Tribuna
Democracia sin pegamento
La desigualdad mina la confianza en las instituciones. Una mayor igualdad permite además un “crecimiento más rápido y duradero". Hemos de pasar del crecer para redistribuir al redistribuir para crecer
Javi López 28/06/2017
Desigualdad, combate.
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Las réplicas a la Gran Recesión se suceden. El reguero de sufrimiento en forma de desempleo y destrucción de riqueza ha transformado la cartografía social del mundo occidental y ha acabado por provocar una verdadera recesión geopolítica con epicentro angloamericano; cuna del capitalismo global. De igual forma se están modificando las coordenadas de la agenda política, afloran viejos conflictos y se abren nuevas grietas. Una vez más la distribución de la riqueza, la desigualdad y sus efectos vuelven a estar en el centro del debate público. ¿Por qué?
Estamos reproduciendo los aberrantes niveles de desigualdad de la Gilded Age, antesala de la Primera Guerra Mundial y la posterior Gran Depresión. La equidad y la movilidad social están vinculadas (la curva Gran Gatsby); de hecho, si quieres “vivir el sueño americano”, deberías ir a Dinamarca. Del mismo modo, la desigualdad de ingresos y la de género se desarrollan en paralelo. La equidad actúa como pegamento social en forma de lazos de confianza mutua.
Hay una serie de patrones correlacionados con la desigualdad que nos permiten argumentar que sociedades más equitativas tienen mejores resultados sociales y son sociedades más sanas, pacíficas y cooperativas (Wilkinson y Pickett). Existe correlación entre desigualdad y mortalidad infantil, esperanza de vida, número de embarazos no deseados o incidencia de trastornos mentales. La vulnerabilidad social va de la mano de la fragilidad emocional. En España, tras Chipre el país de la OCDE donde más ha crecido la desigualdad, el consumo de antidepresivos se ha triplicado en los últimos 10 años.
La vulnerabilidad social va de la mano de la fragilidad emocional. En España, tras Chipre el país de la OCDE donde más ha crecido la desigualdad, el consumo de antidepresivos se ha triplicado en los últimos 10 años.
Uno de los axiomas básicos del pensamiento dominante ha sido: la desigualdad es el precio a pagar por la eficiencia del mercado. Hasta ahora. Innumerable literatura académica está vinculando los problemas de crecimiento con los actuales niveles de desigualdad. También se ha sugerido su relación con el estancamiento secular porque la desigualdad distorsiona la demanda, atasca el consumo de las familias y favorece el sobreendeudamiento. En este sentido cabe recordar que el aumento de los salarios impulsaría la economía.
Según el mismísimo FMI, una menor desigualdad permite un “crecimiento más rápido y duradero” (Ostry, Jonathan D. y Berg). Todo ello nos llama a transitar el siguiente camino discursivo: del crecer para redistribuir al redistribuir para crecer. La izquierda debiera tomar buena nota. Sólo estrategias de crecimiento inclusivo y equitativo garantizarán la recuperación de las economías de las democracias industrializadas.
Al mismo tiempo la desigualdad actúa como un disolvente para la democracia (Costas). El declive de la clase media socava el orden político y daña la política tradicional. La polarización de ingresos contribuye a la polarización política y debilita el apoyo a las instituciones democráticas y económicas inclusivas. La desigualdad mina la confianza interpersonal y alienta la sensación de falta de control. Estos ingredientes son la base del coctel político reaccionario que azota al mundo.
En este sentido se están reconfigurando los componentes del bienestar (el Estado, la familia y el mercado laboral) que acaban por definir la clase social y el contexto socioeconómico. Nos apoyamos más en la familia y requerimos de más ayuda del Estado por culpa de la falta de oportunidades laborales de calidad. Sencillamente el trabajo ha dejado de ser la principal fuente de prosperidad y estabilidad. Una trascendente ruptura histórica a la que han contribuido las agresivas reformas laborales, el debilitamiento de la negociación colectiva y la consolidación del empleo precario y peor pagado.
Pero cuando más requerimos la ayuda del Estado, éstos afrontan agresivos procesos de consolidación fiscal. La austeridad es una medicina dolorosa; ha provocado un aumento masivo del desempleo y la caída de los salarios reales (2010-2015). Al mismo tiempo la consolidación fiscal basada en recortes del gasto público agrava la estratificación social.
Las normas fiscales institucionalizadas durante la crisis en la zona euro (el Pacto Fiscal Europeo) son un anclaje deflacionista que actúan como camisa de fuerza. El disfuncional diseño de la moneda única es una máquina que agrava las divergencias incapaz de hacer frente a shocks asimétricos. Completar las instituciones de la Unión Monetaria y aumentar el margen de maniobra fiscal de los Estados miembros debería estar en el corazón de cualquier proyecto progresista europeo.
cuando más requerimos la ayuda del Estado, éstos afrontan agresivos procesos de consolidación fiscal. La austeridad es una medicina dolorosa; ha provocado un aumento masivo del desempleo y la caída de los salarios reales
En otro orden de cosas, diversas tendencias económicas son capaces de generar beneficios en términos agregados y tienen un impacto distributivo muy desigual. Sin los adecuados mecanismos de compensación acaban por desgarrarse nuestras sociedades, tal y como ya hemos visto en sobradas ocasiones.
La globalización y la liberalización de mercados actúan en este sentido. Por un lado han permitido sacar de la pobreza a cientos de millones de personas en las últimas décadas, especialmente en Asia, pero, por el otro, buena parte de las clases medias y trabajadoras del primer mundo no sienten sus beneficios (Milanovic). Por ello hay que acompañar la perversa lógica de la ganancia neta con la del reparto de las ganancias.
De forma similar actúa la robotización y digitalización de la economía. Es evidente que los avances tecnológicos producen beneficios, pero también generan fuertes sesgos de habilidades en el mercado laboral y renuevan la tipología de puestos de trabajo. Si los poderes públicos no actúan al respecto compensando y reequilibrando a perdedores y ganadores siempre habrá gente dispuesta a romper máquinas a martillazos o tentados a imponer terribles cerrojos comerciales.
La nueva piel de la desigualdad también está comportando la apertura de nuevas heridas que activan miedos e identidades. La brecha generacional y territorial explica buena parte de los recientes resultados electorales europeos. Los mecanismos de solidaridad intergeneracional están dejando de funcionar y a ojos de muchos jóvenes se ha roto la promesa sobre la que se sustenta la democracia: el futuro es un lugar deseable.
Jeremy Corbyn ha conseguido un espectacular aumento de su base electoral movilizando a jóvenes y abstencionistas con el compromiso de recuperar esa promesa. Ha conseguido ser visto como un político honestamente preocupado por los problemas diarios de muchos de ellos, de la mayoría, todo un rara avis, y ha reintroducido el conflicto socioeconómico en la conversación electoral.
Es necesario construir un nuevo andamiaje impositivo, de gasto público y regulatorio que redistribuya de forma más eficaz y que impulse una predistribución más justa
Al mismo tiempo la fractura espacial opera con fuerza en el conflicto político. Centros urbanos diversos e integrados en la cadena de valor de la globalización frente a una periferia rural o castigada por la desindustrialización (Guilluy). Caldo de cultivo para el resentimiento rousseauniano y el repliegue identitario. De todo ello emerge una nueva lógica, el globalismo contra el nacionalismo, que atraviesa los conflictos políticos tradicionales. Todo esto no se podría entender sin un factor: la desigualdad.
Esta nueva lógica, entre la defensa de sociedades abiertas y cerradas, ha aterrizado sobre la grieta territorial. Le Pen sólo consiguió uno de cada diez votos en París. Trump, el 4% en Washington DC. Los brexiters, una de cada cuatro papeletas en la City de Londres. Emmanuel Macron hábilmente se situó como contraparte del conflicto y se ha convertido en el nuevo hombre fuerte de una Europa falta de referentes. Pero el riesgo que puede tener la activación de este eje de conflicto se vislumbra en Francia: una izquierda en descomposición.
Para recomponer la base electoral progresista es necesario poner en funcionamiento su programa de redistribución contra la desigualdad. Las recetas del s. XX han sido las siguientes: gestión keynesiana de políticas económicas de demanda, planificación industrial estatal, preservación de la negociación colectiva y redistribución fiscal a través de impuestos y sistemas de bienestar social. Esta hoja de ruta es válida pero debe adaptarse a no pocos cambios: las particularidades de la zona euro, una economía y mercados internacionalmente integrados y cambios en las estructuras sociales.
Es necesario construir un nuevo andamiaje impositivo, de gasto público y regulatorio que redistribuya de forma más eficaz y que impulse una predistribución más justa. Y hacer todo ello atendiendo a los vectores de transformación que representan la concentración urbana, el envejecimiento de la población y el cambio climático. La palanca para rehacer el pacto social debieran ser las amenazas políticas que atenazan a Europa, al igual que en los 30 gloriosos (1945-1975), sin amenaza no hay pacto. Porque la desigualdad explica, como mínimo en parte, la fractura de los pilares que han sustentado al mundo desarrollado: crecimiento económico, clases medias, democracia liberal y orden americano (Lizoain).
Como toda hercúlea tarea, el combate contra la desigualdad exige un relato que la sustente y que le dé forma. Una nueva narrativa de la igualdad en defensa del crecimiento económico, la protección de la democracia y el sentido más profundo de la libertad: la autonomía y la dignidad.
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Javi López. Eurodiputado PSC-PSOE.
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