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Había memorizado temas de conversación, frases ingeniosas y bromas espontáneas. Sabía cómo descuartizar los silencios incómodos que iban a surgir. Soy un tía muy tímida y bastante insegura, aunque no lo aparente, por eso hablo tanto y preparo este tipo de situaciones de una manera tan minuciosa.
Tati, un porteño insoportable con el que garchaba hace un tiempo, me decía que intento llevar siempre la iniciativa de la conversación para defenderme de preguntas que no quiero contestar: “Porque disponer de la posesión de la palabra conlleva algo muy elemental: que la otra persona está tan ocupada contestando que no puede hacer preguntas. La naranja mecánica y Menotti supieron envolver esta idea tan sencilla con una mercadotecnia exquisita, pero la realidad es que personas como Guardiola o como vos no juegan para ganar. Ustedes juegan realmente para no perder”.
A mí el fútbol no me interesa, pero recuerdo aquel discurso porque se me quedó marcada la última parte. “Manuela, vos no podés controlar muchos de los factores que influyen en el juego. De repente, un resbalón inoportuno en el área y gol en tu propio arco”.
Supongo que se podría decir que ahora mismo estoy sacando el balón de mi portería. Yo lo tenía todo planeado. Inventé una excusa para el reencuentro con Olmo. Le propuse un plan: restaurante chino y concierto. Lo que no podía imaginar es que Rafael Berrio —mi padre— fuera a tocar en el primer bolo al que voy en nueve años Somos siempre principiantes, la canción que sonaba la primera vez que me desnudé ante a un chico. Y que ese chico, Olmo, al que dejé hace 15 años y no había vuelto a ver, esté ahora mismo sentado aquí, a mi lado.
es el momento de que todos nos reconciliemos con nuestros fantasmas, incluido Rafael Berrio, mi padre
Sonrío como quien posa para una foto de carné. No sé qué hacer con las manos. Noto cómo él taladra con su mirada el suelo. Pienso en levantarme. “Voy un momento al baño”, podría decirle, o quizá ni eso, levantarme sin dar explicaciones. Mejor no. Sería una señal inequívoca de que he perdido el control. Respiro profundo. Me agobio al pensar qué va a suceder cuando termine la canción. ¿Me hablará él? Joder, y ahora a qué viene que me molesten estas botas, si las tengo desde hace dos años. Necesito beber. Lo peor de todo es que en este antro tampoco hay Fermet. Evito mirarle. ¿Está comiendo castañas? Esta cerveza esta malísima. Tomo la decisión. Paso al ataque definitivamente. Voy a preguntarle si se acuerda dónde escuchó aquella canción por primera vez. Trago saliva, me giro y un tío, medio pedo, grita desde el fondo del bar:
—¡Berrio, toca Este álbum!
—No. Esa canción no la toco en directo.
Recapacito. De pronto, Olmo pasa a un segundo plano y caigo en la cuenta de que es verdad, no le he oído cantar a mi padre Este álbum ni siquiera en el salón de casa. Y lo entiendo. Esa canción le deja demasiado expuesto. Las canciones de 1971 nos exponen, en realidad, demasiado a todos.
La reconquista de Rafael Berrio comenzó con ese disco. 1971 fue como una aparición. Siento envidia de los que aún no lo han descubierto y cierta vergüenza de que una colección de canciones tan mayúsculas no sea mayoritaria.
Yo tomé una decisión un tanto contradictoria en su momento. Prometí dejar de escuchar 1971 porque no quería que el paso del tiempo y la costumbre desgastaran sus textos. Comprendí que a las canciones donde has sido feliz no debes volver. Por eso luché para no aprenderme las letras de memoria, necesitaba que me siguieran dejando boquiabierta. Una no puede permitirse tomar como normal algo tan extraordinario y cantar alegremente: “Temo haber vivido mi vida como si fuera un simulacro, como si yo tuviera el don de vivir por mí dos veces. De haber dejado a un lado la que importa en prenda de una vez futura y haber malgastado en borradores la presente”.
Pero, ¿saben qué? Fracasé. Incumplí aquella promesa —supongo que ese tipo de paradojas le vienen a una en su linaje— y me aprendí 1971, recomendé 1971, me obsesioné con 1971. Llegué a colgar en la pared hojas de bloc con las letras de las canciones.
Y pasó que disfruté mucho aquellos días, pero que ahora no consigo recordar qué me vino a la cabeza la primera vez que escuché el disco entero.
Qué pensé cuando puse Las mujeres de este mundo y apareció un tipo casi recitando: “Yo me moriré un día borracho junto a una tapia y mis pupilas reflejarán la última luz de esa mañana”. Qué sentí cuando mi padre hablaba de sus amigos como “borrachos distinguidos […] mucho menos conocidos en sus casas que en el fondo de la barra del burdel”. No lo recuerdo. Ahora solo tengo imágenes y sensaciones inconexas. Me cuesta describirlas.
Si pienso en 1971, pienso sobre todo en Este álbum, y en dos frases que aún me pellizcan incluso al leerlas: “La abuela Paula un poco aparte, aquí ya estaba mal […] el pobre Cristian quién lo esperaba, qué alegre está aquí”.
Si pienso en 1971, silbo sin darme cuenta la melodía de acordeón de El amor es una cosa rara y recorro el barrio del Chiado. Tomo café en A Brasileira junto a la estatua de Pessoa, el único poeta al que puse cara en aquella canción y regreso a una casa en la que sobre la mesita de noche hay una luz destartalada y libros de Baroja, Galdós, Balzac y Cioran.
Si pienso en 1971, escucho detrás de la puerta de la cocina del Tedone a Karmelo C. Iribarren recitando Los Paraguas, los taxis, junto a Ramón Eder, Diego Vasallo y Roger Wolfe. También pienso en Michael Ende, en La Historia Interminable, en Momo y en Joserra Senperena, el amigo de mi padre que orquestó y arregló las canciones y al que me encuentro en los créditos de todos los discos que me apasionan.
Recuperar fotografías de la infancia es un ejercicio doloroso, comparable a leer cartas de amor que aún firmaríamos 15 años después
Si pienso en 1971, camino por la playa de Gros, me pierdo por las calles del casco de Irún y veo los fuegos artificiales de la Semana Grande de Donosti desde el faro de Lekeitio. También recuerdo que en la vida hasta a los más descreídos les llega “su turno, su vez” y que las oportunidades ni se crean ni se destruyen, las aprovechan otros. Por eso no sirve de nada aquello de “dejar las cosas para una mejor ocasión que no llega”.
Recuperar fotografías de la infancia es un ejercicio doloroso, comparable a leer cartas de amor que aún firmaríamos 15 años después. Por eso cuando pienso en 1971, también pienso en Olmo y en la carta que acabo de entregarle. La encontré mientras buscaba en el trastero las fotos que aparecen en Este álbum.
Ya ven, he decidido quemar todas las naves, como Cortés. Creo que es el momento de que todos nos reconciliemos con nuestros fantasmas, incluido Rafael Berrio, mi padre.
—¡Berrio, no seas cagón! ¡Toca Este álbum!
—Lo siento, señorita. Esa canción no la toco en directo.
Olmo me mira. Nos reímos. Le quito un par de castañas. Me han entrado muchas ganas, de repente, de llevarle a bailar.
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Texto inspirado en la película La reconquista (2016), de Jonás Trueba.
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Autor >
Juanjo Cubero
Periodista y melómano.
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