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--No me vuelvas loco--, le dijo Milton a Gismonti.
Caminaban uno al lado del otro, e iban cada vez más rápido. Milton miraba hacia adelante, tenía apretada cada una de las facciones de la cara y le bajaban en tensión las líneas rectas del cuello, cualquiera hubiera dicho que estaba furioso o enfadado, un poco incómodo, nervioso quizá, sus gestos comunicaban determinación, como si le urgiera volcarse de inmediato en una operación. Le había dicho a Gismonti “no me vuelvas loco” unas cuatro o cinco veces.
Gismonti no le hacía caso. Avanzaba a trompicones a su lado mirando el suelo, medio se atoraba a ratos por seguirle el paso a su amigo, trastabillaba, siempre con la cabeza enfocada hacia abajo, daba un poco de miedo que se fuera a chocar con cualquier transeunte todo largo como era. Su rostro reflejaba una angustia profunda. Aunque, si hubiera sido factible detenerlo y fijarse con atención, es probable que tampoco fuera para tanto. Sus rasgos confundían: igual estaba desesperado o igual estaba simplemente desenfocado (como si no supiera exactamente de qué va la vaina).
--Yo no me muevo de aquí--, afirmó Gismonti con un hilo de voz. Llevaba en su mano una bolsa de El Corte Inglés.
Llevaban andando un rato largo, habían dado ya tres vueltas a la manzana y se disponían a repetir el trayecto por cuarta vez. Casi callados, soltando comentarios muy cortantes, como quien tira un pitillo consumido al suelo. Como si tiraran una colilla. Eso, se escupían frases como colillas. “No me vuelvas loco”, “yo no me muevo de aquí”. No habían construido muchos argumentos, ni armado una conversación. Milton le había explicado a Gismonti en cuanto lo encontró a la puerta del ministerio que necesitaba que lo acompañara a Francia para dejar a Kelvin en cualquier pueblo al otro lado de la frontera. Gismonti le había contestado señalando a la bolsa que llevaba de El Corte Inglés. “He traído esto para devolvértelo”, fueron sus primera palabras.
--No me vuelvas loco--, le contestó entonces Milton y se puso a caminar.
--Estoy en una emergencia--, le explicó Gismonti. --Ya no puedo colaborar, esto tiene que terminarse hoy mismo.
--¡La emergencia es Kelvin, coño! ¿Es que no te das cuenta?--, le dijo Milton en un tono seco, como si se le escaparan inflamadas las palabras entre los dientes.
Volvió el silencio y siguieron caminando. Gismonti tenía la tentación de dejar la bolsa en el suelo y salir corriendo. Pero enseguida recapacitaba y se decía que no, que las personas se entienden, que Milton lo iba a comprender en cuanto supiera lo que estaba pasando en su casa, en cuanto le explicara lo de Ana. Si él le hablaba con tanta solemnidad de los peligros que corría Kelvin, a él le tocaba ahora contarle los que corría Ana.
--Tienes que pedir unos días de permiso, ahora mismo, explica que te ha surgido un problema familiar--, le comentó Milton cuando se tranquilizó un poco. Caminando siempre, sin mirarle a la cara, como si se lo soltara al viento.
--Yo no me muevo de aquí--, le respondía Gismonti sin adelantar ni una palabra más.
Y es que no sabía por dónde tirar. ¿Cómo iba a decirle, por ejemplo, que la noche anterior se metió en su habitación y se cerró con llave para que Ana no pudiera entrar? Yendo incluso un poco para atrás, ¿cómo iba a contarle que Ana se había presentado en su casa cargada con su jeringuilla para ponerse ciega en su salón y que él la había ayudado a inyectarse esa mierda en la vena? “Debo salir de todo esto, Milton”, hablaba para sí entonces, e incluso en la caminata se hubiera podido observar que Gismonti movía los labios, “esta chica está en peligro”. Y le daría la bolsa con los paquetes para quitarse así el peligro de encima, cualquier tentación de su amiga, salirse ya fuera de todo eso.
--Ana está alojada en casa--, dijo de pronto, mirando siempre el suelo con extremada atención, como si ahí pudiera encontrar de pronto algo de valor.
--No me vuelvas loco--, contestó Milton, y fue la primera vez que frenó en seco, se detuvo un instante y observó como Gismonti seguía adelante mascullando para sí mismo.
Lo alcanzó, hundido en sus cavilaciones. Le soltó dos colillas con el siguiente mensaje: Ana te puede volver majara, expúlsala de tu vida.
Gismonti hizo como si no escuchara. ¡Y un cojón!, le hubiera contestado con contundencia, pero no quería parecer enamoraduzco ni que pensara que se había convertido en una hermana de la caridad auxiliando a una yonqui. Le entró simplemente la tristeza y sin darse cuenta aminoró la marcha. Milton se le fue por delante, tuvo que hacer un esfuerzo y apurarse. Tenía que darle la bolsa, y mejor cuanto antes.
--¿Sabes por qué llevo esto encima?--, le preguntó en cuanto lo alcanzó. --Porque le he dicho a Ana que se quede a vivir una temporada conmigo y no quiero que tenga la menor tentación de coger esta porquería y de metérsela por las narices.
--No me vuelvas loco--, le contestó Milton por enésima vez.
Regresaron al silencio, no tenían otro lugar mejor al que dirigirse. A Gismonti le hubiera gustado explicarle a Milton que la noche anterior se había encerrado en su habitación por miedo, le estaba dando terror que Ana se perdiera y pensó que debía hacerse el fuerte, como para decirle: “mira, yo de todo ese rollo paso”. Pero no era fuerte, no era fuerte cuando la tenía delante, sólo pensaba en quererla, sólo quería verla reír y encontrar ese momento que aparecía siempre en que de pronto se acomodaban sus cuerpos, y sabían tocarse y remar uno dentro del otro como arrastrados por esa tumultuosa corriente que luego tanto bien les hacía. Y para luego darse de bruces con un estallido de felicidad.
--Yo de aquí no me muevo--, volvió a decirle, como si ya le hubiera explicado lo que andaba rumiando.
Milton se detuvo.
--Si es por Ana, pues que se venga Ana. Si no hay más remedio, vayamos a buscarla de una vez y luego recogemos a Kelvin.
Escuché cómo se acercaba a la puerta, escuché que intentaba abrirla, le escuché decir mi nombre y luego todas esas palabras bonitas que dijo para camelarme, se acordaba Gismonti, y le apareció como una pequeña sonrisa a un lado de la boca. También se detuvo. Estaba frente a Milton, pero no miraba a su amigo. Estaba en otra cosa. Luego hubo un rato largo que ya no se oyó nada y yo me metí en la cama para seguir siendo un tipo fuerte que ha plantado a su chica. Que la ha plantado por idiota. Cerré los ojos para quedarme dormido. Pasaron cinco, diez minutos, incluso una media hora larga. Tuve la impresión de que la casa se estaba poniendo más fría y no pude resistir la tentación. Y me levanté, pasé la llave con una lentitud que casi me exaspera (no quería que Ana oyera nada), y luego corrí un poco la puerta y asomé un ojo para ver qué pasaba, y la vi ahí tirada. Estaba sudando, medio asustada. Así que me la llevé como si fuera una novia, y la coloqué en la cama, y le dije una tonelada de cosas, en fin, di por hecho que no me escuchaba. Y así estuve hasta que se quedó dormida.
--De acuerdo--, dijo Gismonti. --Vamos a recoger a Ana y vayámonos cuanto antes a Francia. Vayámonos a cualquier parte.
--No me vuelvas loco--, le dijo Milton a Gismonti.
Caminaban uno al lado del otro, e iban cada vez más rápido. Milton miraba hacia adelante, tenía apretada cada una de las facciones de la cara y le bajaban en tensión las líneas rectas del cuello, cualquiera hubiera dicho que estaba furioso o enfadado, un...
Autor >
Roberto Andrade
Nació y creció en Tangerang, un pueblo de Indonesia, leyendo todo lo que caía en sus manos, de prospectos de medicamentos a novela rosa, y cultivando secretamente su pasión, la polka. A los 33 años se fue a vivir al extrarradio de París, donde trabaja como carterista, y desde donde lanza sus 'Encíclicas para nadie' en forma de postales y telegramas que escribe a personas de forma aleatoria, dejando caer un dedo sobre el listín telefónico, y tiene un bulldog (francés) que se llama Ricky.
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