Tribuna
Podemos: algunos problemas tal vez secundarios pero no irrelevantes
Al partido morado le conviene enriquecer su espacio ideológico y cultural y buscar un crecimiento electoral en sectores menos definidos ideológicamente que aquellos que ya le han brindado su apoyo
Eugenio del Río 25/06/2017
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Quienes dirigieron Podemos en su primera época, a partir de enero de 2014, acertaron a percibir la excepcionalidad de la situación social y política española en el período posterior al 15M de 2011. Comprendieron que surgían nuevas posibilidades para abrir el rígido, y hasta entonces estable, sistema de partidos español, dominado por el bipartidismo, y para promover una nueva fuerza política con amplio respaldo popular. Podemos acometió una empresa de una audacia y una creatividad poco comunes.
A los méritos de aquel primer Podemos me he referido en diversos artículos recogidos en el libro Primeros pasos de Podemos 2014-2015 (Editorial Gakoa, 2016).
Los éxitos de Podemos se han traducido en miles de personas organizadas en sus círculos, cerca de medio millón de inscritos y cinco millones de votos en las últimas elecciones generales. Son logros obtenidos rápidamente y envidiados por todos los partidos.
Dado que el propósito inicial de la mayoría de Podemos era llegar a gobernar, esos cinco millones de votos se quedan cortos y, como es comprensible, se ha venido debatiendo sobre las vías que podrían conducir a ese fin.
Dos cuestiones han emergido con fuerza: 1) a qué sectores de la sociedad debe dirigirse para ensanchar la irradiación política y el electorado de Podemos; y 2) qué política de alianzas –más allá de lo que ya engloba Unidos Podemos– es más adecuada, lo que hace referencia a las relaciones con el PSOE, con Ciudadanos y con partidos de ámbito catalán, valenciano, vasco, gallego.
Las decisiones que se toman están muy determinadas por la obtención de rentabilidad a corto plazo. Aparentemente tienen poca incidencia las inquietudes acerca de un horizonte más lejano
Tal como lo veo, y por decirlo en pocas palabras, a Podemos le conviene buscar un crecimiento electoral en sectores de la sociedad menos definidos ideológicamente que quienes ya le han brindado su apoyo. Hay quienes opinan que ahora no es cosa de ampliar sino de consolidar lo ya alcanzado, pensando que, para conseguirlo, hay que mantener un tono radical, como el que ha cultivado en el último período el actual núcleo dirigente encabezado por Pablo Iglesias.
No me detendré ahora en este asunto, que abordé en febrero pasado en un artículo publicado poco después de Vistalegre II (Vistalegre II. ¿Encerrarse o abrirse?”, Público, 17 de febrero de 2017; y en Pensamiento Crítico, 20 de febrero de 2017).
Tampoco me extenderé en lo concerniente a la política de alianzas, sobre todo en lo tocante a la relación con el PSOE. Esa alianza parece imprescindible si lo que se pretende es alcanzar una mayoría suficiente para derrotar al PP y dar paso a un gobierno del cambio.
Las transformaciones operadas en el PSOE, con el reciente triunfo de Pedro Sánchez y sus seguidores, alteran el panorama de la relación entre ambos partidos. Un PSOE de los barones encabezado por Susana Díaz habría acentuado las diferencias entre los respectivos espacios electorales. No sabemos cómo evolucionarán Pedro Sánchez y su equipo en el futuro, ni si darán la prioridad o no a los pactos con Ciudadanos, como hizo el PSOE tras las elecciones de diciembre de 2015, o si se mostrarán equidistantes entre Ciudadanos y Podemos, o si buscarán el acuerdo preferentemente con Podemos. Pero, de momento, el PSOE que dirigen, con su aire de novedad, su estilo remozado, sus posibles propuestas e iniciativas, hace que el espacio electoral de los dos partidos sea menos diferenciado. Entre ambos suman alrededor de diez millones votos, de los cuales puede haber un millón de indecisos. O quizá más. Los últimos sondeos indican que el PSOE de Pedro Sánchez está en condiciones de recuperar una parte de los votos que emigraron anteriormente hacia Podemos.
La rivalidad dentro del espacio electoral de izquierda y centro-izquierda va a dar lugar a gestos acusadamente competitivos de los dos partidos, dirigidos a poner en aprietos al rival y a marcar territorio. Los triunfadores en Vistalegre II no iban más lejos de esta perspectiva.
Pero, ahora, la competencia entre los dos partidos va a producir también iniciativas unitarias porque hay una fuerte presión en ese electorado, en algún grado compartido, a favor de la unidad contra el PP, y porque, por consiguiente, una forma de debilitar al competidor es mostrarse más activo en la búsqueda de la unidad. El electorado compartido perdonará difícilmente tanto a Podemos como al PSOE que sus ambiciones estrechamente partidistas sigan dando oxígeno al PP.
La conjunción de estas dos piezas requiere bastante sutileza, finura e inteligencia política. Pide también una valentía y una iniciativa contrarias al embotamiento que acompaña muchas veces a las situaciones difíciles. En los próximos meses podremos comprobar en qué medida intervienen estas cualidades, tanto en el PSOE como en Podemos.
Pero, como digo, no voy a detenerme en este punto, que sin duda es muy importante pero que me aleja de lo que quería comentar en estas líneas.
Se considera urgente contar con propuestas sobre las demandas “soberanistas” catalanas pero interesa menos ahondar en los problemas jurídicos y de filosofía política implicados
La presencia de Podemos ha enriquecido el escenario político y ha contribuido decisivamente a crear nuevas posibilidades de cambio, cada día más necesario dada la acusada degradación del PP y su rumbo marcadamente derechista. Quienes hemos seguido con simpatía su todavía corta existencia nos hemos preocupado por cuestiones tales como la búsqueda de una mayor eficacia en la atracción de nuevas franjas del electorado o la utilidad de las iniciativas políticas. Estas cuestiones vienen ocupando el primer plano.
En mi opinión, sería bueno ampliar la mirada a otros asuntos relativos a la mejora de la calidad de Podemos como partido político que representa actualmente a una parte importante de la población. ¿Hasta qué punto es posible? No parece fácil en ningún caso, pero sí puede ser útil que al menos haya una conciencia respecto a estos problemas.
Lo que quiero considerar en estas líneas son algunos problemas que habitualmente quedan sepultados por cuestiones más urgentes o más pegadas a la tarea política cotidiana.
Los límites de la acción política usual
En el sistema de partidos español, los partidos son maquinarias que conciben su actividad de un modo bastante restringido:
a) Está centrada en la esfera institucional, representativa o de gestión, y en la comunicación;
b) Está constituida principalmente por movimientos tácticos que se despliegan en tiempos cortos. Con frecuencia no hay una perspectiva más lejana en la que encuadrarlos;
c) Está altamente condicionada por los intereses partidistas y por las rivalidades entre partidos, marcadas a su vez por la disputa de parcelas electorales.
Podemos ha accedido al sistema de partidos viniendo desde fuera pero no ha tardado en hacer suyos estos rasgos de los partidos políticos.
Como ellos, viene dando una excesiva preeminencia a lo político-táctico y al corto plazo. Las decisiones que se toman están muy determinadas por la obtención de rentabilidad a corto plazo. Aparentemente tienen poca incidencia las inquietudes acerca de un horizonte más lejano.
Es sobre todo en ese terreno en el que se han gestado las distintas agrupaciones por afinidades y los enfrentamientos internos.
La escasez de reflexión y debate deja la vía libre para el recurso a razones circunstanciales, bajo la presión de necesidades coyunturales
A mi modo de ver, el curso vertiginoso seguido en sus pocos años de vida, unido a esta preponderancia de lo táctico y del corto plazo, ha dejado de lado una mayor preocupación por otros asuntos de enjundia.
Interesan más las propuestas que puedan dar juego, en un escenario delimitado por el ganar y el perder, que los problemas de filosofía política o jurídica subyacentes. Se considera urgente, por mencionar un aspecto concreto, contar con propuestas sobre las demandas “soberanistas” catalanas pero interesa menos ahondar en los problemas jurídicos y de filosofía política implicados, como son el lugar del derecho a la autodeterminación en el marco jurídico internacional, el concepto de soberanía en el mundo actual, la acepción de nación en la Europa contemporánea, las enseñanzas resultantes de las consultas canadienses y de la escocesa…
Algo parecido podría decirse si nos referimos al feminismo. Hay en Podemos un talante feminista generalizado que afecta a los valores, a los comportamientos, al lenguaje… Se critica sistemáticamente el machismo, pero no se discute sobre las distintas corrientes feministas, los aspectos más valiosos y las limitaciones de cada una de ellas. Y no lo digo porque piense que Podemos tenga que escoger un pensamiento feminista entre los distintos disponibles, sino porque es en el examen crítico y en el intercambio de opiniones sobre los diversos enfoques como pueden formarse puntos de vista bien fundados.
Igualmente, Podemos dispone de un código ético pero la ética no figura entre los temas a los que se presta una atención especial.
Algunas cuestiones de filosofía política han sido objeto de discusiones en algunos sectores de Podemos, como es la relación entre populismo y republicanismo, pero se trata de algo que forma parte de lo que podríamos llamar filosofía política operativa, esto es, que puede resultar rentable para la acción política inmediata.
Resultaría fructífero interrogarse sobre las configuraciones ideológicas anteriores, que mostraron lagunas de bulto para entender los cambios sociales y culturales de las últimas décadas
La escasez de reflexión y debate deja la vía libre para el recurso a razones circunstanciales, bajo la presión de necesidades coyunturales. Es lo que observamos no hace mucho cuando Pablo Iglesias declaró que el curioso episodio de la condecoración a la Virgen del Rosario por parte del Ayuntamiento de Cádiz se había resuelto de forma muy laica (entendiendo por tal que se había tenido en cuenta la pluralidad de la sociedad gaditana). O cuando la dirección de Podemos ha dado una especie de visto bueno a la consulta independentista catalana aunque sin considerarla un referéndum válido sino solo una movilización. O cuando, en su intervención en la reciente sesión sobre la moción de censura, Irene Montero descartó que la corrupción guardara relación con la moral porque esta, por lo visto, es una cuestión individual mientras que la corrupción posee un carácter estructural. Estas y otras anécdotas, cuya evaluación dejo en manos de quienes tengan la curiosidad de leer este artículo, denotan la fragilidad de algunos fundamentos en personas que tienen responsabilidades políticas tan importantes.
Podemos ha evitado configurarse como una corriente adscrita a una de las grandes ideologías de la izquierda. A mi juicio, es una de sus virtudes. Aventaja en esto a los partidos comunistas, que en el siglo XX adoptaron unos marcos ideológicos excesivamente pretenciosos, rígidos y problemáticos.
Que Podemos no cargue con una de esas ideologías es un punto a su favor. Unos hipotéticos intentos de instalar en Podemos una ideología potente no servirían para afrontar los problemas que tiene delante, chocarían con la pluralidad actualmente existente y dudo que contribuyeran a reforzar el arraigo social del colectivo.
Pero no estaría de más impulsar el debate acerca de las culturas o subculturas políticas en las que han habitado las sucesivas generaciones de izquierda. Resultaría fructífero interrogarse sobre las configuraciones ideológicas anteriores, que mostraron lagunas de bulto para entender los cambios sociales y culturales que han sobrevenido en las últimas décadas.
En el presente, entre quienes participan en los círculos de Podemos se dejan sentir una inercias ideológicas que casan mal con la pretensión de Podemos de ser una fuerza innovadora, abierta a sectores sociales diversos y a distintas generaciones.
Los hiperliderazgos producen efectos poco deseables, como es la exagerada influencia de los líderes en las deliberaciones, causando así un perjuicio a los debates colectivos
No estaría de más, por ejemplo, recapacitar sobre el repliegue entre afines, el capillismo ideológico autosatisfecho, tan característico de algunos medios de izquierda y de extrema izquierda, que ha alimentado durante décadas una incapacidad para empatizar con quienes están fuera de esos ambientes.
Por no hablar de la palabrería radical que oficia más como instrumento identitario que como vehículo para emitir mensajes socialmente útiles.
Sin que ello suponga forzar una unificación ideológica innecesaria y que chocaría con la pluralidad actual, recapacitar sobre estos y otros aspectos similares podría enriquecer el espacio ideológico y cultural de Podemos.
La ambivalencia de la acción política institucional
Podemos se zambulló en la política institucional. Fue uno de sus aciertos.
Cuando llegó, se estaba agotando o se había agotado ya un ciclo de movilización social, representado por el 15M y por las mareas sociales. El punto álgido de las movilizaciones sociales se situó en 2013. Después cayó casi en picado.
Las movilizaciones sociales no duran indefinidamente; por regla general duran menos que la ausencia de movilizaciones o su escasez. Quienes recomiendan concentrarse en promover movilizaciones y relegar la acción institucional no tienen presente debidamente este carácter episódico de las movilizaciones, lo mismo que ignoran que la activación de la movilización social depende más que nada de impulsos espontáneos independientes de las iniciativas de las minorías organizadas. De manera que, por más que estas minorías se empeñen, no serán decisivas para impulsar grandes movilizaciones. De nada vale que insistan en su importancia y en restar interés a la labor política institucional.
Por otra parte, las demandas sociales precisan materializarse políticamente, en forma de decisiones institucionales o de leyes. Cuando surgió Podemos existía la necesidad de una plataforma política que pudiera hacer valer el amplio descontento acumulado. Hacía falta un vehículo institucional, un altavoz institucional. Respondía, así, a una necesidad acuciante.
Opino, por tanto, que la acción política institucional tiene una notable importancia y que es bueno que se dediquen a ella personas valiosas, política y moralmente fiables.
Pero eso no me lleva a ignorar la ambivalencia, insuperable en términos absolutos, de la acción política institucional.
Si esta es necesaria para mejorar la realidad social, no es menos cierto que en quienes la llevan a cabo se manifiestan de manera reiterada y muy extendida inclinaciones y hábitos problemáticos, estimulados por su dedicación a esa actividad.
De aquí la conveniencia de una conciencia crítica y autocrítica no solo sobre las malas políticas sino sobre la política misma.
El universo político institucional, sobre todo en los niveles altos, gubernamentales o parlamentarios, alienta un ensimismamiento que distancia de la gente común a quienes se han incorporado a él
Estoy refiriéndome a las difíciles relaciones entre ética y política, o, lo que es lo mismo, la tendencia a cultivar una eficacia que a menudo se independiza de los criterios éticos. Los partidos dirigen sus miradas hacia la ética cuando brotan en la sociedad demandas con fuerza en ese sentido, como ocurre actualmente en España frente a la magnitud de la corrupción política. En esos momentos se incrementan los esfuerzos de los partidos por tener o aparentar comportamientos éticamente aceptables. Son necesarios para congraciarse con una opinión pública especialmente sensibilizada. Pero eso no elimina una corriente de fondo característica de buena parte de la política profesional que se las apaña para que las exigencias éticas no le condicione demasiado.
Los partidos no pueden prescindir de competir e intentar ganar. En esa carrera permanente se abre paso el recurso a la mentira, a las medias verdades, a la manipulación de los hechos para ganar apoyos sociales y reducir los de los adversarios. La presentación de las cosas de la forma más favorable a los propios intereses es algo habitual en la política de comunicación de los partidos.
Hay que mencionar también la introducción de cambios en la política de los partidos sin admitirlo abiertamente; el embellecimiento de su propia realidad; la evitación de un tratamiento público claro de sus propios problemas… La autocrítica causa una alergia difícilmente superable. El reconocimiento de las propios errores, es considerado casi siempre como un signo y un factor de debilidad del que es preciso alejarse.
No comparto esa sentencia tan popular según la cual todos los políticos son iguales. Pero el universo político institucional, sobre todo en los niveles altos, gubernamentales o parlamentarios, alienta un ensimismamiento que distancia de la gente común a quienes se han incorporado a él. Estamos ante un mundo mal conectado con la sociedad. Al observarlo, viene a la mente una de las ingeniosas teorías de Cyril Northcote Parkinson: la que se refiere a la inevitabilidad de la expansión burocrática, algo muy visible en los períodos de crecimiento de los partidos.
Obtener beneficios personales de los cargos políticos no es algo infrecuente. No es solo la gran corrupción, las comisiones, las puertas giratorias. Son también las malas prácticas de baja intensidad: el intercambio de favores, los pequeños abusos de poder, beneficiarse de las relaciones forjadas al calor de las responsabilidades políticas para obtener ventajas para uno mismo o para sus allegados…
Creo que a nadie le costará reconocer cuanto vengo de enunciar someramente en nuestra vida política. Estas realidades, no obstante, no deberían conducir, a mi juicio, a abandonar el terreno de la política en manos de quienes tienen menos escrúpulos.
Los hiperliderazgos
No hace mucho tiempo que era de buen tono poner en cuestión los liderazgos. Triunfaba la idea de horizontalidad poco menos que total. A mi modo de ver ese punto de vista carecía de un soporte empírico suficiente. En los más diversos colectivos surgen líderes. En los últimos años esto ha sido muy patente. El caso de Podemos es paradigmático, pero también lo es el de Pedro Sánchez en el PSOE, o los de las alcaldesas y los alcaldes del cambio.
Los líderes encarnan movimientos colectivos, que necesitan esas referencias personales para unirse, cohesionarse, distinguirse… También para personificar causas políticas y sociales, llegar a la gente, conquistar apoyos sociales.
Pero, como con tantas otras realidades humanas, la existencia de líderes plantea cuestiones delicadas. Hacen falta líderes pero los líderes son, ellos mismos, un problema.
En el caso de los hiperliderazgos se producen efectos poco deseables, como es la exagerada influencia de los líderes en las deliberaciones, causando así un perjuicio a los debates colectivos. Las consultas plebiscitarias, si las hay, como sucede en Podemos, amplifican desmesuradamente esa capacidad del líder para ejercer una influencia extrema. Además, allí donde ha quedado consagrada la figura de un gran líder, tiende a multiplicarse en todos los niveles y en todos los territorios. No es raro, por otro lado, que los líderes se rodeen de personas que no siempre son las más capacitadas pero que crean a su alrededor una esfera confortable en la que no faltan los halagos. Ese entorno protector puede resultar cegador para el líder y no le ayuda a prevenir las posibles derivas malsanas de su propio ego. Sucede, por lo demás, que si un líder puede ser útil para potenciar un movimiento, resultará especialmente nocivo si toma caminos equivocados. Los líderes más influyentes pueden servir tanto para reforzar una buena causa como para dañarla.
Lo peor no es que haya líderes sino que no haya conciencia de los problemas que ello entraña, y que no se pongan algunos medios para limitar el alcance de los posibles perjuicios.
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Sé que los problemas que acabo de enunciar someramente no son fáciles de tratar; más aún cuando no sobran las personas que podrían impulsar las deliberaciones sobre el particular, y también cuando la presión de las tareas de cada día es muy intensa. La presión mediática, en fin, condiciona la agenda de quienes tienen más responsabilidades, les priva de un tiempo precioso y no favorece el clima necesario para debatir sobre estas cuestiones. Con todo, creo que es bueno prestar alguna atención a estas cuestiones para dar un sentido más preciso y real a la tan mentada y necesaria nueva política.
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Eugenio del Río fue uno de los fundadores del MCE. Ha escrito entre otras obras, Primeros pasos de Podemos. 2014-2015 (Gakoa, 2016), Liderazgos sociales (Talasa, 2015), y De la indignación de ayer a la de hoy. Transformaciones ideológicas en la izquierda alternativa en el último medio siglo en Europa occidental (Talasa, 2012). En Vistalegre II participó en la lista Recuperar la ilusión.
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Eugenio del Río
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