Teatro / 'He nacido para verte sonreír'
Te miro. Mírame
Paco Sánchez Múgica Madrid , 15/03/2017
Una escena de He nacido para verte sonreír.
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Cuerpos buscan cuerpos. Suena un bolero de Los Panchos en la vieja radio de la nostalgia. “Sin ti no podré vivir jamás...”. Las miradas se esquivan o se clavan. A veces como si fuesen las de dos animales heridos e indefensos; otras, como si de dos completos desconocidos se tratara. Latigazos verbales, sutiles contactos, violencia flotando en el ambiente, ausencias y presencias, un monólogo entre dos personajes. Una madre presente, un hijo ausente. Una madre deshabitada, un hijo que habita pese a todo. Dos realidades en la misma tarde: esa en la que madre e hijo esperan al padre para que este traslade al segundo a un sanatorio para enfermos mentales. Ya no pueden más. Un esperar a un Godot que tarde o temprano se sabe que llegará. Un diálogo bergmaniano con la muerte para intentar saber qué habrá después. O para huir antes de que ocurra lo que viene: vacío, desesperanza. La letra del bolero resuena en el epicentro de la letanía de una madre-Electra, de un hijo cuyo reino no es de este mundo.
En He nacido para verte sonreír, texto del autor argentino Santiago Loza que ha dirigido con atinada mano Pablo Messiez, Isabel Ordaz y Nacho Sánchez representan un tenso y conmovedor tour de force en el que cada uno logra construir con terrible credibilidad los universos de sus personajes: temporalmente enajenado, como el de la madre; puntualmente lúcido dentro de su trastorno mental, en el caso del hijo. Mostrándolos como otras cosas que no son y que ni ellos mismos conocen. Aunque quizás cada uno conozca mejor al otro de lo que el otro podrá conocerse nunca a sí mismo. “Te miro. Mírame”. Una demanda que recorre la obra de arriba a abajo. Una súplica que verbaliza la madre en diferentes pasajes de la función, pero que evidentemente también la suscribe su hijo aunque no hable.
“A veces como de más por miedo al hambre que viene después. No tolero el hambre”, espeta neurótica la madre al hijo. Masticando un plátano, bajo el tic-tac del reloj inapelable y el molesto ruido del motor del frigorífico, que solo se calla a golpes. Ya solo queda un rato para que aparezca el padre y todo acabe. La cocina del hogar familiar sirve de antesala de la despedida siempre a punto de llegar, por eso quizás ese comer de más para esquivar el hambre que ya se acerca. En el texto de Loza, de profunda simbología y carga poética, se alude a un “lugar neutro”. En la traslación a la tabla de su compatriota Messiez hay colores pastel y un entramado de ramas que envuelven el espacio escénico. Como si se quisiera aislar aún más a los dos personajes. Algo que, en cambio, saca a menudo del meollo del montaje.
El horror vacui escenográfico contrasta con la potencia de los dos intérpretes en el espacio vacío que simbólicamente ocupan y cuyos climas subraya una precisa iluminación que firma Paloma Parra. La que grita desnuda y desesperada sin que nadie la escuche es la madre. El que se mantiene hora y media callado, postrado en su enfermizo e imaginario rincón de pensar, pero repleto de elocuencia en sus gestos, en sus balbuceos, en sus silencios, es el hijo. Protagonistas de un canto común a la perfecta imperfección del amor. “Mírame. Sonreíste. Yo he nacido para verte sonreír. Otros tienen otras misiones en la vida. La mía es esa”, confiesa masticando amargura, entre mística y resignada, una Ordaz enorme. Cuerpos buscan cuerpos. Todo el tiempo. A veces no quieren más que una sonrisa que sirva de bálsamo para digerir la inevitable despedida por venir.
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He nacido para verte sonreír. Dramaturgia: Santiago Loza. Dirección: Pablo Messiez. Intérpretes: Isabel Ordaz, Nacho Sánchez. Producción: Teatro de La Abadía e Ignacio Fumero Mayo. Lugar: Sala José Luis Alonso (Teatro de La Abadía). Madrid. Día: 11 de marzo de 2017. Hasta el 19 de marzo.
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Paco Sánchez Múgica
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