Crónicas hiperbóreas
De niños y refugiados
Solo en 2015 migraron –atravesaron al menos una frontera— 25 millones de menores de 15 años y 16 millones con menos de 11, según Save the Children
Xosé Manuel Pereiro 23/06/2017
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En A Coruña tuvo lugar el pasado fin de semana un acto, o un conjunto de ellos, bajo el nombre de Acampa. Nunca mejor dicho “bajo”, porque consistía, por una parte, en simbolizar las condiciones de los refugiados atrapados en esos no-lugares que los gobiernos europeos han creado para no ver el problema. Dormir y pasar parte del día bajo tiendas, aunque no en medio del barro y el miedo, sino en los cuidados jardines del centro de la ciudad, en la zona que en su etapa de alcalde Paco Vázquez llamó “la sala de estar de Coruña”. En la acera de enfrente se alinean las orgullosas sedes de las antaño sólidas entidades financieras, y en el campamento había agua corriente, servicio de limpieza y servicio de seguridad por las noches, pero lo que se contaba bajo las lonas era completamente opuesto a la placidez de los paseantes o al trajín de los oficinistas.
Que al menos los niños tengan un futuro, piensan las familias que no pueden afrontar los gastos de intentar llegar a Europa todos. Y los mandan a ellos. Solos
Se contaban historias como la del chaval afgano de 14 años que llevaba desde antes de cumplir los 13 viviendo solo –solo con otros 700-- en unos almacenes abandonados de la estación de tren de Belgrado, que le pidió al fotógrafo Gabi Tizón que lo retratase. “¿Para qué?”. “Para existir, para que me vean”. Solo en 2015 migraron –atravesaron al menos una frontera— 25 millones de menores de 15 años y 16 millones con menos de 11, según el informe Infancias invisibles de Save the Children. Uno de cada tres refugiados que llegan a Europa es menor. También, aproximadamente, lo era uno de cada tres de los que perdieron la vida en el mar intentando llegar. No siempre vienen con sus padres, como venía Alan Kurdi, que se ahogó con su hermano y su madre cuando pretendían llegar a la isla griega de Kos desde Turquía. Cada frontera, cada transporte, supone para un refugiado un gasto de miles de dólares. Que al menos los niños tengan un futuro, piensan las familias que no pueden afrontar los gastos de intentarlo todos. Y los mandan a ellos. Solos.
Cientos de miles de niños refugiados (¿por qué les llamamos así cuando precisamente no tienen refugio alguno?), sin documentación (cuando quieren devolverte, quizá es mejor que no sepan adónde) y sin ninguna protección. Al final del año infame de 2015 (si es que alguno no lo es), el de las grandes migraciones, Europol calculaba que al menos 10.000 estaban desaparecidos. Tizón multiplica la cifra cuando menos por tres. Él ha visto policías de países que –inexplicablemente-- pertenecen a la UE meter a niños en el maletero de un coche como quien guarda la compra al salir del híper. “Y lo hacían por, como mucho, 30 euros”.
Amalia también se tuvo que ganar el futuro completamente sola. Nació en O Courel, en las montañas del sur de Lugo, y cuando tenía 12 años, mediada la década de los veinte del pasado siglo, su familia la subió en la estación de Monforte de Lemos en un tren con destino A Coruña. No conocía allí a nadie. Nunca había visto una ciudad y probablemente nunca había escuchado hablar en castellano. Los 50 kilómetros desde su aldea a la estación de Monforte eran en aquella época un viaje considerable, y las varias horas que entonces duraba el trayecto de apenas 150 kilómetros hasta A Coruña, una auténtica odisea. Sin embargo, la niña que iba a servir a la capital –a pesar de que el maestro le había dicho a los padres que era muy lista y valía para estudiar-- no tuvo que atravesar zonas en guerra, ni pagar una fortuna a una mafia por viajar en una balsa que es poco más que una colchoneta de playa. Ningún taxista le cobró cuatro o diez veces más, encima para dejarla en mitad de la nada, aprovechándose de su desvalimiento.
Amalia tuvo suerte. Encontró ya una casa en la que servir antes de bajar del tren. La contrató –es un decir-- una viajera que le preguntó adónde iba así de sola. Amalia trabajó en la casa coruñesa de la viajera y después, durante la guerra civil, en la de Madrid. También pudo volver. Se casó con un carpintero y fueron a vivir a la casa del marido, en O Incio, apenas a 30 kilómetros de donde había nacido, pero al otro lado de la montaña. Allí murió con noventa y muchos, hará unos diez años, y allí está enterrada. Me hubiese gustado saber qué opinaba de lo que está pasando.
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Xosé Manuel Pereiro
Es periodista y codirector de 'Luzes'. Tiene una banda de rock y ha publicado los libros 'Si, home si', 'Prestige. Tal como fuimos' y 'Diario de un repugnante'. Favores por los que se anticipan gracias
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