Drácula (1897-2017)
Lo que habita entre las sombras
La novela de Bram Stoker representa un antes y un después en la literatura de terror y en nuestra relación con los vampiros por su capacidad para vincular temores ancestrales con los miedos propios de la modernidad
Alejandro Lillo 5/04/2017
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Ciento veinte años. Ese es el tiempo transcurrido desde que, a finales de mayo de 1897, en la populosa ciudad de Londres, la editorial Archibald Constable and Co. publicara Drácula. Desde esa fecha la novela de Bram Stoker ha sido adquirida por millones de personas; reeditada en multitud de formatos y lenguas; adaptada de mil maneras distintas al ballet, al teatro, al cine, al cómic y a la televisión. Si bien la trayectoria de la obra durante sus primeros tiempos fue irregular, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que su influencia en la cultura popular a lo largo de las últimas siete décadas ha resultado incuestionable. Drácula ha contribuido de manera importante, trascendental incluso, a que la figura del vampiro se haya convertido en uno de los mitos más sugerentes de la modernidad, en uno de los grandes iconos del siglo XX y lo que llevamos del XXI.
Su figura nos ha asqueado (Nosferatu) y nos ha hecho reír (La familia Monster). Niños de medio mundo han comido cereales con su marca (Count Chocula), saboreado caramelos que dejan la lengua roja (Draculines) y disfrutado con helados que les hacían evocar el mordisco del vampiro. Hasta hemos aprendido a contar con el Conde Draco, un personaje de Barrio Sésamo obsesionado con las matemáticas.
Películas infantiles como Hotel Transilvania, cuya tercera parte será estrenada en 2018. Cómics como La tumba de Drácula, un conjunto de historietas publicadas por Marvel durante la década de los 70 con abundantes secuelas y continuaciones. Series para adolescentes como Buffy cazavampiros y juegos de ordenador como Castlevania, con más de treinta años de tradición a sus espaldas, llevan décadas inundando nuestras retinas con imágenes vampíricas seductoras y divertidas, tan terroríficas como repetitivas. Nada diremos de la arrolladora saga de Crepúsculo ni de las Monster High, una colección de muñecas para preadolescentes inspiradas en villanos tan famosos como Drácula, Frankenstein o la momia.
La lista podría ser interminable, así que es inútil negarlo: desde que a finales del siglo XIX el noble transilvano decidiera abandonar una remota región de los Cárpatos e instalarse en el corazón del Imperio Británico, su sombra no nos da tregua. Nos acosa sin cesar.
Drácula ha contribuido de manera trascendental a que la figura del vampiro se haya convertido en uno de los mitos más sugerentes de la modernidad
Aunque el mito del chupador de sangre se remonta a la antigüedad, aunque durante siglos se han contado historias de muertos que vuelven a la vida y absorben la sangre de sus víctimas, y aunque durante el siglo XIX esta figura adquiere fama y resonancia literarias, la publicación de la novela de Bram Stoker en 1897 representa un antes y un después en la literatura de terror. También en nuestra relación con los vampiros.
A partir de entonces estas presencias nos han fascinado y horrorizado a partes iguales, y lo han hecho con mucha más intensidad que en las centurias precedentes, como hemos tenido ocasión de comprobar. La gran cuestión sería esa: ¿por qué un personaje ideado hace tanto tiempo nos sigue atrayendo? ¿Por qué su figura aún nos inspira?
Es cierto que durante gran parte del siglo XX la crítica literaria especializada ha considerado Drácula una obra menor, mero producto de la cultura popular y del consumo de masas. Sin embargo, al mismo tiempo, la novela de Bram Stoker no ha dejado de editarse, leerse, adaptarse e interpretarse. Nos encontramos, por tanto, ante dos reacciones contrapuestas hacia la novela: por un lado, la indiferencia, cuando no el desprecio, de la crítica especializada, que se prolonga prácticamente hasta la década de 1990. Por el otro, la atracción que Drácula ha ejercido sobre pensadores, escritores y cineastas, sin contar con el impacto que ha causado entre el público en general.
Mi posición a este respecto es clara: Drácula es una obra enorme, muy difícil de abarcar, si no imposible, en todas sus dimensiones. Inmersos como estamos en el mundo audiovisual, con Drácula sucede como con Frankenstein: todo el mundo conoce o cree conocer su historia, pero quizá no tantos la han leído seriamente. Aunque 120 años quizá sean pocos para un vampiro, es tiempo suficiente para reivindicar la genialidad y la trascendencia de la novela de Stoker. Su capacidad para vincular temores ancestrales, que persiguen a los seres humanos desde hace milenios, con los miedos propios de la modernidad.
Drácula es una obra enorme, muy difícil de abarcar, si no imposible, en todas sus dimensiones
Tradicionalmente, Drácula ha sido leída como una lucha del bien contra el mal. Por un lado tenemos a un ser demoníaco que pretende dominar el mundo. Por otro, a un grupo de aventureros, liderados por Abraham van Helsing, que se esfuerzan por impedirlo. Una trama simple y clara, con los bandos bien delimitados. Pero la novela de Bram Stoker es mucho más que eso: Drácula es una compleja reflexión sobre la naturaleza del ser humano; una indagación perturbadora sobre la sexualidad y la muerte, sobre nuestros miedos y deseos más arraigados, sobre la libertad, la identidad y la locura, sobre los abusos que los seres humanos hemos cometido, y seguimos cometiendo, en nombre del poder, de la verdad o de nuestros más preciosos ideales. Es una historia que más de un siglo después de su publicación hay que celebrar, pues aún tiene mucho que enseñarnos.
La creación del escritor irlandés no se presenta como una narración lineal; tampoco relata la historia de Drácula desde un único punto de vista. Quitando los cuatro primeros capítulos de la novela, que se corresponden con el diario que Jonathan Harker lleva de su viaje a Transilvania, el resto de la obra está formada por distintos fragmentos escritos por un variado número de personajes. Entre ellos, una joven llamada Mina, un médico psiquiatra apellidado Seward, Abraham van Helsing, otra muchacha llamada Lucy, algunos periodistas, un capitán de navío y el propio Jonathan Harker. Entre todos van a relatar los sucesos de los que cada uno de ellos es testigo y que están relacionados con la presencia, un tanto fantasmagórica, de un maligno monstruo venido de Oriente. De Oriente, sí
Los testimonios de este conjunto de personas no sólo ofrecen diferentes visiones de lo que está sucediendo, sino que además se escriben sobre la marcha. A partir de la segunda parte de la novela los principales protagonistas redactan sus impresiones habiendo leído todo lo anterior, conociendo lo que el resto de personajes han escrito sobre el asunto antes que ellos. Este hecho convierte Drácula en una novela terriblemente moderna. Antes de La casa de hojas de Mark Z. Danielewski está la creación de Bram Stoker, amigos. Y antes que la grabación documental de Will Navidson están las grabaciones fonográficas del doctor Seward.
Sin embargo, de todos los personajes importantes que aparecen en la historia, Drácula es el único al que no se le permite relatar su versión de los hechos. El personaje que motiva la historia, aquel por quien la novela toma el título, permanece mudo, silencioso. Durante gran parte de la narración su presencia solo puede ser intuida por el lector; se mantiene en las sombras, amenazante, callado. Lo único que sabemos de él es lo que los demás nos cuentan.
Ahí radica uno de los grandes méritos de la novela, uno de los rasgos que van a hacer de Drácula un personaje tan fascinante. Nunca se nos muestra por completo, nunca logramos averiguar quién o qué es ese ser al que todos califican como monstruoso pero al que no dan la oportunidad de defenderse de tales acusaciones.
De todos los personajes importantes que aparecen en la historia, Drácula es el único al que no se le permite relatar su versión de los hechos
De hecho, para cada uno de los protagonistas de la narración el vampiro encarna una cosa. Para Abraham van Helsing y el doctor John Seward, Drácula es un monstruo sin paliativos, sin ambigüedad o matiz alguno. Hay que acabar con él sin dudarlo. Es preciso perseguirlo y aplastarlo por completo. Para Mina, la joven esposa de Jonathan Harker, Drácula surge, más que como una amenaza, como una oportunidad para romper con las convenciones de género de la época, cuestionando así la obligada reclusión de la mujer al ámbito de lo doméstico.
A Jonathan Harker, el personaje que más trata con él, Drácula se le aparece como un ser de identidad múltiple al que no puede catalogar de ninguna de las maneras. Escapa a cualquier definición firme o estática como una anguila. De camino al castillo para entrevistarse con él, primero se le aparece bajo la figura de un cochero más bien serio y poco hablador. Luego bajo el aspecto de un anciano educado. Más tarde lo ve reptar cabeza abajo por los muros del castillo, y aún tiene tiempo de presentársele como un demonio surgido del mismísimo infierno. La última vez que Harker lo ve en el castillo su aspecto ha vuelto a cambiar considerablemente: Drácula ha rejuvenecido, adoptando la apariencia de un hombre de mediana edad.
Junto a estos desconcertantes cambios físicos, Drácula da la impresión de ser una especie de contradicción en los términos. Nunca es lo que parece. Un orgulloso noble que vive sin criados, que sirve él mismo la mesa y hace las camas. Un rico boyardo que localiza dinero debajo de las piedras como un busca tesoros. Un cazador rural que quiere irse a vivir a la metrópoli. Un tipo de aspecto senil con una fuerza prodigiosa, de extraordinaria palidez pero sorprendente vitalidad. Un ser de aspecto humano capaz de deslizarse por las paredes como un lagarto. Un hombre educado, culto y leído, de modales cortesanos, que rapta niños por las noches. Un vampiro que muerde a las mujeres pero que desea poseer a los hombres. Un ser que está vivo, pero que también está muerto.
Su ambigüedad, el hecho de que para cada personaje signifique algo diferente, es una de las razones por las que Drácula ha tenido tanto éxito y trascendencia a lo largo del siglo XX. El monstruo creado por Bram Stoker, así como la figura del vampiro que aparece indisolublemente unida a él, conserva a partir de entonces el espíritu de la novela. Expresa de forma paradójica su auténtica naturaleza, caracterizada por la mutabilidad, la indefinición y la incertidumbre. Drácula es la más inasible metáfora de la existencia humana, esa que pareciendo firme y robusta se nos escurre entre los dedos dejándonos con la sensación, siempre, de no haberla saboreado, de no haberla entendido. Pero Drácula, a la vez, es la negación de esas mismas limitaciones, por otro lado tan humanas. Su sola existencia representa una promesa de inmortalidad, de poder y goce sin fin.
Como se ve, resulta inútil resistirse. Hay que abandonarse al beso del vampiro, disfrutar de las copias literarias, televisivas y cinematográficas. Algunas de ellas son verdaderamente sobresalientes. Pero de vez en cuando es necesario regresar al original. Drácula, la novela de Bram Stoker publicada ahora hace 120 años, es una desconcertante obra maestra.
Además, aunque tú, lector, no lo sepas, esa región montañosa y profunda de Transilvania, esa que no aparece en los mapas y que Drácula lleva consigo en su viaje a Londres, hace tiempo que está instalada en tu interior.
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Alejandro Lillo es doctor en Historia Contemporánea por la Universidad de Valencia, en la que trabaja como profesor. Especialista en historia cultural, este mismo año la editorial Siglo XXI va a publicarle un extenso ensayo sobre Drácula, la novela de Bram Stoker, titulado Miedo y deseo. Historia cultural de Drácula.
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