Crónica judicial / Gürtel
Aguirre en la Audiencia Nacional: anatomía de unas lágrimas
Cada medalla que se colocaba la expresidenta servía de ejemplo para resaltar que su legado político es un legado putrefacto
Esteban Ordóñez San Fernando de Henares , 20/04/2017
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Para Esperanza Aguirre se improvisó un corrillo de prensa a la salida de la Audiencia Nacional. Allí se metió, habló, lloró y, cuando quedó claro que había llorado, se fue. Primero se declaró orgullosa de haber comparecido ante el tribunal gurteliano para esclarecer la verdad. Después habló de Ignacio González y ejecutó un par de hipos de congoja y un breve lagrimeo. Esa acción, la de permitirle hablar a las cámaras dentro del edificio de la Audiencia fue la última muestra sutil de poder de la mañana. Los periodistas no recordaban ninguna ocasión en que se hubiera admitido algo semejante dentro de sede judicial. Aguirre quería evitar el carnaval que le esperaba a la salida: protestas, gritos, insultos, hombres-rana, música burlona. Sin embargo, durante unos segundos larguísimos, al final, tuvo que soportar un festival de humillación callejera.
Sí había conseguido esquivarlo a la entrada. Llegó rozando las nueve sin hacer ruido. La expresidenta calculó el ángulo de aterrizaje a la perfección, siempre ha sido una buena tiralíneas de la comunicación política. Tardó cinco segundos en desaparecer dentro del edificio. Los fotógrafos revisaban las fotos que acababan de tomar como si buscaran la huella de un fantasma. Ahí estaba: una señora de espaldas, con camisa rosa que no ofrecía un milímetro de cara. Dentro también era imposible seguirle el rastro. Esperábamos a un coloso derrotado, a punto de desfallecer ante la visión de la justicia devorando a sus hijos, ante el pánico de sentir que también a ella le está royendo los talones; en cambio, las primeras señales de la presencia de Aguirre fueron signos de poder. Se decretó el estado de excepción en la calle Límite.
Los periodistas solemos pulular por el vestíbulo junto a los acusados y los abogados. En todas las sesiones del juicio ha funcionado así. Hoy, guardias y policías nos enviaban al sótano, a la sala de prensa.
— Tenéis que estar abajo—dice un segurata.
—Pero si todos los días hemos estado aquí…
— Pero hoy no se puede
—¿Hoy no?
—Hoy no.
Existe una norma que impide a los periodistas permanecer ahí, pero se suele obviar y nadie se queja. La irrupción de Aguirre desveló para qué sirven los protocolos: son instrumentos de coacción subliminal, están ahí, disponibles para aplicarlos cuando haga falta tapar los ojos de quienes vigilan de modo que, además, parezca una decisión normativa y elegante. Hubo más: un agente afirmó que no podíamos pasar al interior de la sala durante la sesión y, ante nuestra protesta, el pobre tuvo que preguntarlo para comprobar que eso no, que era una vista pública y a tanto no se podía llegar. Se respiraba un clima de paranoia soldadesca.
Comenzó el juicio. El juez llamó a la testigo Esperanza Aguirre. Por la puerta lateral apareció la señora de camisa rosa y bolso de hebilla dorada: iba seria, pero, en cuanto caminó hacia el tribunal afiló su eterna sonrisa de flecha. Tenía la cara descompuesta. De frente se mostraba avejentada y debilucha. Aguirre se sumó a esa moda de fingirse víctima sufriente que están adoptando todos sus compañeros cercados por la corrupción. Lucía, en cambio, un cogote bien amoldado y ensoberbecido que revelaba que Esperanza, esa Juana de Arco siempre lista para un chotis, seguía siendo la misma.
Se fue calentando pregunta a pregunta. Muchos de los interrogantes de la fiscala Concepción Nicolás giraban en torno a Alberto López Viejo, pero ella había llegado dispuesta a renegar hasta de su sombra. “No era una persona de mi confianza”, dijo del antiguo viceconsejero al que todos catalogaban como su delfín. Trató de vaciarse de responsabilidades para sacar los pies del fango de la contratación fraudulenta de actos y del fraccionamiento de facturas: “No me he ocupado nunca de la logística ni creo que nunca se haya ocupado de eso ningún presidente autonómico”. Su preparación de los actos, contó, se limitaba a estudiarse unas carpetas con documentación para poder responder a los vecinos y a los periodistas sobre cada tema.
Salpicó toda su intervención de noes y supongos, aunque eso no le impidió caer en contradicciones. Negó haber prohibido a Viejo contratar con las empresas de Correa cuando en declaraciones a los medios de comunicación al saltar el escándalo había asegurado que sí. En aquella época se encontraba en una fase caballeresca y soltaba proclamas épicas como aquello de “yo destapé la trama Gürtel”. Ante el tribunal, cambió la versión. La historia quedó así. Al conocer un reportaje de Interviú en el que se hablaba de las amistades peligrosas de Alejandro Agag, el yerno de Aznar, y en el que se mencionaba a Francisco Correa y a López Viejo, Aguirre llamó a su viceconsejero para interesarse por el asunto. Preguntó si se mantenían contratos con Special Events y Viejo le dijo que ya no, que se contrataba con otras empresas y le dio una lista de nombres. “López Viejo no me dijo la verdad porque la verdad habría sido decirme que todas esas empresas eran del mismo dueño”, afirmó. “Me quedé tranquila y no debí hacerlo, debía haber mandado a alguien al registro mercantil”.
Aguirre no perdió la oportunidad de acusar a su delfín de mentir. Él, rígido, desde el banquillo, tomaba nota. A primera hora, a Viejo se le había visto meditabundo antes de empezar la vista. Quizás pensaba que su capitana iba a defenderle. Quizás reflexionaba sobre el hecho de que la lideresa había llegado a San Fernando en un Toyota Prius y, como se sabe, a López Viejo lo llamaban ‘El Toyota’ por comprar los coches del Ayuntamiento de Madrid en el concesionario de su primo. ¿Le estaba mandando un mensaje en una botella, se trataba de un brindis nostálgico por los buenos tiempos? No puede descartarse nada. A juzgar por muchas de las grabaciones y de los testimonios del caso es imposible averiguar a qué punto de cursilería puede llegar la tribu gurteliana. Pero llegado el momento, y siempre después de descartar su responsabilidad, Aguirre decidió admitir de frente la existencia de corrupción a su alrededor: “Los actos a los que iba se celebraron todos. ¿Que se cobró en exceso y ahí está el problema del que habla este tribunal? Pues no le digo yo que no”, insinuó.
La testigo estrella se sentía a gusto. Negó conocer la existencia de Correa ni de sus empresas hasta que no salió la trama a la luz, y eso a pesar de que Don Vito casi vivía en Génova. Más tarde y en varios momentos de la comparecencia, aprovechó para hacer campaña y recuento de éxitos. “Inaugurábamos un colegio cada semana”. “Madrid tenía un presupuesto de inversiones muy importante”. “Se licitaron doce hospitales”. Hospitales como los investigados por el juez Velasco. Cada medalla que se colocaba la expresidenta, servía de ejemplo para resaltar que su legado político es un legado putrefacto.
Ese historial bombeaba en la cabeza de quienes le esperaban a la salida. En el corrillo de cámaras clamó: “Durante toda mi vida he buscado la mejor utilización del dinero del contribuyente, del servicio público y jamás nadie me ha podido acusar de hacer alguna cuestión incorrecta”. Entonces lloró. En la memoria de quienes esperaban fuera, en cambio, había privatizaciones, pufos, amaños, expolio público. Pisó la acera y se avecinó una avalancha de gente y de gritos hacia ella. Fueron unos segundos interminables. Música, escarnio, gritos, protestas. Un legado.
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Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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