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Robert Graves explica esta historia. Ha acabado la guerra. Está con otros chicos y chicas de su edad. Ellos juegan al cricket, ellas toman té y les observan. De pronto, le dan ganas de mear y, simplemente, lo hace, en el mismo punto del césped en el que jugaba a cricket. Cuando su atención vuelve al juego, observa que las mujeres están escandalizadas por, ahora lo descubre, su exhibicionismo público. No así los hombres. Los hombres son también excombatientes. Saben que así se meaba, y cualquier otra cosa, en la trinchera, ese sitio con agua hasta la cintura, al que aún están acostumbrados. Durante un instante la mirada de los hombres se cruza entre ellos. Han vuelto a la guerra. Recuerdan cosas que nadie sabe. Sólo ellos. Con esfuerzo, logran controlar su mirada y prosiguen con el juego, como si nada hubiera pasado. Con esa historia empieza el libro de Graves sobre la guerra. Nada. Recuerdos. Sórdidos. Aun así, falsos. La guerra es peor. Pero nadie lo explica, para poder proseguir con el juego. El universal de la guerra es, precisamente ese. No debe de ser explicada. Porque no puede ser explicada.
Los usuarios de la guerra no hablan de la guerra. Si algún día dicen o escriben sobre ello, siempre es una versión muy reducida. Hay una prueba al respecto. Ningún libro de memorias de la IWW, o de las guerras posteriores, explica un fenómeno que nació en la IWW, y que carece, incluso, de nombre. Consiste en la explosión de una bomba que ha caído en un grupo humano numeroso próximo a ti. La onda expansiva es lo primero que te llega. Te tumba. Luego, en el silencio absoluto posterior a la explosión, comienza un chispeo cada vez más intenso. Parece lluvia. Pero es sangre. Al poco, empieza a caer un granizo violento y constante. Son trozos minúsculos de cuerpos. Que no sepamos eso, que no sepamos ese secreto, explica que alguien vela por nosotros. El observador de todo ello, de manera innata, ha decidido que vivamos sin ese recuerdo. Al omitir esos datos, está limpiando el futuro y nuestras almas. Es imposible vivir con ese tipo de recuerdos. En imposible vivir con la brutalidad absoluta. No sé. Primo Levi y Amat-Pinella, autores de dos libros necesarios y turbadores, en los que explicaban la brutalidad literal de un campo de exterminio, murieron al poco de escribir sus testimonios, en lo que, tal vez, es un indicio de que recordar el núcleo de lo impronunciable es sobrehumano.
Se habla mucho de memoria histórica. De acotarla, de redifinirla, de depurarla. Pero la memoria, los recuerdos, es algo que ya viene acotado, redefinido, depurado. Miles de -la palabra es- héroes siempre lo hacen, para que la vida prosiga. Almacenan dolorosamente en su cabeza recuerdos, detalles, imágenes, para que no se almacenen en nosotros. Somos nosotros los que nos tenemos que enfrentar a lo que queda de esa memoria una vez que se nos ha expurgado de ella lo peor, lo intransmitible. Lo que queda sigue siendo radicalmente barbarie, pero una barbarie a la que ya se puede mirar a los ojos. No se le debe acotar, redefenir o depurar más. De alguna manera, lo que queda es algo tan sobrio que es, ya, innegociable.
Autor >
Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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