Análisis
Las izquierdas y sus históricos desencuentros
La pugna en curso entre Podemos y el PSOE depende del resultado de las primarias del Partido Socialista. A partir de ahí se puede abrir un escenario a la portuguesa o se puede perder otra ocasión para un gobierno progresista
Emanuele Treglia 15/03/2017
Felipe González y Santiago Carrillo.
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Al conocerse los resultados de Vistalegre II, la Gestora del PSOE expresó su tremenda decepción por el hecho de que en Podemos se haya impuesto la línea del “pablismo-leninismo”. Ha afirmado que, de ahora en adelante, para los dos partidos “va a ser muy difícil poder trabajar juntos”, ya que la formación morada ha “roto todos los puentes” con el centro izquierda y con el trabajo en las instituciones. Por su parte, según el documento político que ha elaborado de cara a la reciente asamblea ciudadana, el sector mayoritario de Podemos encabezado por Pablo Iglesias considera que las élites del PSOE representadas por la actual Gestora socialista pertenecen al bloque de “los defensores del statu quo del viejo sistema político”: un bloque que pretende “mantener la Constitución como papel mojado en lo que se refiere a la soberanía y a los derechos sociales”, y en el que son “los grandes empresarios y banqueros” quienes determinan las decisiones de los partidos.
Retóricas, en ambos casos, impregnadas de una elevada carga deslegitimadora dirigida hacia el otro. Retóricas que, en cierta medida, constituyen una versión actualizada de los esquemas discursivos de desacreditación mutua que, después de la Revolución de Octubre y la consecuente creación de la III Internacional, han sido empleados a lo largo del corto siglo XX por los partidos socialistas y socialdemócratas, por un lado, y los comunistas, por el otro: mientras los primeros subrayaban la naturaleza profundamente autoritaria de los apóstoles del Kremlin, éstos les acusaban de traicionar los intereses del pueblo y colaborar con los enemigos de clase.
De hecho, la pugna en curso entre Podemos y el PSOE constituye el enésimo de los constantes desencuentros que han caracterizado las relaciones entre las distintas familias de las izquierdas, no solo españolas, a lo largo de su historia. Desencuentros que han desembocado con frecuencia en choques frontales y enfrentamientos ásperos, en verdaderas “guerras de las izquierdas”, parafraseando el título de un libro del historiador italiano Marco Gervasoni. Desencuentros que han dado lugar a ocasiones perdidas en el pasado y que, en la situación política española actual, amenazan con alejar notablemente del horizonte las perspectivas de un gobierno de signo progresista.
El sector mayoritario de Podemos considera que las élites del PSOE representadas por la Gestora pertenecen al bloque de “los defensores del statu quo del viejo sistema político"
De los desencuentros de ayer…
Entre finales de 1975 y principios de 1976, a raíz de la muerte de Franco, se libró una batalla decisiva contra los proyectos continuistas, o pseudorreformistas, promovidos por el primer gobierno de la Monarquía. Innumerables protestas tuvieron lugar a lo largo y ancho de la geografía española. En las calles se reclamaba la ruptura democrática: una fórmula que preveía la abolición del aparato legislativo e institucional franquista, el restablecimiento de las libertades y la apertura de un proceso plenamente constituyente liderado por las fuerzas de la oposición. Los dos principales partidos de izquierdas, el PCE y el PSOE, compartían entonces este mismo objetivo fundamental. Sin embargo, participaban en dos organismos distintos: la Junta Democrática y la Plataforma de Convergencia Democrática. Persistía, por lo tanto, aquella fractura que en las décadas anteriores había debilitado continuamente la acción del antifranquismo.
Efectivamente, las fuerzas que habían luchado por la República habían salido de la Guerra Civil profundamente divididas, laceradas por polémicas intestinas y reproches mutuos acerca de las responsabilidades de la derrota. Ejemplarizante del clima del momento es la conocida carta que Santiago Carrillo escribió a su padre Wenceslao, un destacado dirigente socialista que había apoyado el golpe de Casado, rompiendo con él porque había supuestamente entregado el pueblo español a Franco y, por lo tanto, no podía “haber relaciones de ningún género” entre un comunista y “un hombre que “había “traicionado a su clase”. A las secuelas de la guerra se habían sumado inmediatamente los efectos del Pacto Molotov-Ribbentrop, vigente entre 1939 y 1941: durante este período el PCE había vuelto a utilizar la categoría, ya adoptada por el movimiento comunista hasta la época de los Frentes Populares, de “socialfascismo”, en base a la cual se postulaba una sustancial equivalencia entre socialistas y fascistas. Si bien posteriormente los comunistas se habían decantado otra vez a favor de la unidad de acción de las organizaciones republicanas, las brechas que separaban las izquierdas se habían profundizado ulteriormente.
La pugna en curso entre Podemos y el PSOE constituye el enésimo desencuentro que ha caracterizado las relaciones entre las distintas familias de las izquierdas, no solo españolas
Así, a partir de sus primeros congresos celebrados en el exilio, el PSOE había asumido oficialmente una postura rotundamente negativa hacia cualquier colaboración o contacto con el PCE, considerándolo como un partido totalitario al servicio de Moscú: no era posible ni siquiera una unidad de acción circunstancial con él, por diferencias ideológicas, por su praxis de corte estalinista y por los resentimientos heredados de la guerra y posguerra. Este veto, fortalecido por la irrupción de la Guerra Fría, habría sido mantenido por el PSOE a lo largo de casi todo el franquismo, siendo levantado parcialmente solo en los últimos años de la dictadura. El PCE, por su parte, aunque intentaba tomar contactos con los socialistas, consideraba que la dirección del PSOE era expresión de las corrientes más reaccionarias del partido. En 1959, por ejemplo, Carrillo había afirmado que Indalecio Prieto actuaba bajo la influencia del “viejo oportunismo socialdemócrata”, y que su “posición anticomunista rabiosa” estaba “dictada por la presión del imperialismo americano y sus satélites” (Nuestra Bandera, n. 23, enero 1959). Cabe destacar que, en el mismo artículo, el “zorro rojo” realizaba una clara distinción entre la cúpula del PSOE y otros sectores del partido que, a diferencia de sus líderes, se mantenían fieles “a sus mejores tradiciones antifascistas”: una dicotomía que era funcional a la pretensión comunista de ir atrayendo a las bases socialistas.
De hecho, precisamente desde la segunda mitad de los cincuenta, el PCE había empezado a tener relaciones con algunos grupos socialistas del interior –como por ejemplo la Agrupación Socialista Universitaria de Madrid-- que, en polémica con la dirección del exilio, estimaban que las exigencias de la lucha contra Franco tenían que prevalecer sobre el anticomunismo. A este propósito hay que considerar también que el PCE se iba convirtiendo en el “partido del antifranquismo” por antonomasia, con una fuerte presencia en todos los movimientos de oposición a la dictadura: al evitar cualquier contacto con los comunistas, por lo tanto, el PSOE se iba quedando al margen de las dinámicas de lucha. En el ámbito sindical, por ejemplo, la UGT se había mantenido alejada del surgimiento de las Comisiones Obreras, el movimiento antifranquista con el mayor arraigo entre las masas, tanto por el papel preponderante desempeñado en ellas por los militantes del PCE, como por el hecho de que no compartía la táctica del entrismo en el Vertical que practicaban.
Entre finales de los sesenta y principios de los setenta, de todas formas, el PSOE había empezado a ser más flexible acerca de la posibilidad de colaborar con el partido liderado por Carrillo. Se habían producido entonces los primeros encuentros entre comunistas y socialistas en organismos unitarios de carácter local, como por ejemplo el Fondo Unitario de Solidaridad Obrera de Asturias y las llamadas Mesas Democráticas que habían sido formadas en distintos puntos de la geografía española por varios grupos y personalidades de la oposición. El abandono de la rígida prejudicial anticomunista por parte del PSOE no se debía solo a la exigencia de dotar a la acción antifranquista de una mayor eficacia en vista de la muerte del dictador, sino también al hecho de que el juicio de los socialistas sobre la ideología totalitaria del PCE había empezado a cambiar, gracias a la evolución que el partido de Carrillo había experimentado desde el lanzamiento de la Reconciliación Nacional y a acontecimientos como su condena de la invasión soviética de Checoslovaquia.
Entre finales de los sesenta y principios de los setenta, el PSOE había empezado a ser más flexible acerca de la posibilidad de colaborar con el partido liderado por Carrillo
Hay que destacar que el PCE, en el marco de aquella reelaboración de sus señas de identidad que más tarde habría sido conocida como eurocomunismo, había empezado a invocar, como vía maestra para una transformación en sentido progresista de Europa, una renovada convergencia entre los partidos comunistas y socialistas, que consideraba realizable en la medida en que los primeros hubieran abandonado sus rasgos más dogmáticos y antidemocráticos y los segundos sus excesos reformistas. Además, no solo había dejado atrás los tradicionales estereotipos sobre la socialdemocracia, sino que había pasado a evaluar ésta en términos muy positivos, hasta el punto de privilegiar la búsqueda de diálogo con los partidos socialistas y socialdemócratas del Viejo Continente, más que con partidos comunistas demasiado ligados a Moscú y a su modelo: entretenía buenas relaciones por ejemplo con los socialistas portugueses, franceses o suecos. Sin embargo, a la hora de poner en pie un organismo unitario de alcance estatal en el crepúsculo del franquismo, no había sido capaz de atraer al PSOE, aunque sí a organizaciones socialistas menores, como el Partido Socialista Popular de Enrique Tierno o la Alianza Socialista de Andalucía.
El partido liderado por Felipe González, si es cierto que en su proceso de refundación culminado en Suresnes había renunciado al dogma anticomunista, no estaba dispuesto a adherirse a la Junta Democrática porque no tenía intención de secundar una iniciativa que consideraba dominada por el partido de Carrillo, con el que competía directamente por la hegemonía en la izquierda. Para conseguir la incorporación del PSOE en la Junta Democrática, el PCE estaba dispuesto a hacer concesiones, como cambiar el nombre del organismo o modificar parcialmente su programa. No obstante, el PSOE estaba convencido de que mantener las distancias de los comunistas, defendiendo la autonomía del proyecto socialista, habría sido una línea ganadora. La socialdemocracia alemana, con la que estaba instaurando un vínculo privilegiado, le aconsejaba también en este sentido: de ahí su impulso al surgimiento de la Plataforma de Convergencia Democrática.
Se había llegado así a aquellos decisivos primeros meses de 1976. Entonces, la perpetuación de la histórica división entre comunistas y socialistas imposibilitó el surgimiento, al calor de las masivas movilizaciones populares, de un gobierno provisional unitario de la oposición que fuera capaz de presentarse ante la opinión pública española e internacional como una alternativa de poder concreta y creíble, haciendo confluir recursos y esfuerzos y catalizando las luchas de masas con la llamada a una huelga general: condiciones sine qua non para que pudiera producirse una verdadera ruptura. Es cierto que a finales de marzo de 1976 la Junta y la Plataforma se fusionaron, dando lugar al surgimiento de Coordinación Democrática. No obstante, se trataba de una unificación tardía, que se producía cuando toda esperanza de ruptura democrática había sido ya abandonada: de hecho, el nuevo organismo nacía con la intención de llegar a un pacto con los sectores reformistas de la clase dirigente procedente de la dictadura. La cita con la historia había sido perdida. El desencuentro entre comunistas y socialistas, aunque no había sido obviamente el único factor que había determinado la derrota de la causa rupturista, había ciertamente contribuido a impedir que, en los momentos cruciales que habían seguido a la muerte del Caudillo, se ampliaran significativamente los horizontes de lo posible.
… a los desencuentros de hoy
Entre finales de 2015 y principios de 2016, precisamente cuarenta años después de la fallida ruptura democrática y en el marco de aquella segunda transición todavía en curso, el sistema político español vivió un momento clave. Los resultados de las elecciones de diciembre desdibujaron un mapa político en el que se hacía aritméticamente evidente la necesidad, para cualquier partido que aspirase a formar gobierno, de llegar a algún tipo de entendimiento con otras fuerzas. Después de la renuncia de Mariano Rajoy a intentar la investidura, se vislumbró la posibilidad de un ejecutivo de izquierdas que, liderado por el PSOE, contara con el apoyo, o incluso la participación, de Podemos. Sin embargo, esta hipótesis naufragó muy pronto. Los hechos son conocidos. Las dos formaciones se mostraron reacias al encuentro, a pesar de que ambas se fijaran como objetivo prioritario echar a Rajoy de la Moncloa. Fracasó así la investidura de Sánchez, en los meses posteriores se llegó a la celebración de segundas elecciones y, finalmente, se acabó instaurando otro gobierno del PP. Los desencuentros de las izquierdas habían impedido, también en este caso, la ampliación de los horizontes de lo posible.
Efectivamente, desde el surgimiento de Podemos en 2014, entre la formación morada y el PSOE se han producido constantes enfrentamientos, debidos al hecho de que ambos partidos compiten evidentemente por el mismo espacio político. Los socialistas, por primera vez desde el colapso del PCE en la transición, han tenido que hacer las cuentas con una fuerza que amenaza seriamente con arrebatarles la hegemonía en la izquierda: ni siquiera la Izquierda Unida de Julio Anguita en los noventa, con su fórmula de las “dos orillas”, había representado un verdadero desafío en este sentido, puesto que incluso sus mejores resultados se quedaron muy por debajo de los del PSOE.
Podemos ha entrado en escena desarrollando un ataque frontal contra el llamado “régimen del 78”. En este marco discursivo, su deslegitimación del Partido Socialista se ha basado sobre todo en presentarlo como uno de los pilares del viejo orden y, consecuentemente, como cómplice de sus deformaciones, contradicciones y facetas oscuras. La formación morada ha acusado al PSOE, entre otras cosas, de estar al servicio del Ibex 35 y de ser plenamente corresponsable de las causas que han conducido a España a la crisis social, económica y política de los últimos años. Lo ha descrito también como un partido que tiene las manos manchadas “de cal viva” y que por tanto no es “de fiar”, como ha subrayado Iglesias en el Congreso de los Diputados a la hora de justificar su voto negativo a la investidura de Sánchez. Esta labor de desacreditación ha ido ligada a la pretensión de Podemos de presentarse como expresión viva de los auténticos ideales socialistas que han sido traicionados por el PSOE, como intérprete de las demandas procedentes de la izquierda social que éste ha desatendido: de ahí sus invocaciones a los socialistas “de corazón” y que ya “peinan canas”.
El PSOE, por su parte, en un intento de defender su espacio político, ha tachado a Podemos de antisistema, radical y populista y, entre otras cosas, le ha acusado de querer romper la unidad del Estado español. Ha utilizado también la dimensión internacional como instrumento de deslegitimación. Si en el caso del PCE era su ligazón de hierro con Moscú a poner en entredicho su credibilidad democrática, en el caso de Podemos serían las relaciones de algunos de sus dirigentes con Venezuela: piénsese, por ejemplo, en las numerosas declaraciones que ha hecho Felipe González acerca de la falta de libertades en el país latinoamericano, subrayando que “el 99% de los votantes de Podemos no tiene ni idea” de lo que pasa allí.
A pesar de esta guerra de deslegitimación recíproca, entre el PSOE y Podemos no han faltado encuentros a nivel municipal y autonómico. Sin embargo, a la hora de pasar del plano local al estatal, los recelos mutuos han sido hasta ahora insuperables, prevaleciendo en cada partido las posturas más hostiles a la colaboración con el otro. Por ejemplo Pedro Sánchez, como él mismo ha revelado recientemente, cuando intentó buscar el apoyo de Podemos a su investidura se vio sometido a fuertes presiones en sentido contrario por parte de los aparatos mediáticos y de importantes sectores de su propio partido.
Hoy en día, el futuro de las relaciones entre el PSOE y Podemos aparece incierto y mutable. Dependerá, en buena medida, de quién gane en las próximas primarias socialistas. Efectivamente Pablo Iglesias, pese a que es cierto que sostiene una postura menos proclive al encuentro que Errejón, ha subrayado siempre que en el PSOE existen diferentes almas y corrientes y que, por lo tanto, a la hora de relacionarse con él, hay que distinguir entre un PSOE “bueno” y uno “malo”. Esto significa que, si en las primarias socialistas se afirman Susana Díaz y sus acólitos, probablemente los puentes entre los dos partidos quedarán definitivamente rotos. Entre Podemos y el PSOE se pondrá en marcha una dinámica de enfrentamiento aún más áspera que hasta ahora, y será imposible establecer una colaboración que, aritméticamente, sea capaz de dar vida a una alternativa de poder de izquierdas: quizá uno de los dos partidos crecerá electoralmente a costa del otro pero, si el PP sigue en La Moncloa, será un magro consuelo en términos generales.
Una victoria de Pedro Sánchez en las primarias, en cambio, podría abrir un nuevo escenario en el que el encuentro fuera más viable. En efecto, según el proyecto político que acaba de presentar (Por una nueva socialdemocracia), el ex secretario general socialista apuesta por buscar alianzas solo con las nuevas fuerzas de izquierdas, y, a lo mejor , Podemos estaría dispuesto a aceptar su mano tendida. En este caso los dos partidos, aunque manteniendo cada uno sus peculiaridades, podrían elaborar propuestas y estrategias compartidas para configurar finalmente una mayoría gubernamental de signo progresista. Sin duda no es un camino fácil. Sin embargo, en el vecino Portugal, donde las izquierdas han estado tradicionalmente muy enfrentadas, desde hace año y medio gobiernan los socialistas con el apoyo del Partido Comunista y del Bloque de Izquierdas. Hoy en Portugal… ¿Mañana en España?
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Emanuele Treglia es doctor en Historia Contemporánea. Es secretario de la revista Historia del Presente y miembro del Centro de Investigaciones Históricas de la Democracia Española (CIHDE). Sus principales investigaciones se han centrado en la historia de las izquierdas españolas durante el franquismo y la democracia. Es autor de la monografía Fuera de las catacumbas. La política del PCE y el movimiento obrero (Eneida, 2012).
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Emanuele Treglia
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