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Barracones del centro de concentración para residentes de ascendencia japonesa de Manzanar, California. Marzo de 1942.
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Hiroshi Bill Shishima nació en Los Ángeles en 1930, en el seno de una familia de inmigrantes japoneses. Su padre regentaba El Mercado Plaza –una tienda de alimentación– y el Plaza Hotel, en los que la clientela era predominantemente mexicana. Era arquitecto graduado por la Universidad de Southern California, pero la Gran Depresión y el ser asiático en una América racialmente segregada hicieron imposible que encontrara un trabajo acorde con su nivel de estudios. Bill tenía 11 años cuando el Gobierno de Estados Unidos les obligó, a él y a su familia, a abandonar su hogar y a desplazarse a un campo de internamiento.
El 7 de diciembre de 1941, la aviación japonesa bombardeó la base militar de Pearl Harbor, en Hawaii, sin una declaración previa de guerra. Estados Unidos entraba en la Segunda Guerra Mundial, al mismo tiempo que criminalizó a la población de ascendencia japonesa residente en el país simplemente por parecerse al enemigo.
Inmediatamente después del bombardeo, el Gobierno decretó un toque de queda para los ciudadanos de ascendencia japonesa residentes en la costa Oeste –donde vivían la mayoría, además de en Hawaii— que les impedía alejarse más de 5 millas de su lugar de residencia y estar en la calle entre las 7 pm y las 6 am.
El 19 de febrero de 1942, hace exactamente 75 años, el presidente Franklin Delano Roosevelt firmó la orden ejecutiva 9066, que autorizaba al secretario de Guerra y a los comandantes a delimitar zonas de exclusión y de restricción con el fin de proteger los recursos militares. El decreto no mencionaba a los japoneses-americanos específicamente, pero brindó el marco legal necesario al general John L. DeWitt, un segregacionista sureño responsable del Comando de Defensa del Oeste, para encarcelar masivamente a más de 120.000 personas de ascendencia japonesa sin un juicio previo y retenerlas en campos de concentración hasta prácticamente el final de la guerra.
La movilización, que el Gobierno en todo momento presentó como "voluntaria", sólo lo fue las seis primeras semanas. Después, todo el mundo fue obligado a ir a los campos. "A las familias les llegaba una citación, sólo podían llevar una maleta y les daban un número que debían poner en su equipaje", indica Roy Sakamoto, docente voluntario del Museo Nacional de Japoneses Americanos. El resto de sus pertenencias las tuvieron que malvender: no tardaron en aparecer los oportunistas que sabían las condiciones y la prisa con la que tenían que abandonar sus hogares.
"A las familias les llegaba una citación, sólo podían llevar una maleta y les daban un número que debían poner en su equipaje"
Unas 5.000 personas sí decidieron emigrar de la costa Oeste y asentarse, aunque fuera temporalmente, en el interior. Entre ellos, la familia de la mujer de Sakamoto. “Tenían parientes en Utah y se pudieron instalar ahí. Pero la mayoría no tenían familia fuera de la costa Oeste, y sabían que no serían bien recibidos en los otros Estados, que ya habían dicho que no querían japs, ¿así que dónde iban a ir?”, explica este voluntario.
A la familia de Shishima le llegó la orden de exclusión con fecha de 3 de mayo de 1942. “Después de registrarnos en la iglesia, cogimos un autobús hacia Arcadia, California, donde se encontraba el Hipódromo de Santa Anita”, explica. “Mis padres, mis hermanos y yo tuvimos suerte porque vivíamos en el aparcamiento. Mis abuelos, que residían en San Diego pero también les tocó Santa Anita, dormían en un establo, y era horrible porque, por más que lo limpiaran, no conseguían quitar el olor a heces”. En el espacio que normalmente ocupaba un caballo podían hacinarse hasta cinco personas, sin ningún tipo de privacidad.
Santa Anita fue uno de los 17 campos temporales que se establecieron mientras se acababan de constituir los campos permanentes, que fueron en total 10 divididos en siete Estados: California (2), Arizona (2), Arkansas (2), Idaho (1), Wyoming (1), Utah (1) y Colorado (1). A los primeros, el Gobierno los llamaba assembly centers (centros de reunión) y a los segundos, war relocation centers (centros de reubicación por la guerra). “Roosevelt nos llamó enemy alien (extranjeros enemigos) y aquello eran campos de concentración”, puntualiza Shishima. De hecho, para no abandonar la semántica de los eufemismos, el Gobierno se refería a quienes tenían ciudadanía estadounidense como non-alien (no extranjeros).
Además de los campos, había otras 40 cárceles pequeñas (13 en Hawaii y 30 en el continente), gestionadas por el Departamento de Justicia o el Departamento de Estado, en las que fueron encarceladas aquellas personas que el FBI tenía fichadas como “líderes comunitarios” en listas categorizadas como A, B y C: en la A estaban los sujetos que se consideraban más peligrosos (líderes empresariales u otros líderes comunitarios que seguían teniendo vínculos con Japón, sobre todo económicos); en la B estaban los que eran extranjeros ligeramente menos sospechosos, que no tenían un papel predominante en la comunidad, pero sí ejercían cierta influencia; en la C entraban los sacerdotes, monjes budistas, entrenadores de béisbol y judo o cualquiera que mostrara cualquier tipo de capacidad de liderazgo en las capas más elementales de la sociedad.
“El mismo día del ataque a Pearl Harbor empezaron los arrestos, y en pocos días, cientos de personas fueron encarceladas. En unos meses, la cifra ascendió a 7.000 personas. El FBI llevaba elaborando estas listas desde finales de los años 1930, porque las relaciones con Japón se estaban tensando”, explica Sakamoto.
Como ciudadanos, no podían ser tratados como prisioneros de guerra, así que el trato que recibían era parecido al de los refugiados
El 90% de los arrestados en las cárceles pequeñas eran issei, primera generación de inmigrantes japoneses. Como tales, en las cárceles recibían tratamiento de prisioneros de guerra, regido por la Convención de Ginebra. Sin embargo, en los campos de concentración dos terceras partes de los internos eran nisei (segunda generación, hijos de los issei) o sansei (tercera): ciudadanos estadounidenses que lo eran por nacimiento. Como ciudadanos, no podían ser tratados como prisioneros de guerra, así que el trato que recibían era parecido al de los refugiados.
En este sentido, cabe señalar que los japoneses no fueron inmigrantes elegibles para la ciudadanía estadounidense hasta 1952. California, el Estado con la mayor población de esta comunidad –Hawaii aún no tenía la categoría de Estado, sino de territorio— fue de los primeros en promulgar que los inmigrantes no elegibles para la ciudadanía tampoco tenían derecho a ser propietarios de inmuebles. Y, como el resto de minorías étnicas, tenían prohibidos en muchos Estados casarse con alguien de raza blanca. Una prohibición que duró hasta que una sentencia del Tribunal Supremo [Loving c. el Estado de Virginia] de 1967 dictaminó que era inconstitucional.
La vida en el campo
En el Museo Nacional de Japoneses Americanos de Los Ángeles se puede ver una reproducción de las barracas que se utilizaron en los campos, aunque sin alambre de espino y sin muebles en el interior, lo cual confiere una falsa imagen de amplitud. “Una barraca de 36 metros de largo por seis de ancho, dividida en seis habitaciones, se montaba por partes y en menos de una hora la tenían acabada. Quienes la montaban no se preocupaban por la calidad del resultado porque, total, ellos no tenían que vivir ahí y cobraban igual”, explica Sakamoto, cuya familia vivió en el campo de Tule Lake, el más grande, con una población de 19.000 personas, aunque él nació después de su cierre.
En el interior de la barraca se amontonaban camas, sillas, tal vez una mesa, iluminadas por la luz de una sola bombilla. Era fácil que el viento y el frío, que en los días más duros del invierno de Wyoming podía llegar a estar a 30 grados bajo cero, se colaran por los tablones de las paredes y los techos, que no tenían ningún tipo de protección.
De los 120.313 japoneses encarcelados, 1.866 murieron en los campos: cuatro de ellos a manos del ejército estadounidense. El resto osciló entre causas naturales (los campos se encontraban en zonas frías y áridas) suicidios y “accidentes” u “otros”, una etiqueta bajo la que, según John Howard, catedrático de Historia del King’s College de Londres, la War Relocation Authority (WRA) subestimó el número de suicidios. “Se tenían que entregar los certificados de defunción, pero eran reticentes a anotar el suicidio como causa de la muerte. En los periódicos que se publicaban en los campos, los periodistas japoneses americanos, que trabajaban sobre todo para la Administración, rehusaban dar la cobertura merecida a los suicidios, y hubo casos en los que era un acto claro de rechazo a la encarcelación”, señala este experto, autor del libro Concentration Camps On The Home Front. Entre ellos, su libro recoge el de John Yoshida, de 22 años, quien tras dejar una nota de suicidio puso la cabeza en las vías del tren para que éste le decapitara a su paso. También se catalogaban como accidentes muertes que eran consecuencia de la acción (o inacción) de la WRA, como por ejemplo que algún interno muriera aplastado por un árbol cuando lo talaba para utilizarlo como combustible ya que las autoridades no se lo proporcionaba.
“Los guardias se supone que estaban ahí para protegernos, pero las ametralladoras de las torres de vigilancia apuntaban hacia el interior del campo”, recuerda Shishima, que después del hipódromo de Santa Anita fue enviado con su familia al campo de Heart Mountain, Wyoming. “No teníamos privacidad, las duchas eran conjuntas, con muy poco espacio, y en los baños de caballeros ni siquiera tenías una separación con la persona de al lado para hacer tus necesidades”, explica.
“Aun así, como niño, la vida en el campo era en cierto modo divertida porque había una gran organización de boy scouts con la que siempre hacíamos actividades, nos mantenía apartados de los problemas, nos permitía conocer a niños de otras partes del campo y hasta obteníamos permisos para salir de excursión más allá de los límites del campo y acampar fuera”, evoca Shishima. “Además, nunca habíamos visto la nieve y fue la primera vez que pudimos hacer guerras con bolas de nieve”.
De los 120.313 japoneses encarcelados, 1.866 murieron en los campos: cuatro de ellos a manos del ejército estadounidense
Si bien había colegios en los campos, la falta de libros de texto dificultaba o incluso imposibilitaba seguir el ritmo habitual del curso. La falta de profesores cualificados en el campo obligó al Gobierno a contratar a profesores caucásicos con un sueldo de 2.000 dólares anuales, muy por encima de lo que cobrarían dando clase en cualquier otra escuela elemental. A cambio, tenían que aguantar reproches por parte de la población blanca que les recriminaba ser jap lovers (amantes de los “japos”).
Para los adultos, la vida en el campo, con todos sus contras (empezando por la privación de libertad) presentaba algunos aspectos positivos: “Los adultos de muchas familias tenían que trabajar seis o siete días a la semana para mantener a su familia. En el campo podían trabajar, con salarios que oscilaban entre los 12 y los 19 dólares mensuales (el soldado con rango más bajo cobraba 21 dólares al mes), pero no tenían obligación, tenían tres comidas al día garantizadas y todo el tiempo del mundo para dedicar al ocio que podían encontrar en el interior del recinto: cursos de inglés, de japonés, de ornamentación floral…”, recuerda Shishima.
Howard señala que aumentó la participación en la fuerza laboral de las mujeres, quienes disfrutaron de la misma retribución que sus compañeros de trabajo.
EL 442º REGIMIENTO DE INFANTERÍA
Shishima recuerda que, en 1943, a los mayores de 17 años se les pasó un cuestionario de “lealtad”. “Había dos preguntas muy controvertidas. La 27 te preguntaba si deseabas combatir por los Estados Unidos de América, así que quienes tenían 17 años y no habían acabado aún el instituto, no tenían muy claro si, en caso de responder afirmativamente, el Gobierno les permitiría finalizar sus estudios o si serían movilizados inmediatamente. La 28, aún más delicada, preguntaba si “estabas dispuesto a renunciar a tu lealtad al emperador de Japón y ser leal a Estados Unidos. ¿Qué pasaba con quienes, como mi padre, no eran elegibles para la ciudadanía estadounidense? Si renunciaban a la japonesa, se convertían en apátridas”, razona. En 1944, el Gobierno aprobó una ley en la que señalaba que, en tiempo de guerra, era posible renunciar a la ciudadanía estadounidense. Las condiciones en el campo de Tule Lake eran tan malas que el 70% de los internos con ciudadanía, 5.400 personas, renunció. Entre ellas, la madre de Sakamoto. En total, 4.724 personas fueron deportadas a Japón durante la guerra.
Por otra parte, al inicio de la II Guerra Mundial, EEUU no permitió que sus ciudadanos con ascendencia japonesa se alistaran como voluntarios para combatir. Sin embargo, en 1943 el Gobierno fue a buscar voluntarios a los propios campos de concentración. Hasta 2.355 personas (mayoritariamente hombres) abandonaron el campo para alistarse en el Ejército.
Hasta 2.355 personas abandonaron el campo de concentración para alistarse en el Ejército
El 442º Regimiento de Infantería, en el que sirvieron 14.000 soldados, principalmente estadounidenses de ascendencia japonesa, que lucharon en Italia, el sur de Francia y Alemania, ha sido el batallón más condecorado de la historia militar de Estados Unidos teniendo en cuenta su dimensión y tiempo de combate. “En el Pacífico también participaron japoneses americanos, aunque no en el campo de batalla por razones obvias”, señala Sakamoto. Según el general Douglas Macarthur, al frente de las Fuerzas Aliadas en el Pacífico Sur, la participación de los nisei en los servicios de inteligencia acortó la duración de la guerra en dos años y ahorró hasta un millón de muertes.
Además de internos del campo, el regimiento lo formaban nisei de Hawaii, que no llevó a cabo una encarcelación masiva como la que se vivió en el continente gracias a la intervención de Delos Carleton Emmon, comandante militar en el archipiélago. Emmon defendió primero que no había motivos para encarcelar a japoneses americanos en Hawaii ya que eran americanos leales. Una operación semejante hubiera supuesto encarcelar a 180.000 personas o, lo que es lo mismo, el 40% de la población de la isla, lo que, además de un dilema moral, habría significado una ruina económica. Posteriormente, el comandante convenció a sus superiores de que no prohibieran la participación de los nisei en el ejército.
Cierre de los campos
Al Tribunal Supremo llegaron cuatro casos de ciudadanos de ascendencia japonesa relacionados con los campos de internamiento y el toque de queda. Dos casos trataban el toque de queda, uno la movilización forzosa y otro el encarcelamiento en sí. En los tres primeros casos, el Supremo determinó que habían sido actuaciones constitucionales debido a la necesidad militar. En el cuarto caso, de una persona que denunciaba que estaba siendo retenida sin juicio previo, el Supremo falló a su favor. “Era diciembre de 1944, quedaban 8 meses de guerra, pero empezaba a ser bastante evidente que se iba a ganar, así que decidieron el caso sobre una cuestión técnica”, indica Sakamoto. De hecho, anticipando el fallo del tribunal, que iba a hacerse público el 18 de diciembre, el día antes la WRA anunció el cierre de los campos.
Para los issei, el cierre de los campos y el verse forzados al exterior reavivó todos sus miedos: volver a empezar de cero en un ambiente hostil, racista, y en el que tanto la vivienda como los trabajos escaseaban, al mismo tiempo que regresaban los veteranos de la IIGM, también buscando trabajo y casa. El gobierno proporcionaba a cada persona un billete de autobús (en los primeros meses, adonde quisieran; a los que tardaron más en decidirse, les eligieron el destino) y 25 dólares, que equivaldrían a unos 300 en la actualidad. “Mi padre tenía casi 50 años y cinco hijos que mantener. La idea de salir del campo le asustaba”, recuerda Shishima.
“Mi padre tenía casi 50 años y cinco hijos que mantener. La idea de salir del campo le asustaba”
A mediados de los años 1960, el periodista del New York Times William Petersen acuñó el término model minority (minoría ejemplar) para referirse al éxito económico de los japoneses americanos. “Creo que este grupo se convirtió en minoría ejemplar por el gran patriotismo de los nisei en términos generales. Además, la alta participación de la mujer en la fuerza laboral en los campos se prolongó fuera de ellos, lo que hizo que los hogares tuvieran dos sueldos, y eso les permitió no sólo recuperarse económicamente de las graves pérdidas sufridas, sino que su progresión económica tras la guerra fue notoria. Y, por supuesto, ocupaban un terreno medio en el ámbito racial. En los campos, la WRA se empleó a fondo en asegurarse de que los japoneses americanos aspirarían a la blanquedad”, señala Howard.
Aunque no todos lo consiguieron, claro. En su libro, este catedrático explica el caso de Julia Dakuzaku, una veinteañera que tras salir del campo y buscar trabajo en todas partes, aceptando turnos de noche porque los dueños no querían que los clientes la vieran, acabó suicidándose.
No fue hasta 1988, y después de una larga lucha de los colectivos interesados, cuando un presidente, el republicano Ronald Reagan, firmó la ley de derechos civiles en la que se reconoce el error del Gobierno estadounidense. Su sucesor, George W. Bush padre, firmó las cartas en las que pedía disculpas a los afectados, que recibieron un pago de 25.000 dólares, un reconocimiento y no una compensación, ya que la cifra habría sido mucho mayor. Los requisitos para cobrar esa cantidad eran haber estado interno en alguno de los campos y seguir vivo cuando se aprobó, en un intento de limitar las reivindicaciones de otras minorías, principalmente de la comunidad afroamericana.
“A los japoneses se les presentaba constantemente como la peor clase subhumana. Tienes que deshumanizar a las personas para poder exterminarlas”
En los años 1980 se encontró también un borrador del informe que el general DeWitt debía presentar a la Administración para justificar lo que sucedería con esa parte de la población, en el que se hacía notar que las acusaciones de espionaje y sabotaje contra los japoneses americanos eran infundadas. Comentarios en los márgenes que desaparecieron del informe que se presentó finalmente. “El personal del general DeWitt ignoró esas observaciones porque necesitaban alguna lógica para justificar lo que iban a hacer”, afirma Sakamoto.
“La encarcelación de los japoneses americanos pivota tanto sobre Pearl Harbor como sobre Hiroshima. Pearl Harbor se suele ofrecer como la forma de entender la prisa por la encarcelación masiva. Yo creo que una historia más prolongada de sentimiento antiasiático en Estados Unidos explica de qué forma los prejuicios, el odio, y el racismo permitieron crear un entorno para la encarcelación”, explica Howard. Este historiador defiende también que el lanzamiento de las bombas nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki no se puede entender sin el componente de superioridad racial, sin el torrente de propaganda racista mientras duró la guerra. “A los japoneses se les presentaba constantemente como la peor clase subhumana. Tienes que deshumanizar a las personas para poder exterminarlas”, señala.
Autor >
Irene G. Pérez
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