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Música académica del siglo XX

Desmemoria histórica

1939-1988: ¿Cincuenta años de paz y música? El autor de este artículo reflexiona sobre la sospechosa continuidad entre la política musical en la transición española y la del franquismo

Carlos García de la Vega 21/07/2017

<p>Portada de la revista Ritmo de julio de 1964.</p>

Portada de la revista Ritmo de julio de 1964.

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Me atengo a la exposición de motivos de la Ley de Memoria Histórica 52/2007, del 26 de diciembre, y encuentro el siguiente retazo de prosa legislativa: “Es la hora, así, de que la democracia española y las generaciones vivas que hoy disfrutan de ella honren y recuperen para siempre a todos los que directamente padecieron las injusticias y agravios producidos, por unos u otros motivos políticos o ideológicos o de creencias religiosas, en aquellos dolorosos períodos de nuestra historia”. En este sentido, la ley se presenta como un esfuerzo por articular y coordinar la localización e identificación de las víctimas de la dictadura. Además, residualmente, regula, como una especie de molde en negativo de esta tarea principal, la necesidad de repensar la presencia evocadora de la memoria de los símbolos y monumentos públicos que recuerdan el régimen que convirtió en víctimas a aquellas personas.

Por lo tanto, y siguiendo el espíritu de esta ley, en este artículo voy a intentar localizar e identificar a algunas víctimas del franquismo en materia musical, y en caso de encontrarlas, trataré de otorgar un nuevo significado a los monumentos musicales franquistas. 

Pero antes de empezar con estas dos tareas, quiero aclarar por qué voy a acabar hablando de la postverdad. El concepto de memoria histórica, en abstracto, es a la vez un oxímoron y un pleonasmo. La forma en la que se escriben las historias –porque no creo que exista una única forma de historia– consiste principalmente en un ejercicio intelectual de negación de la memoria como fenómeno fisiológico. No hay nada más caprichoso, más azaroso, más errático que la memoria. El hecho curatorial de seleccionar una serie de datos ciertos y de hilvanarlos mediante una interpretación, siempre ideológica, siempre subjetiva, es el ejercicio intelectual más alejado de cómo opera la memoria, vaporosa y envuelta en tules.

Pero de lo que se trata en la ciencia histórica es de servir de muleta más o menos mullida a esa caprichosa memoria, y ponerle las cosas fáciles, para no andar siempre sobre las arenas movedizas de la amnesia. Esto a la fuerza es peligroso, porque siempre son el historiador, su escuela, su corriente historiográfica, los que se encargan de ofrecernos el procesado de un mecanismo neuronal tan íntimo como es la memoria, y del que nos sirven, como si fuésemos niños pequeños, una muestra pequeña, masticada, y fácilmente digerible. 

No comprendo la sensación mediática (e incluso intelectual) que ha causado el término postverdad. Que lo llamen como quieran, pero es el ejercicio de pensamiento más básico: seleccionar datos con absoluta arbitrariedad, darles un sentido ideológico/emocional, y presentarlos como algo cierto y solvente. Es la base de la narrativa, de la historia, de casi cualquier disciplina humanística. Si un historiador se parase a pensar por un momento sobre lo inabarcable de la realidad que pretende estudiar, si quisiera ser mínimamente riguroso en su tarea, quedaría paralizado. La realidad presente es un fenómeno tan complejo que en cuanto se ha convertido en pasado se vuelve un misterio insondable que necesita del ejercicio constante de la reducción. Así que la postverdad no es nada nuevo, nada propio de esta era trumpera. Si, además, nos atenemos a la etimología de la misma palabra, podríamos encontrar una nueva definición como aquello que somos capaces de seleccionar y procesar después (post) de la verdad (hechos históricos). 

Este artículo pretende ser un homenaje a todos los musicólogos españoles que han trabajado durante lo que la historiografía denomina la Edad de Plata española (1915-1939), el franquismo y la democracia. Estas tres etapas son imposibles de entender separadas una de otra y, desde mi punto de vista, forman parte del mismo ciclo histórico hasta el presente, a pesar de las dramáticas circunstancias que dieron lugar al alzamiento militar del 18 de julio de 1936 y la aparente liberación que supuso la llegada de la democracia. 

Para identificar a las víctimas musicales del franquismo hay que remontarse al periodo del final del reinado de Alfonso XIII y la República. España era entonces un país plagado de teatros, teatros, circos, salas de variedades y de los primeros cinematógrafos. La industria cultural estaba basada en la música como principal fuente de entretenimiento, y las bandas de música, hoy tan injustamente denostadas, acercaban al público tanto un repertorio ligero como adaptaciones del repertorio culto. Ya había aparecido el fonógrafo y la radio, y en Madrid, desde el siglo xix, había comenzado a darse el fenómeno de las orquestas sinfónicas, que interpretaban programas mixtos muy populares. La ópera y la zarzuela sonaban en teatros, y en los cafés mediante adaptaciones para piano; y la aparición constante de nuevos títulos, acreditada por el vaciado sistemático de las carteleras que han hecho los musicólogos, da pie a pensar que quizá la producción fuese algo parecido a la hemorragia de series de televisión de hoy en día. En este panorama destacan compositores hoy todavía vigentes como Albéniz, Turina, Granados, Federico Moreno Torroba, Jacinto Guerrero, Amadeo Vives, Manuel Fernández Caballero, Francisco Alonso, Pablo Sorozábal, etc. Mucho menos conocidos fueron, sin embargo, los compositores de la siguiente generación que no quedaron incorporados a la historia de una manera tan generosa, quizá porque vieron truncadas sus carreras por el cambio de régimen. Provenientes de Cataluña estaban Robert Gerhard, Joaquín Homs, Frederic Mompou, Xavier Montsalvatge o Eduard Toldrá y, en Madrid, Salvador Bacarisse, Gutavo Pittaluga, Juan José Mantecón, Julián Bautista, Fernando Remacha o la destacadísima Rosa García Ascot. Una simple enumeración no les restituye ni les rehabilita, pero al menos les pone en un lugar que las historias de la música españolas del siglo xx generalmente no les otorga. Su música suena todavía demasiado poco en las programaciones, y de alguna manera parece como si hubiesen desaparecido. Los que no se exiliaron languidecieron en España dedicados a la docencia, y con una exigua actividad pública y/o concertística. 

Hubo una figura de la República, sin embargo, que, a pesar de que acabó exiliada, amalgama la gestión musical de este país en las tres fases políticas del siglo. Ostentaba esa especie de altivez basada en la seguridad en uno mismo más que en un conocimiento profundo y coherente. Fue crítico musical, desempeñó un cargo en el Ministerio de Cultura en la República y se hizo historiador en el exilio, además de formar parte de la Hispanic Society de Nueva York y la Asociación Internacional de Musicología. Me refiero a Adolfo Salazar (1890-1958), verdadero dinamizador y factótum de la música culta en la España de la época. Todavía su figura resulta demasiado intocable, demasiado mítica como para que se haga una lectura crítica de su tarea. Defendía el concepto de deshumanización del arte de Ortega y Gasset, lo que dio lugar a una forma de entender la gestión cultural cada vez más basada en el alejamiento del público. Solo muy recientemente las instituciones se han visto en la necesidad de volver a atraer a ese público, para hacer sostenible su existencia, tanto tiempo después, a golpe de sensacionalismo.

También dejó en herencia la defensa acérrima, casi burda, de uno de los mejores compositores españoles del siglo xx: Manuel de Falla. No soy muy dado a ordenar la creación en rankings. Sin embargo, tanto gracias al afán de posteridad del propio Falla –acusadísimo– como al aparato oficialista que le alzó a una especie de dignidad olímpica nunca antes vista en un compositor español, el autor de El sombrero de tres picos se convirtió en una especie de deidad viva poco menos que hasta nuestros días. El apoyo de Adolfo Salazar originó, por contraposición, y sobre todo por la propia capacidad reducida de la memoria, el injusto olvido de los compositores coetáneos antes mencionados, quizá a excepción de Monsalvatge. A pesar de que Falla se ponía de perfil con los asuntos políticos, ya que solo le interesaba su carrera, el exilio a Argentina fue considerado durante mucho tiempo como un posicionamiento. Parece ser, analizando su correspondencia, que la causa del mismo fue más económica que política, y a pesar de que el interés del franquismo por instrumentalizarlo fue constante, la forma de lidiar con sus propósitos oficialistas fue a la vez desconcertante y alentadora para el régimen. Resulta muy difícil evaluar su talla de intelectual con un criterio objetivo. Falla fue usado por la República, por el franquismo y por la democracia. Tres sensibilidades políticas antagónicas lo convirtieron en un símbolo nacional y, realmente, no se sabe lo que él pensaba de todo aquello mientras vivió, a pesar de su ingente correspondencia. La repatriación de su cadáver fue kafkiana y, a partir de entonces, su figura se convirtió en un signo de la españolidad digno de la mente de Felipe II. 

Prefiero hacer una lectura de Falla menos política y esencialista, más dinámica y relacional. Su importancia en la historia de la música del siglo xx no tiene nada que ver con los tejemanejes de las mentes de Adolfo Salazar, sus epígonos franquistas o el establishment cultural español de la transición, tan poco preparado como todos los anteriores. La verdadera importancia de Falla radica en que el mayor coolhunter de la historia de las artes escénicas se fijara en él. Serge Diaghilev, el promotor y empresario de Les Ballets Russes, fue quien consiguió que interactuasen figuras capitales de la historia de la cultura del siglo xx como Nijinsky, Nijinska, Balanchine y Lifar en la coreografía; Stravinsky, Satie, Hahn, Richard Strauss, Milhaud y Poulanc en lo musical; y Picasso, Braque, Juan Gris, Coco Chanel y De Chirico en lo plástico. A este dream team de creadores pertenece Manuel de Falla por derecho propio gracias a Cuadro flamenco y El sombrero de tres picos

Así que de momento, y según la ley de Memoria Histórica, he identificado y localizado a algunas víctimas del franquismo en lo musical, he propuesto redimensionar y contextualizar un monumento nacional público de la misma relevancia del Valle de los Caídos, como es la figura de Manuel de Falla, y me falta, escapando de la prosa legislativa, desvelar un giro argumental que han estudiado en profundidad dos investigadores españoles: por una parte Enrique Sacau Ferreira con su tesis de 2011 Performing a Political Shift: Avant-Garde Music in Cold War Spain, dirigida por Emanuele Senici, y por otro, el todavía doctorando Igor Contreras Zubillaga, alumno la École des Hautes Etudes en Sciences Sociales de París, que trabaja en su tesis L’avant-garde musicale espagnole sous le franquisme. Une histoire politique, que se ha de defender este año y que está dirigida nada menos que por Esteban Buch.

Mientras las decisiones musicales estratégicas más obvias del franquismo y de su brazo social adoctrinador, Falange Española, pasaban por edulcorar, amaestrar y estandarizar el folclore a través de la escalofriante Sección Femenina de Coros y Danzas, capitaneada por la terrorífica Pilar Primo de Rivera; mientras desde la casa de Carmen Polo, la auténtica dictadora estética y religiosa de la familia, se españolizaba España denigrando a la copla a género del régimen, con espectáculos germinales como Ropa tendida, del genial trío artístico formado por Quintero, León y Quiroga, para Concha Piquer en 1942; la oficialidad del Ministerio de Información y Turismo, con estos dos pilares ya consolidados, empezó a pensar, allá por los años sesenta, que la autarquía y la pura españolidad quizá no fuesen tan buena idea.

Para celebrar los 25 años de Paz, motivo conmemorativo que con un desacierto indescriptible fue usado por la Casa Real del supuestamente moderno Felipe VI en 2015 con motivo de los 70 años (¿de paz o de dictadura?), la maquinaria franquista, ahogada en la autarquía, decidió abrirse al mundo. Construyeron el germen la M30 como gallardones avant-la-lettre, y la llamaron la Avenida de la Paz; edificaron el Hospital de la Paz, referente sanitario todavía hoy de muchísimas especialidades clínicas, y otras decenas de acciones propagandísticas como la construcción de barrios enteros de VPO, que pretendían edulcorar lo sanguinario que había sido el régimen hasta ese momento. Para estas conmemoraciones, el radioactivo Manuel Fraga Iribarne programó un concierto para conmemorar los veinticinco años de dictadura y sometimiento del pueblo español. Uno podría suponer que en ese concierto se programara un espectáculo de Coros y Danzas, representando todas las singularidades y enorme riqueza del pueblo español, o que hubiesen aparecido por el Auditorio del Ministerio de Información y Turismo Juana Reina o Concha Piquer. Pero no. El régimen prefirió, programar un concierto de música contemporánea, que se celebró el 16 de junio de 1964, en el que se interpretaron tres obras –más o menos– de estreno, y fragmentos de la cantata La Atlántida de Manuel de Falla. El franquismo, alejado por completo de la postura esencialista, folclórica y de ensalzamiento de lo español, quería celebrar esa paz forzada con una de las obras más crípticas de Falla, inconclusa, y que no estaría acabada hasta que Ernesto Halffter estrenó la versión definitiva en el Festival de Lucerna de 1976. Acompañaban a esta obra tres obras nuevas de Cristóbal Halffter, otra Luis de Pablo (que no era nueva, pero sí rebautizada), y otra del padre Miguel Alonso. Este último era un sacerdote que compuso una pieza religiosa llamada Visión profética, de carácter conservador, pero las piezas de Cristóbal Halffter y Luis de Pablo, Secuencias y Testimonio respectivamente, estaban escritas según la novísima tradición europea del serialismo integral, con juegos de texturas orquestales, y un lenguaje musical vanguardista alejado de cualquier acercamiento al público. A partir de ese momento, las obras de estos dos compositores se comenzaron a programar, auspiciados por el Ministerio, en los Festivales de América y España, los de la Sociedad Internacional de Música Contemporánea, en las Bienales de Música Contemporánea, etc... en los que ambos tuvieron un papel bastante destacado.

Es curioso que ninguno de ellos, ni sus biógrafos, hablen demasiado abiertamente de la implicación en este concierto propagandístico, pero está claro que aprovecharon esta circunstancia para abrirse hueco en la sociedad musical española. En la España folclórica y de grandes miras patrióticas resulta extraño que se optara por la música contemporánea como embajadora de la cultura nacional. Está claro que tanto Halffter como Luis de Pablo tenían importantes conexiones en Alemania, donde habían entrado en contacto, durante el perfeccionamiento de sus estudios, con la élite de la música contemporánea internacional. Fueron ellos los que propiciaron la invitación a España de muchas de las figuras el momento, y quienes hicieron que la actividad musical española comenzara a ser relevante internacionalmente. Lejos de pretender juzgar o no la connivencia con el aparato cultural del régimen, lo que verdaderamente me parece interesante es preguntarse qué llevó al mismo a entender que debía de dar una imagen aperturista a través de la música de vanguardia.

El foco europeo de la creación musical contemporánea, radicado en los festivales y encuentros de verano en la ciudad de Darmstadt, había sido diseñado por los altos mandos del ejército de Estados Unidos, en plena postguerra de la II Guerra Mundial. Pretendían con este programa cultural vertebrar el tejido cultural local e insuflar a los alemanes confianza renovada en su legado musical, después de la vergüenza del periodo nazi. El país –imperialista– adalid de la libertad y la democracia y un régimen totalitario, violento y nacionalsocialista recurrían, sorprendentemente, a la misma estrategia cultural. Tengo la sensación de que esta conexión aún necesita un estudio histórico-musicológico serio y detallado.

El concierto se retransmitió por Televisión Española, y todos los plumillas de la música española, encabezados por el muy afecto Federico Sopeña, reseñaron con términos elogiosos aquel repertorio ininteligible para la ciudadanía española, diezmada moralmente y adoctrinada en otro tipo de cultura emocional-musical. Es como si el gesto no fuese con los españoles, sino hacia el exterior. La táctica, además, reforzaba las doctrinas de Ortega, Salazar y la deshumanización del arte, que se habían ido fraguando a lo largo de los años. Así, me parece oportuno resaltar cómo una doctrina exclusivamente estética puede ser empleada de manera política, precisamente por su forzada objetividad. No hay arte exento de su dimensión contextual y social, y son precisamente las teorías que prescinden de esto las que más peligro tienen, porque pueden dar lugar a su manipulación por parte de los poderosos.

Pero lo que resulta todavía más curioso es que, como el dinosaurio de Monterroso, con la llegada de la democracia la élite española siguió con una política musical continuista y de desarraigo de la creación contemporánea de la sociedad. Lo que validaron en la democracia, y todavía hoy se sigue validando, fue la labor de esos compositores de la generación del 51 que aparecieron en aquel concierto de los veinticinco años de dictadura y que han entrado a formar parte del establishment de la música contemporánea española, además de ejercer de patriarcas de todo el cotarro musical. Resulta curioso que en la inauguración del Auditorio Nacional en 1988 se interpretara de nuevo la cantata escénica La Atlántida de Manuel de Falla. Como si nada hubiese cambiado desde 1964 en la forma de entender lo nacional en música ni en la forma de encarnar lo simbólico español desde entonces.

Hoy en día, los postmodernos hablarían de estrategias de resignificación, de reapropiación cultural. Más bien parece todo lo contrario. Una especie de bajo de chacona incesante ha alumbrado la forma de entender la gestión musical en España desde los tiempos de la monarquía de Alfonso XIII. No deja de ser curioso que ese concierto de 1988 estuviera presidido por el entonces Príncipe de Asturias, y actual Rey constitucional, bisnieto de aquel, para cerrar un arco simétrico.

Hay que decir, como ya he indicado más arriba, que el trabajo de los musicólogos de base, los que hacen investigación primaria, está ya hecho. Ninguno de los datos que presento aquí es nuevo para la comunidad musicológica. El problema es que no ha habido ningún historiador-divulgador que haya conseguido calar en la memoria colectiva o en la opinión pública sobre la verdadera historia de la música del siglo xx en España, y por lo tanto tampoco en la de los programadores y gestores culturales, que se empeñan en perpetuar unos modelos, unos dejes salazarianos que, por acumulación, contribuyen a la desmemoria. Y, también de paso, a alimentar la postverdad. 

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Autor >

Carlos García de la Vega

Carlos García de la Vega (Málaga, 1977) es gestor cultural y musicólogo. Desde siempre se ha dedicado a hacer posible que la música suceda y a repensar la forma de contar su historia. En CTXT también le interesan los temas LGTBI+ y de la gestión cultural de lo común.

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2 comentario(s)

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  1. Pepe

    ¿Y porqué la música había de ser diferente del resto de la sociedad?

    Hace 6 años 8 meses

  2. Montserrat Iniesta

    ¿Qué nos puede decir el autor sobre la actitud arribista del "gran" maestro Rodrigo? Según tengo entendido, le dedicó al caudillo su Concierto de un Gentil Hombre. Agradecido debía estar el hombre, después de que le nombrasen director de la ONCE por el único mérito ser ciego y adepto al régimen.

    Hace 6 años 8 meses

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