El virus del miedo: sobre los asesinatos en Estocolmo
Christian Claesson Lund (Suecia) , 12/04/2017
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Un dato es incuestionable: el viernes pasado un camión atropelló a una multitud de personas en una calle peatonal en el centro de Estocolmo, dejando cuatro muertos y muchas personas en estado crítico. Lo demás son efectos más o menos justificados, más o menos razonables, más o menos reales. Sabemos que la Policía sueca, consciente de acontecimientos similares en Niza y Berlín, desplegó todo el aparato del Estado de emergencia: vaciaron todo el centro de la capital y pararon el transporte público, por lo cual decenas de miles de personas tuvieron que ir caminando a casa. Sabemos que el primer ministro, Stefan Löfven, una hora después de lo acontecido afirmó que todo “indicaba que era un ataque terrorista” y que Suecia estaba “bajo ataque”. Sabemos que los medios de comunicación, muchos con oficinas muy cercanas al lugar del acontecimiento, no dudaron en calificarlo de terrorismo desde los primeros momentos y que durante días llenaron los periódicos, los canales de televisión y las cuentas de Twitter con material relacionado al asunto.
Suecia había sido infectada por el virus del terrorismo. No por el islamismo violento, que de eso todavía sabemos bien poco en el caso actual, sino por el terrorismo como una figura de pensamiento que invade los medios de comunicación, la política y, en última instancia, las mentes de los ciudadanos. El virus consiste, básicamente, en la mención del terrorismo a todas horas y como explicación superior, neutralizando las complejidades que pueda tener una violencia en sí irracional o bien contraria a las propias convicciones políticas. En muchos lugares se afirmó que este era el primer ataque terrorista del país, hasta diciendo, como lo hacía el matutino más grande del país, que solo había sido “una cuestión de tiempo”.
La violencia política no es ninguna novedad en el país —solo hay que pensar en el asesinato del primer ministro Olof Palme en 1986 o el asesinato de la ministra de Exteriores Anna Lindh en 2003— pero esto, al parecer, era algo distinto, que merecía la calificación de insólito y único, que de buenas a primeras cambiaría la realidad política y social de la nación. Un agravante en estos casos es lo difícil que resulta encontrar definiciones legales para el terrorismo, mientras que proliferan las políticas y las mediáticas. Por lo tanto, los únicos que no echaron mano del concepto de terrorismo en los primeros días después del acontecimiento eran los abogados y los representantes de la Policía y de los servicios secretos, bien conscientes de la complejidad jurídica —sobre todo antes de saber nada sobre el asunto, más allá a la similitud con otras matanzas recientes usando camiones en Europa--. Los políticos y los medios de comunicación, sin embargo, no albergaron semejantes reparos. De hecho, una interpretación de la afirmación de que el ataque solo había sido una cuestión de tiempo sería que todos habían estado esperando este día; los medios para llenar sus espacios de un alarmismo que vende como ninguna otra noticia y los políticos para encontrar un enemigo común que pueda ocultar los fallos propios y un contexto que nos relacione con ese gran mundo fuera de nuestras fronteras.
Una misma edición de un periódico contenía contradicciones obvias: mientras que el editorial ponía cara seria, exigiendo, repitiendo a los Siniestro Total, ante todo mucha calma, el resto de las páginas se regocijaban en un sensacionalismo que alentaba a todo menos a la calma. En cierto sentido es comprensible. Si se sabe muy poco de un asunto que ha afectado a mucha gente y que además contiene detalles espeluznantes y posibles repercusiones políticas, ¿qué hacer? Pues se llena todo ese espacio que a la fuerza tiene que llenarse con especulaciones, rumores, entrevistas irrelevantes, discusiones con expertos (reales o no) y políticos (en el cargo o no), creando así un monstruo que actúa según su propia lógica, cada vez más alejado de los hechos reales.
Todavía se sabe con certeza muy poco sobre el presunto asesino, al que capturó la Policía el mismo día de la matanza, y sus motivos. Sabemos que es un uzbeko al que le rechazaron la solicitud de asilo en el país en diciembre y sobre el cual existía una orden de deportación. No parece haber tenido relación con el Estado Islámico (aparte de alguna supuesta mención en Facebook) ni ninguna otra organización, ni haber sido muy religioso, sino que había llevado una vida secular en Suecia. Sin embargo, cuando los medios y los políticos suman el que sea (o parezca ser) musulmán con el hecho de que el acontecimiento tiene similitudes con otras matanzas similares, el resultado ya está cantado: este es un ataque que atenta contra la seguridad nacional, los valores democráticos y la sociedad abierta y libre.
Es más, si el tipo sale mañana alegando una psicosis (como ocurrió en el caso de una matanza perpetrada por un militar —sueco— en 1994) o si empieza a adoptar un discurso islamista que no se le había conocido antes (como en el caso de Mohamed Lahouaiej, el autor de la masacre en Niza), no importará mucho: ya se le ha insertado en un contexto de terrorismo islamista internacional que está amenazando los valores supuestamente occidentales. “El odio no ganará”, repiten los políticos, periodistas y miembros de la realeza, sin que se sepa muy bien si hay odio de por medio, qué importancia tendrá ese odio ni qué distingue jurídicamente esta matanza de otras anteriores en el país.
La histeria mediática que se ha creado alrededor tal vez no sería un problema si no fuera porque tendrá efectos reales para el debate político y la gobernanza del país. ¿Cómo será la reacción si ocurre algo mucho más grave, de una mayor cantidad de muertos y con una conexión política más clara? Sabemos que en Francia y Noruega, por ejemplo, las repercusiones jurídicas y civiles han sido considerables, a pesar del discurso de los políticos de mantener una sociedad abierta y democrática. En España, las décadas del virus del terrorismo entre medios de comunicación y políticos han llevado a una democracia mermada, con, entre otras cosas, la prohibición de periódicos y partidos políticos, la ley mordaza y una neo-Inquisición orquestada por la derecha y dirigida hacia tuiteros, titiriteros, humoristas y demás enemigos de la nación.
Toda la energía mediática y emocional gastada después de los asesinatos en Estocolmo tendrá efectos todavía incalculables, pero podemos estar seguros de que si ocurre algo similar o peor, esa energía volverá con una fuerza que muy probablemente será más siniestra. El miedo que el virus del terrorismo infunde en los ciudadanos no se puede subestimar, ya que puede tener consecuencias difícilmente controlables, sobre todo en un clima tan volátil como el de hoy en día. La tarea de una política responsable y, sí, democráticamente fuerte es mantener la postura y no caer en el alarmismo o el discurso facilista. Solo así se podrá evitar que unos asesinatos como los de Estocolmo tengan efectos realmente amenazantes para la democracia.
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Christian Claesson es profesor de Literatura Hispánica en la Universidad de Lund.
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