David Jorge / Historiador
“La Segunda Guerra Mundial comenzó en España en 1936”
Sebastiaan Faber 21/12/2016
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¿Cómo pudo la comunidad internacional traicionar sus propios principios y, con ellos, a la Segunda República Española cuando, en el verano de 1936, tuvo que afrontar un golpe de Estado? Es la pregunta que se plantea el historiador David Jorge (Lugo, 1987) en Inseguridad colectiva. La Sociedad de Naciones, la Guerra de España y el fin de la paz mundial, que acaba de publicar Tirant Humanidades, con prólogo de Ángel Viñas. El libro hace un minucioso repaso a los esfuerzos diplomáticos de la República en Ginebra, donde la Sociedad de Naciones tenía su sede.
Fue una labor frenética pero en vano: la organización multilateral —ideada después de la Primera Guerra Mundial por el presidente Wilson de Estados Unidos— ignoró sus propios estatutos, además del Derecho Internacional de la época, al dejar que la República española se quedara indefensa ante el ataque de parte de su propio ejército, apoyado por la Alemania nazi y la Italia fascista. En los tres años que siguieron —escribe Jorge— la sociedad “se vio arrinconada a desempeñar un papel puramente marginal en beneficio de una creación ad hoc como fue el Comité de No Intervención”. Este Comité impidió no sólo que las democracias occidentales asistieran a la República en su lucha a muerte contra el fascismo internacional, sino que impidió que ésta se abasteciese con normalidad de armas en el mercado internacional, tal y como le correspondía en calidad de gobierno legítimamente constituido y reconocido.
En el caso de España, la denominación “guerra civil” no es nada anecdótica. Responde a intereses muy determinados. Especialmente en el caso británico
En su libro, rechaza el término de “guerra civil española” por “inexacto, reduccionista y excluyente”.
Yo defiendo el término “Guerra de España”, que es más incluyente. No descarta en ningún momento el hecho de que también hubiese una guerra civil, que evidentemente la hubo. Pero sí deja lugar a la comprensión del hecho más que evidente de que la dimensión internacional fue clave en todas las fases del conflicto: en el golpe de Estado, en la consolidación del golpe en guerra, en el desarrollo de la guerra, en su resultado final e incluso en el mantenimiento de Franco en el poder después del fin de la Segunda Guerra Mundial. En todos estos momentos, la dimensión internacional fue absolutamente decisiva. No se puede, por tanto, reducir el conflicto a una mera guerra civil. A fin de cuentas, hablamos comúnmente de las guerras de Corea, de Vietnam, de Irak o de Siria, cuando en dichos casos es obvio que también hubo un importante elemento de enfrentamiento civil. Ahora bien, en el caso de España, la denominación “guerra civil” no es nada anecdótica. Responde a intereses muy determinados. Especialmente en el caso británico.
¿Qué intereses?
Concretamente, fueron tres. Primero, preservar los intereses económicos y geoestratégicos del Imperio Británico, como en Riotinto, Gibraltar y Baleares. Segundo, según avanza la guerra, a Londres le interesa justificar la No Intervención. Quiso venderla como un éxito alegando que había logrado limitar el conflicto, a pesar de ser internacional, a las fronteras españolas. Terminada la Segunda Guerra Mundial, finalmente, fue cuando más se enfatizó la idea de la Spanish Civil War. Servía perfectamente para separar la guerra española de la mundial y, así, justificar que los Aliados no procedieran a liberar la España de Franco después de hacer lo propio con Italia, Alemania y Japón.
Servía perfectamente para separar la guerra española de la mundial y, así, justificar que los Aliados no procedieran a liberar la España de Franco después de Italia, Alemania y Japón
Un tema relacionado con la cuestión terminológica es la cronología de la Segunda Guerra Mundial, que es mucho menos obvia de lo que se piensa. De hecho, yo defiendo lo racional de considerar que la Segunda Guerra comienza en España en julio del 36, dadas las enormes implicaciones internacionales en el conflicto. Así lo consideraron no pocos contemporáneos a los hechos, como se recoge en el libro. Más que un prólogo a la guerra mundial, papel que corresponde a Etiopía, España fue directamente su primera fase. Así como otro de sus primeros capítulos lo fue, por cierto, la guerra entre China y Japón que estalla en 1937, y que también suele quedar relegada, cuando no olvidada. La historiografía occidental, en cambio, ha tendido a adoptar la cronología que más le convino al Gobierno británico, según la cual la Guerra Mundial comienza con la invasión de Polonia en septiembre de 1939. Ésa puede ser la perspectiva franco-británica, que declaran formalmente entonces la guerra a Hitler, pero no es la cronología bélica aplicable a la Unión Soviética, China, Japón, Alemania, Italia o los Estados Unidos. Tampoco sirve, claro está, para los combatientes en España: ni para los republicanos que siguieron luchando contra Hitler en la Resistencia francesa, ni para los franquistas que combatieron en el frente del Este integrados en la División Azul, ni para los extranjeros implicados en ambos lados.
Sorprende el papel que asigna usted en la promoción de la guerra española como “guerra civil” a autores anglosajones como Gerald Brenan. Es común pensar en el aporte de los historiadores británicos y norteamericanos como un contrapeso más científico, equilibrado, a los relatos ideológicos de la España franquista o los relatos igual de parciales del exilio republicano. Pero parece que todos coincidieron en menoscabar la dimensión internacional de la guerra.
Bueno, en realidad la historiografía franquista sí le reconoció un componente internacional a la guerra. Lo que ocurre es que era completamente falso. En un ejercicio de ahistoricismo espectacular, se alegaba que se había hecho la guerra en contra del comunismo internacional porque España estaba en vísperas de convertirse en una república soviética más o, como mínimo, en un país satélite de Moscú. Pero es verdad que los hispanistas que a partir de los años 50 y 60 empezaron a dar una versión más equilibrada de la guerra tampoco incidieron demasiado en su dimensión internacional.
En un ejercicio de ahistoricismo espectacular, se alegaba que se había hecho la guerra en contra del comunismo internacional porque España estaba en vísperas de convertirse en una república soviética
Es más, me parece que muchos hispanistas no enfatizan lo suficiente el hecho de que la ayuda soviética a la República es muy posterior no sólo a la intervención italiana y alemana, sino también a la propia política de No Intervención. No hay que olvidar que la República a quien acude primero es a Francia y a Inglaterra. No es hasta septiembre que Stalin decide intervenir en España, y las primeras armas no llegan hasta octubre. La No Intervención, en cambio, se plasma el 1 de agosto. Estas fechas no son nada triviales. Matizan la idea, tan común, de que “los dos bandos recibieron ayuda internacional tras acudir ambos a las potencias totalitarias”. Ese relato de la equidistancia es reduccionista y falsea la reconstrucción de los hechos.
Su libro aspira a superar la distorsión impuesta por los paradigmas anticomunistas de la Guerra Fría, que incidieron tanto en la historiografía franquista como entre los propios republicanos y sus afines.
Sí, sigue siendo curioso ver cómo gente que vivió la guerra en España, como Julián Gorkin o Luis Araquistáin, la reinterpretan a posteriori según los parámetros de la Guerra Fría. El de Araquistáin es un caso de estudio. Sin ir más lejos, fue el principal responsable de la distorsión de la imagen de su correligionario socialista y concuñado, Julio Álvarez del Vayo. Pero Vayo fue una de las caras más visibles de la República en el escenario internacional, con diferencia, y la documentación de la época no le revela en ningún momento ni como un idiota ni como un títere, como se le ha pintado. Era un hombre capaz y realizó una labor más que digna durante toda la guerra; además de ser políglota, como Negrín, una rareza para la época y que le ayudó de cara a su papel en el exterior. Fuera de España era muy respetado.
Si su libro restituye la figura de Álvarez del Vayo, no ocurre lo mismo con Salvador de Madariaga, quien queda bastante peor parado.
Yo separo al Madariaga de 1931-33—el llamado el Don Quijote de la Manchuria, por la defensa que hace de China ante el ataque japonés— del Madariaga posterior. El primero sitúa la República española en la primera línea de la diplomacia europea, dándole una dignidad a la política exterior de España que no había tenido hasta entonces. El Madariaga de aquel momento creía profundamente en el modelo multilateral y de seguridad colectiva que representaba la Sociedad de Naciones. Pero pronto ese Madariaga irá desencantándose, frustrándose con la debilidad de Ginebra. Ya para 1935, cuando Italia invade Etiopía, opta por inclinarse hacia una actitud de contemporizar con el agresor; es decir, abraza el appeasement británico. Cuando el mexicano Bassols le calificó de “venal testaferro inglés” no iba desencaminado.
El Madariaga de aquel momento creía profundamente en el modelo multilateral y de seguridad colectiva que representaba la Sociedad de Naciones
Y una vez estallada la guerra en España, empieza a socavar la causa republicana.
Madariaga perjudicó muchísimo a la República. A partir de 1936 se aprovecha de sus excelentes conexiones con el Foreign Office y la tribuna que le proporciona el Times de Londres; y no para ayudar a la República, sino todo lo contrario. De hecho, Madariaga es pionero en la idea que concibe pensar en los dos bandos enfrentados en España en términos de equidistancia. Y, claro, esa idea encaja muy bien con los intereses del Gobierno británico. Pero el hecho de que alguien como Madariaga, que había sido durante años el rostro internacional de España, refuerce los prejuicios británicos sobre el pueblo español como un pueblo sin remedio, un pueblo sanguinario que tiende a matarse, resulta letal. Ayudó a justificar la No Intervención. En el libro rescato dos cartas que escribe Madariaga, el mismo día de julio del 37, una a Franco y otra a Azaña. Hace un llamamiento para que se ponga fin a la guerra, al mismo tiempo que intenta levantarse él como representante de una tercera España. Se veía como una figura que estaba por encima de los bandos, representando la sensatez.
¿De qué nace ese impulso de Madariaga?
Por un lado, de la vanidad; por otro, del resentimiento. Cree que la República ha sido ingrata con él, que no ha sabido valorarlo en su justa medida. Aunque nunca lo dijera así, se deduce que pensaba que si la República estaba condenada a acabar mal fue porque no valoraba a personas como él. Por otra parte, también hay que decir que desde el primer momento le repugna el bando franquista.
¿Qué significa abordar, hoy, la guerra de España como historiador? En el libro escribe que, gracias al franquismo, “la labor académica relativa a los años treinta del pasado siglo no se ha podido desarrollar con la normalidad científica que requiere la historiografía”. ¿Hasta qué punto sigue existiendo esa anomalía?
Aunque ha habido muchos avances en los últimos 15 o 20 años, me temo que sigue existiendo. Es anómalo, por ejemplo, que siga siendo menester tratar la guerra desde la equidistancia. Parece que para hacer un relato académico serio sobre el tema en España hay que empezar señalando siempre que en los dos lados hubo barbaridades. Eso es algo evidente, la desgracia que implica toda guerra; y de ahí las responsabilidades de quienes las provocan. Pero nadie empieza un libro sobre la Segunda Guerra Mundial hablando de la barbaridad de Hiroshima y Nagasaki, de los bombardeos que se ensañaron con Dresde o de las violaciones que sufrieron las mujeres alemanas. En el caso español, en cambio, parece que hay que empezar todos los relatos sobre la guerra haciendo catarsis con Paracuellos.
Parece que para hacer un relato académico serio sobre el tema en España hay que empezar señalando siempre que en los dos lados hubo barbaridades
Esta anomalía, ¿cuánto tiene que ver con otras anomalías institucionales, por ejemplo, el pobre acceso que existe en España a los archivos pertinentes? “Hoy resulta más difícil investigar algunos aspectos de la guerra y el franquismo que hace veinte o treinta años”, escribían usted y Carlos Sanz en CTXT este verano; “fondos antes abiertos están ahora sellados a cal y canto, y los poderes públicos parecen empeñados en mantener a sus ciudadanos, en relación con la libre investigación del pasado, en una minoría de edad perpetua”.
Es verdaderamente preocupante que España sea una anomalía a nivel mundial en lo que respecta a los archivos. Está claro que lo que se quiere imponer es la idea de pasar página. “¿Por qué esa obsesión con el pasado?”, se dice. “Hay que mirar al futuro”. Además, creo que hay una relación directa entre la falta de asunción del pasado y la insensibilidad hacia la labor del historiador.
¿Cuánta culpa tiene la propia universidad española en este sentido? Estos días se habla mucho del caso del rector de la Rey Juan Carlos, que parece haber subido el escalafón mediante una combinación de nepotismo y plagios masivos. Y ese señor es —o se considera— historiador académico…
El tema del plagio se comenta por sí mismo. Refleja las malas prácticas en los filtros: la existencia de intereses que hacen que estos no se apliquen. También es evidente que la universidad española tiene un problema más general, que tiene que ver con una tradición nacional que se expresa en cierto desprecio por el conocimiento, en una falta de sensibilidad ante lo que representa ser un académico y en una falta de comprensión acerca de la importancia de la universidad para el desarrollo de un país. Mayoritariamente se concibe la universidad como un medio por el cual encontrar un trabajo en el campo que a uno le interesa más, pero no hay una sensibilización extendida en torno al significado de la universidad a nivel colectivo. En mi opinión, uno de los grandes problemas de España es que hay una enorme falta de compromiso intergeneracional. La crisis actual es también, en una medida determinante, una crisis generacional.
Se concibe la universidad como un medio por el cual encontrar un trabajo en el campo que a uno le interesa más, pero no hay una sensibilización extendida en torno al significado de la universidad a nivel colectivo
Hablando de generaciones, usted nace a finales de los 80. Pertenece por tanto a una tanda de investigadores que, junto con la que les precede, sufre una paradoja. Por un lado, es quizá la generación mejor formada de la historia española, gracias también a su amplia experiencia internacional. Por otro, se ve obligada, o bien a hacerse un hueco en una estructura institucional anticuada, endogámica y aquejada de malas prácticas heredadas de la dictadura, o bien a buscarse la vida en el extranjero.
Obviamente, es un deber generacional luchar contra esas inercias que llevan tanto tiempo limitando el mundo académico español y, más concretamente, la investigación. Tiene que haber un compromiso interiorizado para que, cuando se produce ese relevo en los puestos académicos, no se repitan esas malas prácticas. Es una cuestión de ética. Por otra parte, estoy convencido de que es posible reformar la universidad española. No digo a corto plazo. Pero en el medio o largo plazo hay esperanzas. Hay elementos que permiten el optimismo: el compromiso y la vitalidad de los estudiantes, profesores que sí son conscientes de los problemas y están comprometidos en su solución… Y estoy hablando de un porcentaje significativo, no de casos marginales.
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Sebastiaan Faber
Profesor de Estudios Hispánicos en Oberlin College. Es autor de numerosos libros, el último de ellos 'Exhuming Franco: Spain's second transition'
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