BDS: la nueva guerra de Israel
El gobierno de Netanyahu logra silenciar, y borrar, un informe de Naciones Unidas que denunciaba a Tel Aviv como “culpable del crimen de apartheid contra el pueblo palestino” y llamaba al boicot internacional
Joan Cañete Bayle 29/03/2017
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Que levante la mano quien hasta hace pocos días hubiera oído hablar de la agencia de la ONU ESCWA (Economic and Social Commission for Western Asia, en inglés). El mandato de ESCWA es promover el desarrollo social y económico de Asia Occidental a través de la cooperación y la integración. Uno más de la tupida red de organismos de Naciones Unidas que hubiese permanecido en el anonimato general si no fuera porque, bajo el mandato de la jordana Rima Khalaf, se convirtió en el primer organismo internacional en decretar “sobre la base de la investigación académica y las abrumadoras pruebas” que Israel es “culpable del crimen de apartheid contra el pueblo palestino”. No solo eso: en sus conclusiones, los autores del informe (dos reputados académicos) llaman al boicot internacional de Israel utilizando tres palabras que poco a poco van ganando espacio en el escenario del conflicto entre palestinos e israelíes: boicot, desinversión y sanciones. BDS.
Palabras mayores. Muy mayores. Tanto que tras la previsible reacción israelí el secretario general de la ONU, António Guterres, no avaló las conclusiones del informe y el texto fue borrado de las webs del organismo internacional. Rima Khalaf dimitió. Hubo una tormenta política. Los dirigentes palestinos y los activistas propalestinos se quejaron de que el poder combinado de Israel y los Estados Unidos de Donald Trump en la ONU lograron censurar el informe. Pero si este episodio constituyó una victoria para Israel, lo fue pírrica. Esas tres letras, BDS, vinculadas a una palabra, apartheid, constituyen “el nuevo frente de guerra al que se enfrenta Israel”. La frase es de los redactores de una reciente ley que permite al Estado hebreo prohibir la entrada en el país a los extranjeros que llamen al boicot de Israel.
En 2016, Israel hizo presión con éxito para que se incluyeran las críticas contra Israel en leyes contra el antisemitismo en Europa y Estados Unidos
Octubre de 2007. En un discurso en Jerusalén, la entonces secretaria de Estado de Estados Unidos, Condoleezza Rice, compara la causa palestina con la del movimiento de derechos civiles de los negros en su país. Octubre de 2014. El entonces secretario de Estado de Estados Unidos, John Kerry, afirma en una reunión de la Comisión Trilateral (una organización no gubernamental de expertos y funcionarios de Estados Unidos, Europa, Rusia y Japón) que “Israel corre el riesgo de convertirse en un Estado de apartheid”. Es la primera vez que hay constancia de que un dirigente estadounidense usa la palabra apartheid en el contexto del conflicto palestino-israelí. En su discurso de despedida, en diciembre de 2016, Kerry dijo que la solución de los dos Estados es la “única forma de asegurar un futuro de libertad y dignidad para los palestinos”, lo cual implica que su presente no lo es. Y luego afirmó que ese objetivo es “la única forma de asegurar el futuro de Israel como Estado judío y democrático”; la implicación es que hoy, en realidad, ya no lo es.
Tradicionalmente, el conflicto palestino-israelí ha sido visto como el de dos pueblos que se disputan la misma tierra. Dejando de lado lo acertado o no de esa visión (que obvia, de entrada, la cuestión colonial), resulta difícil negar que hoy esa no es la realidad sobre el terreno. Israel controla de facto todo el territorio de la Palestina histórica, desde el Mediterráneo hasta el Jordán, desde el Golán hasta el Sinaí. Ese control lo ejerce con un entramado legal en el que hay una parte de la población con plenos derechos de ciudadanía (israelíes judíos) y otra con derechos menguantes dependiendo de su estatus y de dónde vive, desde los palestinos con nacionalidad israelí hasta los palestinos de Gaza, pasando por los residentes de Jerusalén y los de Cisjordania. Por ejemplo: un acto de violencia cometido por un menor de 12 años israelí en Israel no tiene el mismo tratamiento legal que un acto de violencia cometido por un menor de 12 años palestino en los territorios. Esa es una de las realidades en las que se basa el informe de la ESCWA para hablar de apartheid.
Apartheid remite a Sudáfrica, y Sudáfrica remite a boicot. Esa es la base del BDS, un movimiento surgido de la sociedad civil palestina, promovido por activistas y ONG por todo el mundo y que va adquiriendo un peso creciente. El BDS tiene muchas formas, pero para Israel todo se resume en lo mismo: es un acto de antisemitismo. Y, por extensión, acusar a Israel de haber levantado con la ocupación un sistema de apartheid es también un acto de antisemitismo. Los autores del informe de la ESCWA lo tienen muy claro cuando escriben: “Tan solo abordar el tema [del apartheid] ha sido denunciado por los portavoces del Gobierno israelí y muchos de sus partidarios como una nueva forma de antisemitismo. En 2016, Israel hizo presión con éxito para que se incluyeran las críticas contra Israel en leyes contra el antisemitismo en Europa y Estados Unidos y los documentos de antecedentes de esos instrumentos legales enumeran la acusación de apartheid como un ejemplo de los intentos de ‘destruir la imagen de Israel aislándolo como Estado paria’”.
Boicotear al Estado que construye en Cisjordania una red de carreteras solo para colonos judíos que los palestinos no pueden usar es denunciar un acto de racismo y colonialismo
Esta es la clave de la nueva guerra a la que se enfrenta Israel y a la que tanto ha contribuido este informe de esa agencia de la ONU de la que casi nadie había oído hablar. Económicamente hablando, el BDS no le hace ni cosquillas a Israel, al menos por el momento. Sin embargo, en términos de imagen es potencialmente demoledor. Israel se ve (y se presenta) a sí mismo como un Estado occidental en una región del mundo mucho más hostil y peligrosa que Occidente. Según este discurso convertido en política oficial en Tel-Aviv y en Occidente, Israel adopta y quiere que se le trate con los mismos estándares que un Estado occidental. El problema es que los enemigos interiores (los palestinos) y los exteriores (sus vecinos árabes) quieren destruir el Estado hebreo, lo cual hace que, para defenderse, en ocasiones, deba tomar decisiones y llevar a cabo acciones muy controvertidas en contra de sus propios principios. Pero ni así deja de ser un Estado occidental como puedan serlo Francia o España.
La acusación de apartheid destroza este discurso. El apartheid no es un sistema político de defensa propia, y no es aceptable en Occidente se justifique como se justifique. Luchar contra un movimiento de liberación nacional que usa la lucha armada y comete actos de terrorismo es una cosa; combatir a activistas que exigen para los palestinos los derechos civiles a los que se refería Condoleezza Rice es un asunto muy diferente. Que un ejército de un país democrático cometa deslices en el campo de batalla no es inusual, que levante la mano el país que no tiene daños colaterales en sus filas; construir durante años con paciencia un entramado legal que discrimine a unos ante los otros no es un arrebato en plena niebla de la guerra. Boicotear al Estado judío que tiene a gala haber nacido para que no se repita el Holocausto puede ser tildado con facilidad de antisemita; boicotear al Estado que construye en Cisjordania una red de carreteras solo para colonos judíos que los palestinos no pueden usar es denunciar un acto de racismo y colonialismo justificado por criterios de seguridad.
Esa es la fuerza del BDS, lo que explica su auge, la importancia que está cobrando —en las universidades de Estados Unidos, por ejemplo— y las políticas y recursos que destina Israel a combatirlo. Y esta es la importancia de este informe de la ESCWA: que lo pone en negro sobre blanco, que en realidad nadie lo ha rebatido, porque descalificarlo, calificarlo de antisemita o propaganda nazi y lograr que desaparezca de las webs de la ONU no es discutir sus argumentos. Por eso la victoria de Israel es pírrica: su fuerza política es de sobra conocida, y a nadie le sorprende que el texto tuviera una vida tan corta, con ello estoy seguro de que los autores e impulsores del informe ya contaban. Pero el texto ha vinculado —bajo el sello de la ONU y con rigor académico, no ligereza periodística— la palabra apartheid con Israel y con BDS sin que se oigan argumentos que desmonten este vínculo.
Israel, que ha ganado tantas guerras a lo largo de su historia, combate ahora una idea. Y pese a que sigue siendo un enfrentamiento muy desigual, empieza a tener motivos para la preocupación.
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Joan Cañete Bayle
Periodista y escritor. Redactor jefe de 'El Periódico de Catalunya'. Fue corresponsal en Oriente Medio basado en Jerusalén (2002-2006) y Washington DC (2006-2009). Su última novela publicada es ‘Parte de la felicidad que traes’ (Harper Collins).
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