Las violencias de la cultura patriarcal
El poder de (in)visibilizar
Ana Maria Ioanas 8/03/2017
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¿Sabríais decir nombres de científicas sin tener que consultarlo? ¿Y de grandes pensadoras, filósofas, periodistas, catedráticas, escritoras, historiadoras, economistas, sociólogas, sufragistas, politólogas, políticas, presidentas, grandes empresarias, directoras de cine, guionistas, informáticas, ilustradoras, humoristas, deportistas, juezas, premios Nobel, etc.? ¿Sabéis cuántas académicas hay en la RAE? ¿O magistradas en el Tribunal Constitucional? ¿Cuántas mujeres hay en los órganos de decisión de las grandes empresas? ¿Cuántas dirigen medios de comunicación? ¿Y rectoras en las universidades españolas? ¿Cuántas autoras salían en vuestros libros de texto? ¿Cuántas expertas aparecían en el último debate que habéis visto? ¿Cuántas cantantes o grupos formados por mujeres actuaron en el último festival al que habéis asistido? ¿Cuántos libros, artículos... escritos por mujeres habéis leído en los últimos meses?
Ellos han escrito la obra, han dirigido el espectáculo e interpretado el significado de la acción. Se han quedado las partes más interesantes y heroicas
Ellas han sido sistemáticamente olvidadas, silenciadas y ninguneadas en este sistema de dominación y desigualdad, que discrimina a las mujeres en todos los ámbitos de su vida. “Las mujeres no tenían historia, eso se les dijo y eso creyeron”, como sostiene la historiadora Gerda Lerner en La creación del patriarcado, donde explica que vivimos en un escenario en el que la escena ha sido concebida, pintada y definida por los hombres. Ellos han escrito la obra, han dirigido el espectáculo e interpretado el significado de la acción. Se han quedado las partes más interesantes y heroicas, y han dado a las mujeres los papeles secundarios. La desigualdad está dentro de ese escenario, ese marco, y hay que derribarlo.
La cultura –o las culturas, mejor dicho-- es patriarcal, ya que se sustenta en una ideología machista y misógina, fruto de una visión del mundo androcéntrica, centrada y basada en normas masculinas; una mirada que, bajo una pretendida universalidad y objetividad, toma al hombre como medida y patrón de todo, como “superprotagonista”, mientras invisibiliza a la mujeres y, de la misma manera, establece roles y estereotipos de género sexistas, dándoles valor a los que son considerados masculinos y devaluando, por el contrario, los catalogados como femeninos. Y eso repercute en el día a día de las mujeres, en esa falta de reconocimiento y minusvaloración que sufren. Ellos han tenido y siguen teniendo el poder simbólico, el de la palabra para definir, nombrar, (in)visibilizar… ; establecer lo que existe y lo que no, lo “natural” y “normal”, los límites de cada ámbito (¿qué es trabajo?, por ejemplo, ¿y el trabajo doméstico y de cuidados, realizado en su mayoría por mujeres?); conformar y moldear la realidad, en definitiva. Y eso hay que deconstruirlo y reconstruirlo.
La violencia machista no se limita sólo a los golpes, las violaciones, los asesinatos sistémicos... No es sólo aquella violencia física que deja las huellas “visibles”, la expresión más extrema y atroz de las desiguales relaciones de poder: la principal causa de muerte de las mujeres de 15 a 44 años en el mundo, según la ONU. Ésta se nutre de todas esas acciones aparentemente inofensivas, las discriminaciones, desigualdades y violencias cotidianas, y normalizadas histórica, social y culturalmente, que se presentan como “normales” y “naturales”. No se pueden eliminar las expresiones más crueles y violentas sin erradicar las raíces culturales y estructurales que la legitiman, la violenta ideología que la sustenta: el machismo.
La violencia simbólica está arraigada en las costumbres y tradiciones, y sobrevive también en las nuevas normas, leyes o derechos
Las acciones políticas y las leyes son un instrumento esencial para acabar con la inequidad de género, pero no se puede obviar que el político y el jurídico son también ámbitos androcéntricos, sus acciones no son “neutras” ni “inocentes”. La violencia simbólica está arraigada en las costumbres y tradiciones, y sobrevive también en las nuevas normas, leyes o derechos. En los últimos años, el Gobierno español ha recortado un 61% las políticas en materia de igualdad y un 26% la prevención contra la violencia machista (y no olvidemos que la ley, como también señaló la ONU, no cubre todos los supuestos de violencia por razones de género, sólo los relacionados con la violencia en la pareja). La falta de recursos económicos y humanos, y de personal especializado en género a nivel institucional hace que las leyes sean papel mojado. Hay que educar en igualdad, la perspectiva de género debe estar presente en absolutamente todos los espacios. Las mujeres NO son (somos) un “colectivo” o una “minoría” con rasgos específicos que “se desvían” de ese patrón masculino, “lo otro”, las que siempre “marean con sus temas y problemas de mujeres”, sino la mitad de la población (en algunos lugares, incluso más) que vive violentada.
No se trata de un problema de “diferencia”, como se han empeñado en hacernos creer, sino de poder. Un poder que ha sido y sigue siendo masculino, al que se agarran los hombres como si se hubieran untado con pegamento y se resisten a ceder parte de él, no quieren perder sus privilegios ni su poder de decisión, control, dominación; su monopolio de la violencia. Se trata de un poder inscrito en lo simbólico y es aquí donde los medios de comunicación tienen un papel importante: producen y difunden violencia simbólica contra la mujer. Éstos forman parte de las estructuras androcéntricas y su poder socializador así como su importante influencia en la construcción de la realidad y en la formación de la opinión pública refuerzan estereotipos, violencias, roles y contribuyen en el mantenimiento de este sistema de desigualdad. De ahí que necesitemos un periodismo feminista y transformador, la perspectiva de género transversal es una herramienta para analizar la sociedad y dar una visión acorde a la realidad plural en la que vivimos.
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Ana Maria Ioanas
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