Tribuna
En democracia, los fiscales no deben obediencia al Gobierno
La querella contra Jordi Pujol por el ‘caso Banca Catalana’ fue un ejemplo de autonomía. La actuación de la Fiscalía está suficientemente regulada y solo necesita que esta se atenga a la función constitucional que tiene atribuida
Bonifacio de la Cuadra 1/05/2017
Fiscalía General del Estado, Madrid.
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¡¡Ya está bien de que, con ocasión del lamentable espectáculo producido en la Fiscalía Anticorrupción a propósito de la investigación de la llamada Operación Lezo --nuevo asunto de corrupción del PP--, tertulianos ignorantes o políticos rutinarios hayan diagnosticado que el papel de los fiscales en nuestra democracia fue siempre dependiente del Gobierno!! Es la técnica de colgar sobre las reglas del juego consensuadas durante la Transición un modo de actuar del Ministerio Público que resulta infame, pero del que no es justo responsabilizar a la Constitución de 1978. Basta refrescar la memoria y recordar las ocasiones en que la Fiscalía, en cumplimiento de la Constitución y de su estatuto, se ha comportado con autonomía e independencia del Gobierno. Uno de los más relevantes fue el caso Banca Catalana, que originó en mayo de 1984 una querella de la Fiscalía contra el entonces molt honorable presidente de la Generalitat de Catalunya, Jordi Pujol Soley --de nuevo ahora de actualidad--, a pesar del desacuerdo del Gobierno socialista con aquella decisión.
El artículo 124 de la Constitución atribuye al Ministerio Fiscal la misión de “promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos ciudadanos y del interés público tutelado por la ley” y de acuerdo con lo establecido en su estatuto orgánico. De modo similar a lo que ocurre en otros países democráticos, el papel asignado a la Fiscalía por nuestra Constitución, incluido el ejercicio de sus funciones “conforme a los principios de unidad de actuación y dependencia jerárquica y con sujeción, en todo caso, a la legalidad e imparcialidad”, favorece su funcionamiento democrático. Sin que obste la previsión de que el Fiscal General del Estado “será nombrado por el Rey, a propuesta del Gobierno, oído el Consejo General del Poder Judicial”.
En contra de lo que algunos comentaristas sabiondos señalan, no es la reforma de la Constitución lo que se precisa, sino el cumplimiento de la misma, acorde con la configuración que diseña desde su primer artículo, cuando establece que nuestro “Estado social y democrático de Derecho (…) propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia [prioritariamente], la igualdad y el pluralismo político”.
La regulación constitucional de la Fiscalía, como institución promotora de la “acción de la justicia”, es suficientemente clara para que los operadores jurídicos y políticos sepan a qué atenerse
Regulación constitucional
La regulación constitucional de la Fiscalía, como institución promotora de la “acción de la justicia”, es suficientemente clara para que los operadores jurídicos y políticos sepan a qué atenerse. Nada de ello impide la vulneración de la Norma Suprema. Nuestra Constitución es clarísima y contundente cuando, en su artículo 15, establece que nadie, “en ningún caso”, podrá “ser sometido a tortura” ,y sin embargo, sabemos que, por la puerta falsa de la detención gubernativa incomunicada durante hasta 10 días, se ha favorecido la tortura. Del mismo modo que la igualdad de los españoles “ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón”, entre otras, de “sexo”, ordenada por el artículo 14, no ha impedido la discriminación de las mujeres --más de la mitad del total de españoles--, como explica María Pazos Morán, en su libro Desiguales por ley.
Así pues, no es hacia la Constitución hacia la que hay que dirigir la mirada [en otros casos sí, cuando contiene imperfecciones o normas obsoletas, que aconsejan su reforma] si se aprecian incumplimientos flagrantes de la Norma Suprema por parte de quienes, desde el poder, están más obligados a cumplirla. Es el caso de una institución determinante para el funcionamiento del poder judicial, el Ministerio Fiscal, en varios de cuyos actuales dirigentes se aprecian actitudes tramposas e irregulares, mediante las que perjudican la promoción de “la acción de la justicia”, que constitucionalmente le está atribuida.
Entre muchos otros casos, hay que recordar el impecable funcionamiento constitucional del Ministerio Fiscal a propósito del caso Banca Catalana. Ocurrió hace mucho tiempo, en 1984, pero la Constitución era la misma, aunque acaso entonces los agentes jurídicos y políticos la cumplían más. A partir de un extenso documento del Banco de España, los fiscales Carlos Jiménez Villarejo y José María Mena culminaron el 24 de abril de 1984, en Barcelona, un trabajo que aconsejaba la interposición de una querella criminal contra el entonces presidente de la Generalitat, Jordi Pujol Soley, y otros antiguos directivos de Banca Catalana, por los supuestos delitos, en principio, de apropiación indebida y falsedad en documento mercantil.
Pero el fiscal jefe de Cataluña, Alejandro Sanvicente, no terminaba de asumir el trabajo de sus subordinados y no formalizaba la querella. De ahí que Jiménez Villarejo y Mena se entrevistaran en Madrid con el Fiscal General del Estado, Luis Antonio Burón Barba, quien exigió que el estudio del extenso informe realizado por los dos fiscales, que duró unas dos horas, se centrara solamente en los aspectos técnico-jurídicos de la querella propuesta.
El debate, que se celebró el viernes 18 de mayo de 1984, concluyó con la decisión de Burón de que se interpusiera la querella ante la Audiencia Territorial de Barcelona, por lo que, dada la resistencia de Sanvicente a asumirla, el Fiscal General le cursaría instrucciones por escrito para que formalizara el escrito de acusación. En la reunión se estableció también el calendario a seguir: el martes siguiente, 22 de mayo, la Fiscalía General del Estado comunicaría la decisión a la opinión pública, mediante una nota de prensa, y días después se interpondría la querella ante la Audiencia Territorial de Barcelona.
Al día siguiente de esa reunión, el sábado 19 de mayo, El País anticipó la noticia (Inminente querella del fiscal del Estado contra Jordi Pujol y otros responsables de Banca Catalana, rezaba el titular de primera), sin excluir la posibilidad de que el Gobierno socialista diera “marcha atrás a esta decisión”. Porque, contra el criterio general y del propio Pujol, la decisión de la Fiscalía no agradó al Gobierno. Fue la prueba de fuego de la autonomía e imparcialidad del Ministerio Público y ni siquiera la amistad personal entre Burón y el entonces ministro de Justicia, Fernando Ledesma, sirvió para modificar el criterio jurídico adoptado, de acuerdo con la autonomía e imparcialidad atribuidas por la Constitución a la Fiscalía.
aquella decisión estrictamente jurídica y profesional, nada del agrado del Gobierno, fue presentada a la opinión pública como un ataque político del Ejecutivo contra Pujol y Cataluña
La Fiscalía y el Gobierno
Resulta de todos modos curioso cómo aquella decisión estrictamente jurídica y profesional, nada del agrado del Gobierno, fue presentada a la opinión pública como un ataque político del Ejecutivo contra Pujol y Cataluña. Poco después de la interposición de la querella, el 30 de mayo de 1984, ante decenas de miles de personas que le apoyaban, Pujol se dirigió a ellas desde el balcón del Palau de la Generalitat y pronunció la célebre frase: “El Gobierno central ha hecho una jugada indigna. (...) En adelante, de ética y de moral hablaremos nosotros, no ellos”. El revuelo originado por la querella y por la anticipación de la misma que hizo El País --sobre el que también se fabricó un juicio de intenciones y se quemaron ejemplares en Cataluña-- ha motivado que yo resaltara en mi libro Democracia de papel la sensatez de un lector del periódico, Félix Fuente, quien mediante una carta al director desde Barcelona, publicada por el diario el 24 de mayo, rechazó la intencionalidad atribuida a una primicia y manifestó: “Me parece escandalosa la trascendencia que se ha querido dar a que un diario informe sobre un tema, por incordiante que resulte”.
El libro Banca Catalana: caso abierto, del periodista Pere Ríos, recoge una entrevista del autor con Fernando Ledesma, ministro de Justicia entre 1982 y 1988, en la que éste deja claro que en el Gobierno “nadie tenía el mínimo interés en que fuera adelante esa acusación” contra Pujol, a pesar de lo cual “nos parecía --dice Ledesma-- que el respeto al funcionamiento constitucional del Estado nos impedía hacer nada que pudiera ser visto como una interferencia”. Ledesma afirma también que “el Gobierno no impulsó, no alentó, no propició la querella de Banca Catalana”, a pesar de lo cual la interpuso la Fiscalía, “en virtud del funcionamiento independiente y libre del Fiscal General del Estado y de los fiscales de Barcelona”.
No es, pues, reformar la Constitución lo que resulta necesario para impedir el funcionamiento subordinado al Gobierno que estamos observando en la Fiscalía durante las últimas semanas, sino todo lo contrario: el cumplimiento de nuestra Ley Fundamental y del Estatuto orgánico que la desarrolla. La Constitución española ya fue suficientemente previsora con la Fiscalía cuando atribuyó a los ciudadanos la posibilidad de ejercer la acción popular. Como dice la jurista Olga Ramos Soriano, la acción popular --tan denostada cuando se ejerce de modo irregular-- es esencial para “paliar los efectos negativos de la tan temida posibilidad de manipulación del Ministerio Fiscal por parte del Ejecutivo, en los supuestos de criminalidad gubernativa”.
En cualquier caso, la actuación del Ministerio Fiscal está suficientemente regulada y solo necesita que los fiscales se atengan a la función constitucional que tienen atribuida, sin que los jefes escamoteen su obligación. Una Fiscalía con medios suficientes, y cuyos juristas funcionen con similar actitud a la de los que intervinieron en el caso Banca Catalana, neutralizará los intentos gubernamentales de impedir su autonomía e imparcialidad. Y, por añadidura, hará cada vez más innecesaria la intervención de la ciudadanía, mediante el ejercicio de la acción popular, especialmente en la persecución de delitos muy complejos, como los de corrupción política que nos invaden.
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