Análisis
Paisaje después de Alepo
La guerra siria hace mucho tiempo que dejó de ser civil para convertirse en un enfrentamiento regional. Rusia está ganando la partida, Estados Unidos es el gran perdedor, y entre las prioridades no está combatir al ISIS
Ignacio Álvarez-Ossorio 14/12/2016
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Tras varios meses de asedio, la zona rebelde de Alepo ha caído en manos del régimen sirio. Se trata, sin duda, de un punto de inflexión en una guerra que ha devastado buena parte del país y fracturado por completo a la sociedad siria, pero no, como algunos se han apresurado a pronosticar, su punto final, ya que los grupos rebeldes siguen controlando toda la provincia de Idlib y significativas porciones de Hama, Deraa o la Guta. Al mismo tiempo, el autoproclamado Estado Islámico en Irak y Siria (ISIS), que es una fuerza exógena y no propiamente siria, mantiene su presencia en la cuenca del Éufrates y, en los últimos días, ha conseguido recuperar Palmira.
La derrota rebelde en Alepo no hubiera sido posible sin la decisiva participación de diferentes milicias chiíes libanesas e iraquíes que combaten junto a las tropas del régimen y bajo la batuta iraní. El hecho de que estas fuerzas chiíes extranjeras estén expulsando a la población local sunní de sus hogares es una muestra más del crecimiento de la brecha sectaria en la región que, tarde o temprano, tendrá devastadoras repercusiones en otros escenarios. Todo ello evidencia que la guerra siria hace mucho tiempo que dejó de ser civil y se ha convertido en un enfrentamiento a escala regional. Como es bien sabido, a lo largo de la guerra los grupos rebeldes también han recibido ayuda de Arabia Saudí, Catar, Turquía y Estados Unidos, aunque dichos países (al menos en los dos primeros casos) han evitado desplegar efectivos sobre el terreno para no quedar atrapados en el avispero sirio.
La creciente dependencia de Bashar al-Asad de estas milicias chiíes, que según diferentes fuentes superan los 65.000 efectivos, es una prueba más de que el presidente sirio ha perdido el control de la nave. Como me recordara el analista libanés Fidaa al-Aitani en un encuentro desarrollado en la capital jordana el pasado verano, “el régimen sirio ya no está al frente de las operaciones contra los rebeldes, sino que la estrategia la marcan Rusia, Irán y Hezbollah, dado que las fuerzas sirias se encuentran en una situación de debilidad manifiesta a la hora de atacar los feudos rebeldes y carecen de la capacidad para abrir nuevos frentes, ya que no tienen recursos para movilizar a la población ni a sus combatientes”. La reciente caída de Palmira en manos del ISIS vendría a reforzar esta lectura, ya que el régimen es incapaz de luchar en más de un frente al mismo tiempo al carecer de suficientes efectivos.
Pero sin duda ha sido la intervención militar de Rusia la que ha desequilibrado por completo la ecuación siria. Desde septiembre de 2015, la aviación rusa ha bombardeado las posiciones rebeldes de manera inmisericorde y ha reducido a escombros parte de las zonas bajo el control de la heterogénea oposición siria, dominada por el secular Ejército Libre Sirio, los salafistas Ahrar al-Sham y el Ejército del Islam y el yihadista Frente al-Nusra. Los barrios orientales de Alepo son una buena muestra de esta política de tierra quemada consistente en destruir las infraestructuras básicas (hospitales, escuelas, almacenes, etc.) para tratar de forzar la salida de la población civil y así aplastar más fácilmente a los grupos armados. Una estrategia que, a juzgar por lo acontecido en Alepo, le está dando buenos resultados.
Parece evidente que Rusia está ganando la partida siria y que Estados Unidos es el gran perdedor. En sus dos mandatos presidenciales, Obama ha mantenido una errática política que le ha hecho perder protagonismo en un Oriente Medio en caída libre. Su amenaza de intervenir en el caso de que el régimen empleara armas químicas contra su propia población civil quedó en papel mojado a pesar de que el 21 de agosto de 2013 murieron 1.466 personas tras ser bombardeadas con gas sarín en la Guta, la periferia de Damasco. Desde entonces se ha limitado a combatir, sin excesivo éxito todo sea dicho, al ISIS, que sigue gobernando su califato yihadista desde Raqqa. El Nobel de la Paz abandona, por lo tanto, la Casa Blanca sin pena ni gloria, dejando una Siria malherida y una Rusia reforzada, ya que Putin ha conseguido imponer su voluntad bloqueando el Consejo de Seguridad y apostando de manera abierta por el intervencionismo, todo ello con el objeto de defender a Bashar al-Asad, su aliado estratégico, y preservar sus intereses (la base naval de Tartus, la base aérea de Lataquia y los sustanciosos contratos gasísticos de las compañías rusas para explotar las reservas gasísticas halladas en la costa mediterránea por un periodo de 25 años).
La caída de los rebeldes en Alepo ha coincidido con la toma de Palmira por parte del ISIS. Aunque pudiera parecer un episodio anecdótico, este hecho demuestra, una vez más, qué no está entre las prioridades del régimen ni tampoco de Rusia combatir al ISIS, tal y como difunde machaconamente la propaganda rusa y sus corifeos. Más bien al contrario, el ISIS sigue siendo un enemigo útil porque permite a Bashar al-Asad, tal y como ha venido haciendo desde el inicio de la revolución, presentarse como un muro de contención frente a los movimientos yihadistas y como un mal menor frente a las huestes de Abu Bakr al-Bagdadi.
El régimen ha administrado al Alepo rebelde la misma medicina que antes empleó en otros lugares. Desde el 17 de julio, cuando se cerraron las vías de aprovisionamiento de los rebeldes, la parte este de la ciudad ha sido objeto de un férreo asedio que ha impedido la entrada de alimentos y medicinas o el suministro de agua y electricidad. En realidad, no es la primera vez que el régimen y sus aliados emplean el hambre como arma de guerra, ya que ya lo habían hecho previamente en otras zonas como Baba Amro, Yarmuk o Duma, por citar tan sólo algunos ejemplos. Todo ello a pesar de que el artículo 8 del Estatuto de Roma considera un crimen de guerra “hacer padecer intencionalmente hambre a la población civil como método de hacer la guerra, privándola de los objetos indispensables para su supervivencia, incluido el hecho de obstaculizar intencionalmente los suministros de socorro de conformidad con los Convenios de Ginebra”.
Durante estos meses, todos los intentos por abrir corredores humanitarios o alcanzar un alto el fuego han fracasado de manera estrepitosa debido a los vetos rusos en el Consejo de Seguridad. Un cuarto de millón de personas se han visto obligadas a vivir en unas condiciones inhumanas sin que ninguna voz se alzara para denunciar la situación. De hecho, todavía quedan en la zona oriental decenas de miles de personas que se resisten a abandonar sus hogares por temor a sufrir represalias por simpatizar con los rebeldes. En este sentido debe tenerse en cuenta que el acuerdo ruso-turco para que los rebeldes abandonen la ciudad con sus armas ligeras no contempla una salida honrosa para las decenas de activistas y miembros de los comités populares que temen caer en manos de las fuerzas de seguridad sirias, conocidas por su extrema brutalidad. No en vano, la Red Siria de Derechos Humanos cifra en 75.000 el número de desaparecidos en las cárceles sirias.
Todo esto ocurre ante el silencio cómplice de la comunidad internacional y ante la parálisis de una sociedad civil anestesiada que, en el pasado, no dudó en movilizarse contra las intervenciones de Estados Unidos en Oriente Medio, pero que en el presente se muestra renuente a salir a la calle para denunciar el unilateralismo ruso.
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Ignacio Álvarez-Ossorio es profesor de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad de Alicante y autor del libro Siria. Revolución, sectarismo y yihad (Los libros de la Catarata, 2016).
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