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Javier Bardem, caraterizado como Ramón Sampedro, en la película Mar adentro.
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La presidenta de la Asociación para una Muerte Digna manifestó, hace unos días, en el programa de radio A vivir que son dos días, que dirige Javier del Pino, que en todas las escuelas se debía enseñar una asignatura para aprender a morir. La idea no me parece desacertada, pero dudo mucho que la inmensa mayoría de los alumnos consiguiésemos superar dignamente los contenidos de tan compleja y enigmática materia. Yo personalmente me doy por autosuspendido.
Asistimos en estos momentos, en nuestro país, al enésimo debate sobre la legalización de la eutanasia (buena muerte en su sentido etimológico del griego) pero que yo me atrevería a traducir como la muerte que cada uno tiene derecho a elegir, según sus circunstancias vitales. Obsérvese que en un país de referencia, siempre que surge la controversia, como Suiza, no se utiliza el término eutanasia sino el de suicidio asistido y lo que es más humano, acompañado de las personas que, en ese momento, deseas que te rodeen y te ayuden para que el tránsito sea más benigno, tranquilo e incluso placentero.
Cuando se aborda el debate en nuestro país, inmediatamente, se alza la voz dogmática, tronante y condenatoria de la jerarquía de la Iglesia Católica. Al parecer, según las encuestas, no todos los católicos practicantes comulgan con esta intransigencia, carente de la más mínima racionalidad, incluso de respeto para ese Dios que dicen que es el dueño de la vida, del amor y de la muerte. Si realmente es así, resulta difícil comprender cómo puede desear el sufrimiento de aquellos seres a los que, según la doctrina ortodoxa de los jerarcas, ama como hijos por él creados.
Cuando se aborda el debate en nuestro país, inmediatamente, se alza la voz dogmática, tronante y condenatoria de la jerarquía de la Iglesia Católica
Cuando se trata de defender posturas antagónicas no sé lo que me produce más irritación, si los doctrinarios irracionales que ponen a Dios como pretexto, o los que, haciendo un alarde hipócrita de una libertad que tengo la sensación de que no les entusiasma demasiado, argumentan que la eutanasia sería equiparable al genocidio del holocausto. Otros, bajando un poco el elevado listón, alegan que podría propiciar la tentación de una eugenesia que eliminase a los que, teniendo una edad elevada, no se les considera productivos y además, ahora, podrían añadir que representan una carga para la Seguridad Social y las pensiones.
Queden tranquilos, ya que las decisiones de exterminios selectivos sólo pueden darse en una dictadura, a la que muchos, en España, se han negado a condenar. La democracia es el imperio del respeto a la libertad y dignidad en la persona humana. Todos los seres humanos nacen libres e iguales en derecho, tienen o deben disfrutar de las condiciones que les permitan el libre desarrollo de su personalidad y el de elegir en determinadas circunstancias la muerte, como la liberación de una vida incompatible con la dignidad del ser humano.
Esta sensación de desasosiego con la vida que les ha tocado vivir la interpretó insuperablemente nuestra mística por excelencia, Santa Teresa de Jesús, en uno de sus poemas más conocido: “Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero porque no muero”. Como expresión de un ardiente deseo de llegar, a través de la muerte, a un anhelado destino, puede servir como punto de reflexión, incluso a los agnósticos.
El que vive impotente, postrado, prisionero en un cuerpo inerte o aquejado por una enfermedad dolorosa, incurable e irremediablemente mortal puede pensar y sentir lo mismo que Santa Teresa expone en otro verso de su poema. “Ay qué larga es esta vida! ¡Qué duros estos destierros, esta cárcel estos hierros, en que el alma está metida!”
¿Cómo se puede explicar la intransigencia cruel del que contempla impasible un cuerpo que late pero carece de vida plena porque está encerrado en sí mismo y no responde a la capacidad normal de cualquier ser humano para desarrollar su vida? ¿Cómo no entender que puede desear y decidir una muerte digna? Ramón Sampedro, que nos aportó su vida y su ejemplo para comprender este terrible dilema, desahogaba su mente escribiendo, manejando la pluma con su boca; son textos que a nadie pueden dejar indiferente, y a los que puso un título altamente expresivo, Cartas desde el infierno.
Nunca alcanzaré a comprender qué razones se esgrimen para penalizar a los que de alguna manera les ayudan a salir de la prisión en la que viven, liberándolos para dejar que se internen, como decía Sampedro, Mar adentro, hasta buscar ese infinito al que también aspiraban los místicos.
Un poder político democrático, respetuoso con la dignidad humana, no tiene legitimación ni argumentos para impedir que se regule la forma de morir dignamente. Ya he dicho que la palabra eutanasia traducida como buena muerte no me parece enteramente acertada. Creo más adecuado traducirla como muerte voluntaria y querida, en su doble acepción de muerte decidida de forma autónoma y libre, o en su acepción de deseada para dejar el horror del presente y dirigirse hacia otros horizontes. En este camino también nos acompañan los místicos.
Un poder político democrático, respetuoso con la dignidad humana, no tiene legitimación ni argumentos para impedir que se regule la forma de morir dignamente
El debate es universal. Ya una sentencia del Tribunal Supremo de los Estados Unidos de Norteamérica del año 1997 advertía de que uno de los problemas con mayor trascendencia ética que se están planteando las sociedades contemporáneas es la respuesta jurídica que el derecho debe dar al auxilio al suicidio. Añade que cada vez son más y adquieren creciente difusión los casos de situaciones dramáticas en las que viven algunas personas que, para dejar de vivir, reclaman colaboración de otras, después de haber tomado la decisión de poner fin a su vida.
Es cierto que un juez ultraconservador, Rehnquist, consiguió imponer sus ideas, en este caso, para rechazarla. Otros jueces disidentes se preguntaron si este enfoque restrictivo, basado en algunas leyes estatales, representa una “imposición arbitraria”, o una “restricción inútil”. Afortunadamente, en otras resoluciones, como la sentencia Casey, se afirma: “En el corazón de la libertad está el derecho a definir y diseñar la propia existencia, así como el sentido del universo y el misterio de la vida humana. El Estado no puede establecer imperativamente las creencias sobre estas materias, ya que conforman los atributos de la personalidad”.
Esta sentencia termina diciendo que los ciudadanos norteamericanos están llevando a cabo un debate honesto y profundo acerca de la moralidad, la legalidad y la práctica del suicidio con asistencia médica. La sentencia que citamos nos sirve para recordar a nuestros políticos que afrontar esta cuestión es una exigencia ineludible en una sociedad democrática.
Nos gustaría conocer con qué argumentos algunos juristas, que gozan de una decisiva influencia en partidos conservadores, se niegan a regular la ley del suicidio asistido y mantienen su penalización. Con notable hipocresía castigan, si bien más levemente, la conducta del que causare o cooperare activamente con actos necesarios y directos a la muerte de otro, por la petición expresa, seria e inequívoca de éste, en el caso de que la víctima sufriera una enfermedad grave que conduciría necesariamente a su muerte o que produjera graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar.
Nos gustaría conocer con qué argumentos algunos juristas, que gozan de una decisiva influencia en partidos conservadores, se niegan a regular la ley del suicidio asistido
Ante situaciones como la que se describe en el Código Penal, cabe preguntarse qué base se esgrime para justificar un reproche penal y qué bien jurídico se está lesionando. El mismo legislador no encuentra explicación satisfactoria alguna y se limita gratuita y caprichosamente a imponer, en estos casos, una pena notablemente inferior a la del homicidio o asesinato. En una sociedad democrática, pluralista, laica y respetuosa con la dignidad y la libertad de los seres humanos nadie está legitimado para imponer sus creencias personales y morales, que algunas veces son verdaderas dismorfias del espíritu, a personas que, ante la imposibilidad de actuar o decidir terminar con su vida, están obligados a llegar al trance final bebiendo hasta la última gota el cáliz de la amargura. Pienso que su angustia se ve agravada por la incomprensión de una parte de la sociedad que no tolera ni les ayuda a ejercer el dominio sobre su vida. Muy al contrario, imponen reproches, incluso penales, llegando en su insensata soberbia a justificar su postura invocando la voluntad de un Supremo Creador, del que muchos agnósticos pensamos que no puede ser tan cruel con sus criaturas.
Permanecer anclados en estas posturas parece que ya no es posible. Muchos partidos políticos propugnan la inaplazable necesidad de regular el derecho a una muerte digna o un suicidio asistido. Ha llegado el momento de pasar de las propuestas a los hechos y dejar de un lado disputas infantiles sobre la mejor de las soluciones. Es el momento de sentarse a debatir serenamente, conjugar todas las aportaciones que se hagan y alcanzar acuerdos que ya se han logrado en otros países.
No son necesarias grandes disquisiciones morales, éticas o legales. Disponemos de modelos perfectamente válidos y asumibles. La eutanasia es legal en Holanda, Bélgica, Luxemburgo, en Suiza, donde recibe la denominación de suicidio asistido, y en cinco Estados de los Estados Unidos de Norteamérica.
Estoy seguro de que Santa Teresa de Jesús y nuestros místicos estarían mucho más cercanos a facilitar una solución legal para que sea posible una partida serena, responsablemente elegida y digna hacia otros espacios infinitos, desconocidos e inexplorados. Nos lo recuerda en su poesía: “Sólo esperar la salida me causa dolor tan fiero que muero porque no muero”.
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José Antonio Martín Pallín es magistrado emérito del Tribunal Supremo. Comisionado español de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra). Abogado de Lifeabogados.
La presidenta de la Asociación para una Muerte Digna manifestó, hace unos días, en el programa de radio A vivir que son dos días, que dirige Javier del Pino, que en todas las escuelas se debía enseñar una asignatura para aprender a morir. La idea no me parece desacertada, pero dudo mucho que...
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José Antonio Martín Pallín
Es abogado de Lifeabogados. Magistrado emérito del Tribunal Supremo. Comisionado de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra).
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