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“Los viejos desconfían de la juventud porque han sido jóvenes”.
William Shakespeare
Un fantasma recorre los espacios de opinión. Bueno, los recorren innúmeros, pero el que nos interesa es el fantasma de la efebifobia. Como habrán sospechado los de letras, la efebifobia (del griego ἔφηβος éphēbos, joven) es el miedo hacia las personas jóvenes únicamente por su condición de tales. Desde Antonio Navalón, un caballero que salió del semianonimato gracias a su diatriba Millennials, los dueños de la nada, hasta cualquiera de las columnas de Javier Marías, que si bien manifiesta una versatilidad admirable a la hora de indignarse contra todo lo que se mueva, en lo referente a la juventud confirma aquello de Lord Chesterfield de que la vejez no mejora el corazón, sino que lo endurece.
Lo inmediato sería atribuir esas actitudes al hecho incontestable de que estos polemistas, que ya no cumplen los 60, echan de menos sus años mozos, y sobre todo, a los jóvenes que ellos fueron ―o más bien que creen que fueron―. O, siendo benévolos, que se sienten defraudados porque las siguientes generaciones no sean capaces de realizar los cambios que ellos tampoco lograron. Que no reparen en el detalle de que ha sido su quinta la que ha determinado la educación y la personalidad de esa juventud hedonista y sin más ideales que echar mano del último gadget habría que atribuirlo a un mecanismo mental similar al que sorprendía a Alberto Moravia: el de los electorados que no se sentían responsables de los efectos de las políticas que habían votado. Pero es algo más complicado. O al menos hay quien no lo ve tan sencillo.
El término “efebifobia” lo acuñó hace relativamente poco (1994) un investigador de la Universidad de Arizona, Kirk A. Astroth en un artículo (Beyond ephebiphobia: problem adults or problem youths?) en la revista de investigación educativa Phi Delta Kappan. Lo definía como la "inexacta, exagerada y sensacionalista caracterización de los jóvenes", en concreto de los que tenían entre 25 y 34 años ―quizá ya algo talluditos para adjetivarlos como efebos―. Y ya se sabe cómo son los investigadores universitarios: por esa cabeza de puente teórica entraron innumerables estudios sobre el asunto, bien para afianzar, matizar o refutar la tesis inicial.
Por ejemplo, Adam Fletcher, de la Universidad de Cardiff, y Karen Sternheimer, de la Southern California, establecieron en sus respectivos informes que “los medios de comunicación, los vendedores, los políticos, los trabajadores de la juventud y los investigadores se han implicado en perpetuar el miedo de la juventud” (Fletcher), o que “debido a que se espera que los jóvenes de los países desarrollados permanezcan fuera de la fuerza de trabajo, cualquier papel para ellos fuera de los consumidores es potencialmente amenazante para los adultos” (Sternheimer). Otros resaltan aspectos no desdeñables, como que el miedo a los jóvenes, sobre todo en los EE.UU., es un potente argumento de venta de sistemas de seguridad para padres y docentes (aunque, de momento, la instalación de detectores de metales se circunscribe a los centros educativos y no se ha introducido en el sector del hogar).
Pero las consecuencias más graves de la fobia a la juventud, según varios sociólogos, es que es un factor fundamental de la parálisis social y de la resistencia a los cambios, además de que impide el acceso de estas franjas de edad a la vida pública, política y cultural, lo que tiene como consecuencia la devaluación de la democracia. El gurú del MIT Nicholas Negroponte llegó a achacar, en 1999, el retraso de la implantación de internet en Europa con respecto a EE.UU a que “los europeos en general no confían en la juventud tanto como los estadounidenses, y tienen miedo del riesgo” (aunque reconoció que los precios de las telecomunicaciones, más altos en Europa, eran un factor a tener en cuenta).
Paradójicamente, se conjetura que ha sido la propia efebifobia la causa de la creación de conceptos como 'adolescencia'. El término no se utilizó hasta después de la Segunda Guerra Mundial, y su posterior ascenso al Olimpo mediático se realizó precisamente como un proyecto de márquetin: configurarlo como una entidad distinta del adulto, con usos y comportamientos ―sobre todo de consumo― propios. La progresiva promoción y proliferación de generaciones ―X, Y, millennials…― parece confirmar la existencia de esa estrategia: recursos publicitarios para vender ropa de usar y tirar o refrescos con sobredosis de azúcar, de la misma forma que si se escucha “libertad” en televisión es que están emitiendo un spot de telefonía móvil.
La tendencia a desacreditar a los jóvenes ha suscitado la previsible reacción contraria, la gerontofobia, el miedo a las personas ancianas, asociado con frecuencia al desprecio y al rechazo hacia los viejos. No confundir con la gerascofobia, el miedo a la vejez propia, aunque en ocasiones y sujetos vayan asociadas: a quien le aterra envejecer no le suele gustar la ancianidad. Como decía Jonathan Swift, “todo el mundo quisiera vivir largo tiempo, pero nadie querría ser viejo”. La gerontofobia no tiene tanto recorrido comercial como su fobia opuesta, pero sí es un must del fondo de armario político. Desde la execración de los viejos porque cuestan demasiado, o porque no votan a quienes nos conviene, hasta las recurrentes alarmas sobre la debacle demográfica presentada como un overbooking de la tercera edad ―y como una actitud egoísta de los reproducibles―, en lugar de una consecuencia de las condiciones sociolaborales. Todas estas manías están consideradas reas de edadismo (ageism), es decir, de discriminación por cuestión de edad.
Pero si Navalón escogió un mal día para pasar a la fama, Javier Marías es un borde o Pérez-Reverte ejerce de rijoso profesional no se debe a que tengan una edad provecta ―al menos no del todo―. Y despachar sus diatribas como un síntoma de senilidad es ingenuo y poco efectivo, sino contraproducente. E injusto. Bertrand Russell se extrañaba de que, cuanto más envejecía, más rebelde se sentía, y José Luis Sampedro no pasó precisamente sus últimos años predicando la concordia entre ricos y pobres y entonando loas al laissez faire. Además la incomprensión de la mocedad es un fenómeno bastante más que viejuno. Medio siglo antes de Cristo, Marco Tulio Cicerón ya se quejaba: “Estos son malos tiempos. Los hijos han dejado de obedecer a los padres y todo el mundo escribe libros”.
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Autor >
Xosé Manuel Pereiro
Es periodista y codirector de 'Luzes'. Tiene una banda de rock y ha publicado los libros 'Si, home si', 'Prestige. Tal como fuimos' y 'Diario de un repugnante'. Favores por los que se anticipan gracias
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