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Nuestros trabajos eran un mierda, y los tres esperábamos el final de cada jornada sólo para encontrarnos. Vernos era como saciar la sed. Y el inicio de una aventura. En ocasiones íbamos a bailar a un club de soul. Bailábamos mucho, creo recordar. El caso es que nos recuerdo muy poco. Os explicaré lo que recuerdo. Recuerdo que ellas dos bailaban de una forma incomprensible y espectacular. Eran bellas como una joya primitiva, bellas como el viento que las había hecho bellas. Menudas y suaves, toda su ropa, minúscula, cabía en una concha. Los tres teníamos el pelo rizado, negro y brillante. Teníamos todo brillante. Brillábamos. Compartíamos un secreto, que nos copaba el pecho y las manos. Las recuerdo a las dos, desnudas, en la playa ya solitaria y, como ellas, roja. Su piel era roja y salada. El fruto de sus vientres parecía una fresa roja, pero también sabía a mar. Verlas salir de las olas, cogidas de la mano, me acariciaba el corazón y la nuca. Aún lo hace en este preciso instante. Nos recuerdo de noche, durmiendo en la arena, abrazados, o comiéndonos las bocas y modulando promesas. Nuestros cuerpos eran cálidos como el pan, y decíamos cosas que nunca suceden, como la palabra siempre. Decíamos, en verdad, palabras fantásticas. No las sabíamos todas aún. Desconocíamos, así, las que nos hubieran invalidado, las que hubieran evitado nuestra relación y todo aquel verano eterno. Las que hubieran supuesto que nos gritaran. Gritar es lo que queda, en fin, de cuando se mataba o se golpeaba. Recuerdo la felicidad extrema que nos producíamos. No recuerdo de dónde sacábamos los cigarrillos, la comida, su ropa diminuta. No recuerdo cómo pudimos comprar las ostras que cenamos una vez, en la playa, frente a una fogata. Tal vez las recogimos del fondo rocoso. No recuerdo cómo nos conocimos. No recuerdo cómo acabó todo. No recuerdo sufrimiento. De hecho, como he dicho, no recuerdo casi nada.
Hace un tiempo volví a ver a una de ellas. Me presentó a su marido y a sus hijos. Su marido, un buen tipo, era tan anodino como todos nosotros. Cenamos, frente al mar, a escasos metros de lo que fue nuestro país. Recuerdo que fue agradable, y que en aquella terraza sonaba una canción de Guille Milkyway. Recuerdo que, mientras alguien hablaba, sentí, de pronto, la furia del verano en la espalda, y me imaginé a nosotros tres nuevamente en el mismo mar, tan próximo a nuestra mesa. Me imaginé que me levantaba de la mesa y me acercaba hasta nuestro murmullo, en la oscuridad y en la arena mojada. Nos veía recostados, frente a una hoguera. Los tres éramos jóvenes, brillantes, inmortales. Sonreíamos. Nos observé un buen rato, fascinado por el espectáculo inaudito que suponía nuestra felicidad. Y, sabiendo que no sería escuchado, les hice entonces a los tres una pregunta terrible que, ahora lo sabía, me había atormentado durante toda la cena. Les pregunté: "¿Qué se siente al ser tan joven?". Y, luego, escuchándome por primera vez en años, agregué: "Debe de ser increíble, pero no lo consigo recordar".
Ninguno de nosotros tres me contestó esa pregunta, para nosotros tres, absurda. Nosotros tres, desnudos, nos alejamos de mí, hacia las olas, riendo. Libres, eternos, invencibles.
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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