Si alguien hubiese querido, si hubiese podido, habría tocado el féretro. Pasó muy cerca de todo el que estuvo allí, apenas unos palmos.
La caja, rodeada de flores blanquísimas, con la bandera dormida encima. La oscura madera preciosa. Las letras grabadas en el flanco: FIDEL CASTRO RUZ.
Media hora después, sentados en las líneas herrumbrosas, en espera del tren que los devolverá a sus vidas de ahora en adelante, los jóvenes se preguntan, qué fue eso. ¿Qué pasó allí? ¿Por qué nadie dijo nada?
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Fidel, 6 de enero de 1959, desde la biblioteca:
“¿Por qué no he de creer que el pueblo sea el mejor gobernante, si creí —cuando nadie lo creía— que el pueblo era el mejor guerrero? Y cuando todo el mundo decía que era una locura, que era un disparate, que nos iban a matar a todos, que pobrecitos nosotros, y hasta rezaban por nosotros porque ya nos consideraban exterminados, yo, sin embargo, creía que ganábamos la guerra”.
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En enero CTXT deja el saloncito. Necesitamos ayuda para convertir un local en una redacción. Si nos echas una mano grabamos tu nombre en la primera piedra. Del vídeo se encarga Esperanza.
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Gabriel López Santana
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