Brexit es lo que desaparece cuando dejas de creer en él
Con la convocatoria de elecciones, May busca infligir una derrota a los laboristas y aumentar su poder para liderar una separación de la UE que no será como se prometió
Santiago Sánchez-Pagés 26/04/2017
Theresa May
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“No voy a convocar elecciones anticipadas. He dicho muy claramente que creo que necesitamos ese periodo, esa estabilidad, para poder ocuparnos de los asuntos a los que el país se enfrenta y celebrar entonces elecciones en 2020.” Estas son las declaraciones que Theresa May hizo en septiembre del año pasado durante una entrevista con la BBC. Siete meses ha tardado la primera ministra británica en contradecirse y convocar elecciones anticipadas para el 8 de junio. ¿Qué ha pasado en ese tiempo que explique semejante giro?
Muchas cosas. Tantas que relatarlas excedería los límites de su paciencia lectora y de mi habilidad periodística. Todas ellas conforman una apasionante historia de intrigas, mentiras, rechazos y portadas escandalosas, protagonizada por un país sumido en una Gran Ilusión, como diría Guillem Martínez, que rueda cuesta abajo y sin frenos directo a estrellarse contra un enorme muro con la palabra realidad pintada en él. Pero es muy posible que usted no se haya enterado de ello porque en noviembre, ¡boom! Trump.
La América Grande de Nuevo de Trump, con su desdén hacia la UE y su presunto aislacionismo, se convirtió en un salvavidas para el plan de los tories de crear un Reino Unido Grande y Libre pos-Brexit
La elección del magnate fue lo mejor que le podría haber pasado a Theresa May. Por dos razones. Primero porque funcionó como cortina de humo; con tanto tuit destemplado, tantos rumores sobre conexiones rusas y tanta agresión a la Constitución, el mundo no ha prestado demasiada atención a lo sucedido en las islas británicas. Segundo, porque la América Grande de Nuevo de Trump, con su desdén hacia la Unión Europea y su presunto aislacionismo, se convirtió (hasta la semana pasada, la de la convocatoria de las elecciones) en un salvavidas para el plan de los tories de crear un Reino Unido Grande y Libre pos-Brexit.
Después del arrebato xenófobo que pareció agarrar al Gobierno británico en otoño, la realidad se fue haciendo patente hasta dejar claro que sería imposible mantener el acceso al Mercado Único prohibiendo la libertad de movimientos de personas. El Gobierno británico prefirió entonces huir hacia adelante. La primera ministra se embarcó cual papa Wojtyla en un frenético tour internacional con el fin de firmar tratados comerciales ante la perspectiva de que el Reino Unido se quedara en la calle y en pelotas, con solo las reglas de la Organización Mundial del Comercio como púdica hoja de parra tapándole las vergüenzas.
May visitó la India, donde el primer ministro Modi le indicó su favorable disposición a negociar acuerdos comerciales si el Reino Unido facilitaba los visados de estudiantes a sus ciudadanos. Pero aunque la propuesta no implicaba cambios legales apreciables, la primera ministra se negó. May sentía por aquellos meses la necesidad de radicalizarse para demostrar a su partido y a los medios lo genuino de su entusiasmo por salir de la Unión pese a haber hecho campaña por permanecer en ella. Así que se marchó de Delhi con las manos vacías.
Después viajó hasta Washington, donde pareció encontrar cierta complicidad en Trump, que se mostró favorable a mantener un trato preferencial con el Reino Unido. ¡Chúpate eso, Obama!, debió de pensar Theresa May, que creyó haberse anotado un punto. Digo creyó porque después de enterarse por fin de que los miembros de la UE no acuerdan tratados comerciales por separado sino en bloque (Merkel tuvo que explicárselo 11 veces), Trump declaró la semana pasada que el Reino Unido vuelve al final de la cola y que EEUU negociará primero con la Unión. Vaya, este viaje tampoco le salió bien.
Pese a las exultantes portadas de la prensa tabloide y la agresiva retórica de los meses anteriores, la carta enviada por May a Bruselas para poner en marcha la separación resultó ser bastante conciliatoria
May también viajó a dos países garantes de la democracia y los derechos humanos como son Turquía y Arabia Saudí, donde, además de hablar sobre comercio, cumplió con una tradición británica que data de los años sesenta: vender armas a regímenes autocráticos cuando la economía tiene problemas. En definitiva, el tour de de la primera ministra sirvió poco para abrir rutas comerciales pero mucho para dibujar a los aliados del Reino Unido pos-Brexit.
De vuelta en casa, la estrategia de May se apuntaló con los oportunos masajes mediáticos, resueltas ya todas las dudas sobre la entrega a la causa. Así el siempre hiperbólico Daily Mail la nombró “la nueva Dama de Hierro” y tildó como “saboteador” a todo opositor al Brexit. El Gobierno no encontraba apenas resistencia a sus planes cada vez más extremos. El Partido Laborista contribuyó a este dominio conservador del discurso cuando Jeremy Corbyn, en un giro sorprendente y vergonzante, afirmó que la libre circulación de personas no es irrenunciable para el laborismo británico. El que había sido saludado como un mesías por La Verdadera Izquierda europea y española, como el final del tacticismo y la realpolitik que habían marcado la época Blair, caía en sus mismos vicios. Era evidente que Corbyn trataba de capturar a la clase obrera y depauperada del norte de Inglaterra desafecta a su partido, pero este y otros dislates le han mostrado como un líder incapaz y voluble, y han contribuido decisivamente a que Theresa May no se haya resistido a la oportunidad de infligir una derrota histórica a los laboristas. La diferencia en las encuestas entre conservadores y el laborismo oscila en torno a los 20 puntos. Con este diferencial, el sistema electoral británico y la falta de alternativas notables (los liberales demócratas aún sufren una crisis de credibilidad y los verdes están aún, eso, verdes), los laboristas serán barridos de Westminster.
La supuesta omnipotencia de los conservadores sobre el discurso hizo que resultara tan sorprendente la doble derrota que la Ley de Notificación de Separación de la UE (o simplemente la Ley Brexit) sufrió en la Cámara de los Lores a principios de marzo. Estos reveses obligaban a May a someter a votación en el Parlamento los términos finales de la separación de la UE y a garantizar los derechos de sus ciudadanos después de que sucediera. Y aunque al final no quedaron en nada, porque las enmiendas fueron anuladas una vez la ley fue devuelta al Parlamento, este fue el primer revés en una trayectoria hasta entonces perfecta. No fue el único. Pocos días después, el secretario de Estado para el Brexit, David Davis, aceptaba, en una involuntariamente tragicómica declaración parlamentaria, que el gobierno no había evaluado del todo las consecuencias de la salida del Reino Unido de la UE. Otra grieta en la aparentemente indestructible armadura de los conservadores apareció cuando May firmó la carta que invocaba el Artículo 50 para ser entregada en mano a sus socios europeos. Pese a las exultantes portadas de la prensa tabloide y la agresiva retórica de los meses anteriores, incluyendo la bufonada de Boris Johnson comparando al pobre Hollande con un guardia nazi, la carta resultó ser bastante conciliatoria. En ella la primera ministra apelaba a negociar los términos de un acuerdo comercial mientras se negociaba la salida de la UE. Sin embargo, los líderes europeos no tardaron en negarle esta opción: Reino Unido tendrá que esperar hasta 2019 para negociar cualquier nuevo tratado de comercio con la Unión. Y es que la realidad, como decía Philip K Dick, es lo que no desaparece cuando dejas de creer en ella.
La ley que contendrá la normativa que sustituirá a las leyes europeas cuando el Reino Unido salga de la UE, indica que la mayoría de nuevas leyes británicas serán muy, muy parecidas a la sustituidas
A May tampoco le fue mucho mejor en el norte. Su entrevista con la primera ministra escocesa, Nicola Sturgeon, además de “un duelo de piernas” como tituló el nunca suficientemente rastrero Daily Mail, mostró el evidente desencuentro entre las dos principales naciones que conforman el Reino Unido y el completo desinterés de May por un proyecto de Estado que no sea la preponderancia absoluta de Inglaterra. Como resultado, el Parlamento escocés demandó la celebración de un nuevo referéndum de independencia en 2019. Los argumentos de May para deslegitimar la petición escocesa, a saber, que crear nuevas fronteras sería negativo y que convocar un referéndum ahora solo crearía incertidumbre, han quedado a su vez deslegitimados por sus mismas justificaciones para un “hard Brexit” y por su convocatoria de elecciones anticipadas. Por cierto, aunque el resultado de ese eventual referéndum es completamente incierto, lo que es casi seguro es que el Partido Nacionalista Escocés (SNP) obtendrá todos los escaños en juego en Escocia, lo que agudizará aún más el conflicto político entre las dos naciones.
A principios de abril, May sugirió que la libertad de movimientos de los ciudadanos de la UE se mantendrá durante unos años una vez consumado el Brexit. Y aunque lo justificó argumentando que es necesario un periodo de ajuste para las empresas y el Gobierno, a nadie se le escapa que eso no era lo prometido. Para colmo, lo que empezó a conocerse sobre la llamada Ley de Gran Revocación, la ley que contendrá la normativa que sustituirá a las leyes europeas que cesarán de estar en vigor cuando el Reino Unido salga de la UE, indicaba que la mayoría de nuevas leyes británicas serán muy, muy parecidas a la sustituidas; tan parecidas que serán las mismas. Comenzó a asomar el fantasma del referendo suizo de 2014: después de que los suizos aprobaran limitar la libre circulación de ciudadanos de la UE, su Parlamento decidió el pasado diciembre no implementar la medida pese a que el referéndum era vinculante. Y ahí radica seguramente otra de las razones de May para convocar elecciones: que aunque ella hable de conseguir un mandato democrático fuerte para negociar la salida de la UE, su propósito real es adquirir todo el capital político sobre un proceso que sabe que no terminará como se prometió a quienes votaron a favor del Brexit.
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Santiago Sánchez-Pagés
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