Sala de despiece
Ofensas de oficio
La historia de los vigilantes del lenguaje es un rasgo contemporáneo y no una involución hacia otras censuras tradicionales. Se ejerce en nombre de la protección del débil y el sufriente y tiene que ver con la ampliación de los círculos de empatía
Sergio del Molino 22/01/2017
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La condena del Tribunal Supremo a César Strawberry parece retrógrada y de otro tiempo, pero en realidad es moderna y rabiosamente contemporánea. Quien se ha quedado obsoleto es el condenado, que se mueve aún en los códigos de la primacía de la libertad de expresión sobre el derecho a la ofensa. Hace tiempo que el segundo venció al primero, y su victoria es tan grande que se impone a la voluntad de los ofendidos a ofenderse. No importa que el sujeto de la ofensa decida no darse por ofendido: el Estado se ofende de oficio por él. La sociedad entera se ofende de oficio.
César Strawberry no está solo en su obsolescencia. El magistrado Perfecto Andrés Ibáñez, al emitir un voto discrepante, se sitúa también en ese pretérito, cuando decir burradas no era delictivo ni merecía mayor reacción que un gesto de escándalo o un ceño fruncido. A Perfecto Andrés Ibáñez no le hacen gracia los tuits de Strawberry. Es más, en su voto deja entrever que le parecen tuits propios de un gilipollas pero, según sus vastos conocimientos jurídicos, ser gilipollas no es un delito. O no debiera serlo, apunta el magistrado (y, con él, la nieta de Carrero Blanco), pero eso lo dice porque está fuera de su tiempo. No se ha enterado de que, en el siglo XXI, proteger la ofensa importa mucho más que la libertad de expresión.
Paradójicamente, esta salida de pata de banco, este absurdo enorme de condenar a gente por unos tuits, puede que sea más un efecto no deseado de una hipersensibilidad democrática que de un impulso autoritario. Tiene que ver con la empatía hacia los sufrientes, con cómo ha cambiado en las últimas décadas la percepción de los colectivos vulnerables y la voluntad de eliminar del discurso público cualquier expresión agresiva contra ellos. Cuando la sociedad hiperprotege, es cuestión de tiempo que los tribunales (que están compuestos por personas influidas por el espíritu de su tiempo) hagan lo que creen que la sociedad quiere que hagan. Un magistrado del Supremo no firma en change.org ni llama al boicot de nadie. Un magistrado del Supremo saca el mazo y te manda a la cárcel.
La histeria de los vigilantes del lenguaje (ya sean funcionarios del Estado o turbas furiosas que se inflaman en las redes sociales) amenaza con asfixiar el discurso y hacer que muchos tengan miedo a usar las palabras, como ya sucede en ciertos ambientes sociales de Estados Unidos, como la universidad, donde un chiste inoportuno puede hundir la carrera de un premio Nobel, pero es importante percibir que se trata de un rasgo contemporáneo y no una involución hacia otras censuras tradicionales. Un rasgo que procede de los movimientos por los derechos civiles. Es decir, que se ejerce en nombre de la protección del débil y el sufriente y tiene que ver con lo que el psicólogo Steven Pinker llama la ampliación de los círculos de empatía. Pinker defiende que es un precio que pagamos a cambio de vivir en una sociedad más abierta y comprensiva con el otro. Y, aunque estoy seguro de que a César Strawberry no le consolará esta explicación ni justifica la saña extemporánea de los magistrados que lo han condenado, algo de razón tiene.
¿Cómo superar esta paradoja? ¿Cómo podemos compaginar la vida en una sociedad donde se respete y valore el dolor ajeno y se garantice a la vez la libertad de expresión de quien decide ofender a quien quiere? Probablemente, escuchando a los supuestos ofendidos, que suelen mostrarse muchísimo más razonables y ajenos a la histeria ambiental. Escuchando a Eduardo Madina, a Irene Villa y a la nieta de Carrero Blanco, que entienden, como lo entiende el magistrado discrepante, que no ha lugar a la criminalización de ningún discurso, y que la libertad de expresión se defiende de verdad cuando se es capaz de defender expresiones con las que no se está de acuerdo o que son “inaceptables” (Perfecto Andrés Ibáñez dixit) para la propia sensibilidad o directamente hirientes o estúpidas.
Pero esto sucede porque Madina, Villa y la nieta de Carrero Blanco se expresan con individualidad y cercanía, y la histeria no funciona en ese nivel. La histeria requiere un púlpito y un megáfono. En el momento en el que quien grita en la tribuna baja de ella y se toma un café con nosotros en la barra, no puede seguir gritando. La conversación desactiva la soflama. Tenemos que bajar el discurso público al tono de una conversación para poder entendernos bien.
Mientras eso no suceda, vendrán otros Strawberry. Aún nos quedan unas cuantas condenas por ofensas denunciadas de oficio. Esto no ha hecho más que empezar.
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Sergio del Molino
Juntaletras. Autor de 'La mirada de los peces' y 'La España vacía'.
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