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Querido suscriptor:
Esto he vivido hoy, viernes 28 de abril de 2017, en un aeropuerto del norte de España, y necesito contártelo, no solo por las coincidencias:
El hombre, bajo, compacto y recio, viste una cazadora tostada de gabardina. Podría haberla metido en una caja de cartón en 1966, y esta sería aquella cazadora. También puede una imaginárselo sentado en el banco de madera de un parque con el transistor pegado a la oreja o dejando pasar los pájaros y las horas. En la cola para cruzar el arco detector y el escáner de equipajes, pasa tan desapercibido que hay que volver a fijarse en sus manos de dedos gruesos y tímidos. Avanza aferrado a una tarjeta de embarque y un documento de identidad.
Tras doce minutos pasito a paso, llega al punto donde se apilan las bandejas. A esa altura, ya lleva el cinturón y el móvil en la mano, de manera que no le resulta fácil, y eso es evidente, empujar su maleta roja deshilachada en los cantos.
Coloca móvil y cinturón sobre una bandeja gris como se pueden imaginar las bandejas grises de las cárceles sin saber para qué sirven, y después se baja la cremallera de la cazadora, se la quita. Tras doblarla meticulosamente, la coloca sobre el resto y le pasa la mano por el lomo como quien apacigua a una bestia leal.
La joven pareja que le sigue da muestras de impaciencia, cuchichean, chasquean la lengua, golpean el talón contra el suelo rítmicamente con fastidio. Una mujer uniformada ha pedido al hombre de la cazadora que se descalce y coloque los zapatos en la bandeja.
Yo camino detrás de una mujer enfrascada en una revista de moda que camina detrás de la pareja joven.
Y pienso:
Leer banalidades es una forma de vida, como leer a Camus o Calvino era una forma de crecer. Las banalidades acaban funcionando por inercia. Leer mentiras es una decisión en la que no creo que medie la inercia.
Leer mentiras significa tomar partido. Quien toma partido participa, y en ese participar, ya no puede dejar de leer mentiras porque sería como poner su cara ante un espejo y descubrir que ya no es inocente.
La mentira es la clave.
El hombre debe de rondar los 70. Se agacha con la dificultad propia de los cuerpos recios, de carne prieta. Al arremangarse el pantalón de algodón oscuro, deja al descubierto un botín quizás sacado de la misma caja aquella de 1966. Baja la cremallera de los zapatos, uno detrás de otro, y todavía encorvado, mira de reojo a la pareja joven que, sin ningún recato, se mofa de su calzado e intenta molestar sin ademán directo. Son un chico y una chavala de unos 25 que podrían aparecer en cualquier programa de televisión de los que finge llevar a jóvenes “normales”. O también en la puerta de un after de la costa.
El hombre sin cazadora ni botines cruza en silencio el arco detector de metales. Es el suyo un silencio de masa madre. Cruza con ese tipo de calcetines de hilo pobre que parecen brillar y enseguida acaban transparentándose. Lleva un agujero en el talón del derecho. Al darse la vuelta para comprobar la marcha de su equipaje, puede ver cómo los jóvenes intercambian una mirada cómplice, chispeante de risas, con el tipo uniformado que se sienta ante la pantalla del escáner. Los tres van del calcetín a sí mismos y vuelta a empezar. El hombre descalzo decide fijar la vista en la pantalla donde debería aparecer la intimidad de su maleta, pero no aparece nada. No aparece porque, al otro lado del escáner, los bultos permanecen en el lugar exacto en el que los ha dejado.
Y pienso:
No es cierto que quien lee mentiras se las crea. Lo que sucede es que convierte en enemigo a aquel que no las lee, y mucho más enemigo a quien las denuncia. A quien participa de la infamia, el crimen o el silencio –sí, eso es, sobre todo al que calla– se le hace insoportable el espejo. Por él mismo, no porque crea que ahí reside su enemigo.
Quien lee banalidades funciona por omisión. Quien lee mentiras, no. Acaba actuando contra quienes no lo hacen.
Con cierto azoramiento, el hombre recio trata de tapar el agujero del calcetín derecho a base de apoyar encima los dedos del pie izquierdo, pero después de perder el equilibrio dos veces, desiste y desata al fin las carcajadas como rajas de sandía de los jóvenes y el uniformado.
–Dese prisa, hombre, active la cinta. ¿No ve que estamos descalzos?
Utiliza el plural, pero lo cierto es que el único que está descalzo allí es él.
–La cinta está corriendo –responde sin mirarlo el guardia–, ¿o es que no lo ve?
Efectivamente, se fija bien y la cinta está corriendo. Luego vuelve a mirar al tipo sentado ante la pantalla, que se encoge de hombros.
–Oiga, no es culpa mía. La cinta corre. Si usted no ha empujado bien la caja y la maleta…
Y pienso:
No es lo mismo una mentira que un argumento embaucador o tendencioso, pero ambos destruyen la posibilidad de un progreso honesto, culto y austero.
Todo progreso que no se empeñe en (aspire a) ser honesto, culto y austero acaba reventando por sus propias fístulas. Ahí, España, años 90.
Se da cuenta entonces. Se da cuenta y algo cruje en la paz que podría sentarlo en un banco a escuchar el transistor o ver pasar el tiempo, algo cruje mucho.
–Qué coño…
En el lugar hay tres personas uniformadas, todas pertenecientes a la misma empresa: la mujer que le ha obligado a descalzarse, el tipo detrás de la pantalla del escáner y un segundo hombre que cachea o comprueba los equipajes de aquellos que no pasan el trámite como las normas indican. El hombre descalzo los mira uno detrás de otro y después vuelve a cruzar el arco de seguridad en dirección contraria, hacia la cola que aún espera.
–Ustedes no tienen vergüenza –habla sin mirar a nadie, pero en un tono lo suficientemente contundente para borrar la sonrisa de la boca de la pareja joven–, ¿no podría haberme dicho que empujara la maleta, en lugar de hacerme esperar? Ustedes son… ¡una panda de sinvergüenzas!
–A ver, señor, oiga, no puede cruzar…
–¡Cállese! –Es evidente que algo dentro de él tiembla–. ¡Cállese! Ustedes no son nadie, son mercenarios, ustedes no son policías ni guardias civiles, son una mentira cochina, como todo lo demás, todo mentira, ustedes no pueden darme órdenes, ni a mí ni a nadie, ustedes van con sus porras y sus esposas, pero no pueden detenerme… –Llega hasta la maleta y la bandeja donde descansan cinturón, móvil y la vieja cazadora, y de un empujón los manda dentro del escáner–. Estoy hasta el gorro de mentiras. Todo, todo esto –hace un gesto con la mano que abarca algo indeterminado– es una puñetera mentira. Todo lo que dicen y hacen. ¡Y ustedes mismos!
Y pienso:
Hay algo más terrible que leer mentiras. Esto es: reconocerlo, buscar leer verdades y no encontrarlas, o no saber reconocerlas.
Aunque a veces las verdades resulten escasas, insuficientes, aunque lo sean, generan la esperanza de su propia posibilidad.
Cunde un silencio expectante. Los jóvenes no ríen ni se mueven, los tres guardias se mantienen en tensión, pero quietos, ha desaparecido la idea de un agujero en el calcetín.
–"¡A la mierda! ¡A la mierda todos!"
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Esta carta se envió a los suscriptores de CTXT el pasado sábado, 29 de abril. Si quieres recibir una carta firmada cada semana por los colaboradores de nuestra revista (Gerardo Tecé, Cristina Fallarás, Guillem Martínez...) puedes suscribirte AQUÍ
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