TRIBUNA
Asia y sus playas
El programa cultural de Susana Díaz, como broma, era un texto excelente, pero el trasfondo es aterrador
Diego Garulo Osés 21/06/2017
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Más allá de las risas en las redes sociales, y transcurrido el tiempo necesario para sobreponerse al despropósito, me queda la impresión de que no hemos sabido agradecer lo suficiente el ejercicio de honestidad que destilaba el apartado referido a Cultura del programa con el que Susana Díaz concurrió a las primarias de su partido.
La mano anónima que redactó aquellas líneas --que hoy duermen, por fortuna, en el limbo de los programas electorales fallidos-- tuvo a bien retratar, sin relatos ni posverdades que lo edulcorasen, el trasfondo que se oculta detrás de las políticas culturales herederas del boomde las ciudades creativas, nacidas al calor de las teorías de Richard Florida y sus propuestas para la regeneración urbana: esas que ponen su foco únicamente en la clase creativa y su potencial como generador de recursos mientras sitúan al resto de la ciudadanía –a los que carecemos de cualquier talento o creatividad-- en posición de meros consumidores, espectadores o públicos.
No hay manera posible de explicar mejor y con más brevedad el mensaje que con sus propias palabras. Bajo el título Cultura y desarrollo económico, arrancaba a calzón quitado y decía: “La cultura determina la sociedad y la civilización y nos hace más libres y más felices. Pero en el siglo XXI debe ser parte del desarrollo económico”.
Pensar la cultura en clave de recurso económico supone borrar del discurso, de un plumazo, un sinfín de prácticas culturales y artísticas que ni tienen, ni tuvieron, ni tendrán la más mínima intención de ser rentables
Después, continuaba con una disertación en torno al turismo y a las excelencias de las playas asiáticas, para concluir que, si los chinos vienen a España, es por nuestro patrimonio. La hoja de ruta a seguir quedaba clara: la cultura debería poner su foco de atención en esas billeteras rebosantes que guardan en sus riñoneras, transformadas en eje salvador para acabar con la precariedad del sector, mejorar la oferta cultural, reducir la tasa de empleo y --por si todo lo anterior fuera poco-- frenar la despoblación de la España rural. En definitiva: que estamos haciendo el canelo y la entrada al Museo del Prado es demasiado barata para el estándar oriental.
Como broma era un texto excelente, pero el trasfondo es aterrador. Pensar la cultura en clave de recurso económico supone borrar del discurso, de un plumazo, un sinfín de prácticas culturales y artísticas que ni tienen, ni tuvieron, ni tendrán la más mínima intención de ser rentables. Implica obviar lo amateur, las iniciativas ciudadanas, lo asociativo, lo no formal: miles de colectividades y proyectos que, a lo sumo, podrían apelar en su defensa al título de aquel manifiesto de Nuccio Ordine, La utilidad de lo inútil.
Hace pocos meses, un grupo de señoras que tienen por costumbre reunirse un par de veces por semana para pintar al pastel paisajes, bodegones y centros florales, acudieron hasta Harinera ZGZ, espacio de cultura comunitaria y gestión compartida en el que trabajo, buscando un lugar en el que poder seguir haciéndolo. Se reunían hasta entonces en un centro formativo pero, al parecer, un cambio de programa les había dejado sin sala. Y venían un tanto desesperadas: habían probado en diferentes equipamientos públicos, pero en ninguno parecía haber hueco para ellas al no formar parte de un programa reglado preexistente, no estar dispuestas a pagar por el espacio --no creo equivocarme mucho si afirmo que la totalidad del grupo serán pensionistas--, ni estar constituidas como asociación --“Eso es mucho lío”, comentaban--.
La situación, a priori anecdótica, constituye un buen ejemplo de todas esas prácticas que han ido quedado arrinconadas a fuerza de años de decisiones fundamentadas en frases como la que abría el programa de Susana Díaz. Un emprendedor cultural encontrará hoy con facilidad, en cualquier ciudad, media docena de incubadoras y viveros dispuestos a acoger su startup. Las instituciones le ayudarán a iniciar su camino hacia lo que predeciblemente, en el plazo de cuatro años, se habrá convertido en un hatillo de precariedad, ilusiones truncadas, tiempo perdido y una deuda que asumir --la tasa de fracaso en emprendimiento se sitúa en torno al 80%--. Tendremos, a cambio, unos datos de emprendimiento elevadísimos. Una ciudad “creativa”, no hay duda. Mientras, colectivos no formales que deciden de manera autónoma cómo quieren disfrutar de la cultura –pintando al pastel, en el caso que nos ocupa-- no encuentran dónde hacerlo. Algo falla.
Estas mujeres son un reflejo de lo que entrañan las políticas culturales que no ven más allá de Asia y sus playas, mercantilizando la cultura y cifrando su valor en clave de generación de Producto Interior Bruto. Ocultas tras relatos muy bien armados, suenan inocuas, constructivas, seductoras; pero acaban generando realidades y exclusiones. Conllevan, en su aplicación práctica, redistribución de recursos: bajo esa perspectiva, ¿hacia dónde han virado las partidas presupuestarias más abultadas? ¿A ampliar el fondo de las bibliotecas? ¿A equipamientos comunitarios en los que no se hable de excelencia ni de rentabilidad? ¿O a crear nuevos templos de la cultura para turistas y más espacios de coworking?
Lo paradójico de este asunto es que hay muchas más posibilidades de que las componentes de este colectivo amateur acaben consumiendo cultura –desde luego comprando pinturas y papel de buen gramaje, pero también asistiendo a exposiciones, tal vez adquiriendo algún libro sobre arte-- si tienen la oportunidad de encontrar su espacio en el marco de lo público para, sencillamente, divertirse pintando. Es decir: si alguien protege su derecho de acceso a la cultura. No soy economista, pero intuyo que la aportación de la cultura al PIB subiría con mayor facilidad si las políticas culturales, en lugar de tratarnos como a asiáticos con billeteras llenas de yenes, nos ofrecieran la posibilidad de disfrutar de la cultura en primera persona.
Cuando hablamos del derecho no sólo a consumir, sino a producir nuestra propia cultura –lo que, en realidad, no es mucho más que hablar del desarrollo lógico del artículo 44.1 de la Constitución--, no hablamos necesariamente de centros sociales, ocupaciones, asambleas y autogestión: hablamos también de estas mujeres. Estamos hablando de entender la cultura como un bien común. Velando, desde luego, por los profesionales de la cultura, combatiendo la precariedad, fomentando la excelencia; pero sin descuidar todas esas otras prácticas culturales invisibles, comunitarias, transformadoras, no rentables económicamente, que suponen el caldo de cultivo de una sociedad interesada por la cultura, más crítica y más feliz.
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Diego Garulo Osés. Gestor cultural. Coordinador de Harinera ZGZ.
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