Análisis
Quién gana y quién pierde: sobre las clases sociales
El capitalismo actual no discrimina porque obtiene su rentabilidad de cualquier espacio: del viejo proletariado, del autónomo, de las clases medias trabajadoras, de la pyme nacional, de las estructuras estatales o de las grandes empresas en declive
Esteban Hernández 26/07/2017
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Hoy los asuntos de clase parecen estar ausentes de la gran mayoría de los análisis acerca de la transformación de nuestras sociedades. Se habla de las personas que generan valor y de las que no, las que se quedan atrasadas y las que se actualizan, las que aprovechan las oportunidades y las que se anclan al pasado, como si la historia, el lugar de procedencia o los recursos de que se disponen fueran elementos accesorios a la hora de construir los futuros individuales. Los estudios de otras épocas sobre las élites ponían el énfasis en la clase como un elemento decisivo, ya que el capital del que se disponía, la educación y las conexiones con los actores sociales de más peso eran definitivos a la hora de integrar o de expulsar a alguien de los espacios de privilegio. El modelo dominante en nuestro tiempo señala a las élites como aliadas con la innovación y el mérito, aspectos que explicarían y justificarían su ventajosa posición; el de resistencia simplemente repite las ideas de otros tiempos y señala a las clases altas como la mera continuación de los ricos franquistas, sólo que ahora forman parte de los consejos de administración de bancos y eléctricas en lugar de copar la administración del Estado.
Ninguna de las dos es cierta, aunque algunos de sus elementos respondan a aspectos de la realidad. Por una parte, porque los indicadores clásicos de clase y las formas de acumulación de capital no explican completamente la ventaja de la élite contemporánea. Y, sobre todo, porque no responden a la naturaleza de nuestro sistema. La clave en este nuevo mercado no está en la producción o en el consumo, sino en la intermediación y en las transacciones, lo cual establece un entorno más móvil que en el pasado. Esto se nota particularmente en las tensiones entre las élites globales y las nacionales, donde las primeras están tratando de ingresar en la primera categoría, o al menos, de no ser desterradas de los espacios de privilegio. Pero de las élites hablaremos otro día, porque hoy tocan el resto de clases.
Del mismo modo que han existido transformaciones en lo más alto de la escala social, se han producido en todos los demás estratos, y de un modo especialmente intenso. A pesar de ello, la cuestión de clase no es tomada suficientemente en serio; unos porque ven en la educación, en el mérito y en la formación algo que surge del vacío, otros porque creen que segmentando a los perdedores y hablando de cognitariado, precariado, riders o trabajadores de los cuidados se define mejor la sociedad actual y otros porque cuando surge el término clase aplican la misma plantilla que llevan décadas empleando. El resumen que realiza Víctor Lenore de la presentación del libro de Nega y Arantxa Tirado que realizó Pablo Iglesias en el Círculo de Bellas Artes es un buen ejemplo de esos entornos políticos que siguen pensando en términos que ya no existen, o cuya realidad ha quedado sobrepasada por los acontecimientos.
El capitalismo actual tiene poco que ver con el de hace 40 años; funciona de otro modo, tiene aliados distintos y fija sus dianas en nuevos lugares
Ahí están todos los clichés: mis abuelos se partieron el lomo, Cañamero, el cortijo y la lucha con la Duquesa de Alba, las cacerías, los señoritos y Los santos inocentes, las teleoperadoras, las cuotas en los partidos para gente de clase trabajadora, y sobre todo una clase media intelectual que ha engañado a la clase obrera con su terminología oscura. Es un poco lo de siempre, como si hubiéramos vuelto cuarenta años atrás y en lugar de tener a las limpiadoras de hogar que van a casa de los ricos tuviéramos a las teleoperadoras, en lugar de a los heavies de barrio a la gente que escucha trap, en lugar de la gente que ha venido del pueblo a la que ha venido de otro país, y de fondo la oligarquía de siempre, los señoritos, que siguen campando a sus anchas, solo que en lugar de estar en el cortijo están en las eléctricas. Coges el esquema, lo arrojas al aire y miras a ver dónde cae. Pero las cosas no funcionan de este modo. Y no porque algunas de estas afirmaciones no se correspondan con la realidad, sino porque no son más que una parte, pero no la decisiva. El capitalismo actual tiene poco que ver con el de hace 40 años; funciona de otro modo, tiene aliados distintos y fija sus dianas en nuevos lugares.
Tomar esto en consideración es necesario si se quiere examinar el asunto de las clases desde una perspectiva materialista. La clase social tiene que ver con el lugar que se ocupa respecto de los medios de producción y con la articulación social que de esa posición se hace. Es un asunto material, pero también cultural y relacional, como sabemos. Pero tampoco vamos a entrar en discusiones académicas, con sus pequeñas parcelas, sus matices interminables y sus discusiones semánticas. Prefiero centrarme en lo básico: quién pone hoy el capital, quién el trabajo, cómo, de dónde y de quiénes se obtiene el beneficio. Esa respuesta, que nos situaría en la estructura, sólo puede darse desde el análisis concreto de la realidad concreta.
Como señalé en Los límites del deseo, nuestra época está dirigida por la economía financiarizada, algo de lo que no terminan de entenderse las consecuencias reales que tiene para nuestra vida cotidiana. Existe una gran masa de capital, entre real y ficticio, que se desplaza allí donde encuentra una opción de extraer beneficio. Constituye una suerte de tribu nómada siempre en tránsito que se detiene cuando percibe una oportunidad de aumentar su caudal. Desde el punto de vista económico, el mapa no está constituido por países o por regiones, sino por puntos de debilidad y espacios fortificados, por lugares (empresas, firmas, sistemas informáticos, países, mercados, materias primas, modelos de negocio) que pueden resistir a la velocidad y la potencia de los flujos de capital y los que se encuentran limitados a consecuencia de su tamaño, de las escasas fuerzas que pueden movilizar o de la posición débil que ocupan en la red global.
En este escenario, las cosas funcionan así: gente que posee capital, o que tiene acceso a él y puede pedirlo prestado, lo invierte en una empresa, en acciones especulativas, en operaciones de arbitraje o en montar una infraestructura de trading de alta frecuencia. Va buscando opciones de negocio por todas partes, de forma que el dinero genere más dinero. En lo que toca al mundo productivo, esas inversiones suelen focalizarse en dos clases de apuestas. Por una parte, el capital vive de grandes expectativas, y por eso canaliza enormes cantidades hacia empresas digitales, como Amazon, Google, Facebook o Uber, a pesar de que en sus inicios puedan ser ampliamente deficitarias. La promesa de conseguir un monopolio, y con él enormes ganancias, alimenta sus esperanzas. Este tipo de empresas también suponen la reorganización de los modos de producción social precedentes y de muchas de las normas que sustentaban las interacciones comerciales y legales. Como subraya Eric Peters, jefe de inversiones del hedge fund One River, estas firmas “no son más que mecanismos de reducción de los salarios a meros niveles de subsistencia”. Cambios del mismo tenor promueven en el terreno fiscal o en la reorganización de los operadores en la cadena de producción del servicio.
Con las compañías que están consolidadas, y al igual que los integristas religiosos perseguían cualquier rastro de pecado, los financieros husmean dinero cuando entienden que las empresas o Estados no se gestionan de manera ortodoxa, y se dedican a aplicarles la penitencia adecuada. Toman algo que ya existe (un sector comercial o profesional, una firma, un grupo de Estados) y lo reestructuran de un modo que sea provechoso para quienes aportan el capital; no trabajan desde la innovación, sino desde una gestión ligada al corto plazo.
El objetivo de esta clase de gestión, en esencia, consiste en transferir mayores cantidades de los recursos de la empresa hacia los accionistas, y hay muchos modos de hacerlo. Se pueden reducir costes, despedir personal, rebajar salarios, sustituir mano de obra por otra más barata, racionalizar los sistemas de producción o de prestación de servicios de modo que los empleados asuman más tareas o las realicen en menos tiempo, o incrementar el número de servicios prestados; también pueden aumentar el precio de los bienes y servicios o reducir la calidad. Mediante esos ajustes, mayores cantidades de dinero quedan libres, que son destinadas no a la reinversión en la compañía o en la mejora de la misma, en ofrecer un mejor producto, en contratar talento o en mejorar las condiciones de sus asalariados, sino en la mejor retribución a los accionistas, y a menudo al equipo directivo vía dividendos, recompra de acciones, o venta de partes de la empresa o de la empresa misma.
En ese contexto, la clase obrera, esa que produce el valor del que otros se apropian, se hace mucho más indefinida. Y en términos estrictos, mucho más amplia. Comparemos varios momentos en esa transición. El terrateniente cultivaba tomates; los campesinos a su servicio labraban el campo y le proporcionaban una materia prima que él vendía a precios muy superiores a los retribuidos a los trabajadores. Pero después el sector se conformó a partir de pequeñas empresas, que contrataban ocasionalmente a temporeros, y que vendían lo cultivado a bajo precio a grandes firmas de distribución que por su situación sólida en el mercado obtenían el rendimiento real. Más tarde, los distribuidores, conocedores de su posición dominante, comenzaron a apretar a sus proveedores, y a pagarles cantidades escasísimas. Y hoy, incluso las empresas de distribución se han convertido en mercancías en sí mismas fruto de la financiarización.
En este tránsito es más difícil delimitar quiénes son los que producen algo que tiene valor y quiénes obtienen la rentabilidad. Pongamos el caso de un hospital, (público o privado, es poco relevante para el capitalismo financiarizado, porque de ambos extrae ganancias). Cuando el equipo directivo decide, como ha ocurrido de manera insistente en los últimos tiempos, que la esencia del negocio no es prestar un mejor servicio sino ganar más ajustando costes, ya sea porque no hay recursos (en el caso público) o porque los accionistas lo exigen (en el privado), se produce una reacción en cadena que afecta a los salarios y a los tiempos de atención que los médicos dedican a cada paciente, al número de enfermeras contratadas, a sus sueldos y a la cantidad de pacientes que cada una de ellas debe atender, a los recursos administrativos con que se cuentan, a la disponibilidad de las máquinas adecuadas para realizar pruebas diagnósticas, a los medicamentos disponibles, a la presión sobre los proveedores para que reduzcan costes, a la atención que se presta a los pacientes y a la misma calidad de realización del trabajo, entre otros elementos.
Un tercer ejemplo: cuando un fondo activista adquiere una pequeña parte de las acciones de una empresa y presiona a los accionistas principales para que exijan más rentabilidad, o cuando el private equity adquiere una empresa para venderla tiempo después, los efectos suelen ser los mismos: despido de parte de los trabajadores, ya sean de los escalones inferiores o más habitualmente de los intermedios, la presión por la mejora de productividad, los horarios más exigentes, la externalización de servicios, la reducción de salarios, la vuelta de tuerca a la relación con los proveedores, y a menudo una menor calidad en el bien fabricado o en el servicio prestado.
La deuda de los países básicamente es esto, la reestructuración de ingresos y gastos con el objetivo de destinar cada vez más dinero a los acreedores, en forma de devolución de capital y de intereses, y menos a las necesidades institucionales. España es un ejemplo apropiado de esta lógica, ya que los recursos destinados a pensiones, prestaciones de desempleo, contratación y salarios de empleados públicos y realización de servicios, así como los destinados a inversión, menguan sustancialmente al mismo tiempo que aumentan las cantidades destinadas a hacer frente una deuda que no para de crecer. Si el Estado español fuera una persona, pertenecería a la clase obrera, al estar sometido a una lógica que le obliga a producir dinero y a destinarlo a cumplir con las exigencias de rentabilidad de quienes aportaron capital (ese que, a muchos de ellos, les prestó el BCE a un interés inferior, por otra parte), en lugar de a atender a sus nacionales.
Estos son algunos ejemplos de cómo funciona el mundo financiarizado, pero hay muchos otros y no son mejores. En esencia, el capitalismo actual discrimina poco, porque obtiene su rentabilidad de cualquier espacio. Funciona a partir de la reestructuración de las bases sociales que teníamos establecidas en Occidente, obteniendo su rentabilidad del viejo proletariado, del autónomo, de las clases medias propietarias, de la pyme nacional, de las estructuras estatales o de las grandes empresas en situaciones débiles. Esa es su materia prima: unos sectores a los que señala como anticuados y apegados a las tradiciones, que no han evolucionado, a los que hay que reconvertir y a los que gestionan afinando el modelo productivo hasta que consiguen extraer el máximo capital posible. Desde su perspectiva, da igual el entorno del que provengamos, ya sea clase obrera, media o media alta. Todo es una oportunidad para que las rentas fluyan en su dirección.
Y ese es el papel también que nos toca cumplir. No sólo los ingresos de una mayoría de españoles han descendido desde la crisis, sino que nos vemos obligados a pagar más: ya sea en forma de impuestos para saldar la deuda de los bancos; por la hipoteca o por el alquiler de vivienda, que siguen aumentando; por la factura de la luz; por el transporte; por la menor prestación de servicios estatales o por el encarecimiento de los privados; por la formación, más cara y con menos becas. Cuando hablamos de que la desigualdad crece, hablamos en esencia de este reestructuración social que está provocando que las cantidades fluyan de abajo hacia arriba. Y este es el efecto definitivo que estamos viviendo en nuestras sociedades. Se puede atribuir al capitalismo de toda la vida, a una expresión concreta de este instante, a la necesaria adaptación a los nuevos tiempos de los países occidentales, al adelgazamiento preciso para combatir en el mundo global o a lo que se quiera. La realidad es que así están las cosas: ganamos menos, pagamos más y tenemos menos seguridad, nuestras opciones vitales se reducen y estamos seguros de que la jubilación será muy dura, si es que llega. Esto le sucede a la clase obrera, a la media, a vuestros padres y a mis hijos; a una mayoría amplia de la población.
Este es el escenario. Pasarlo por alto, o poner el foco en una sola de las partes no es pragmático ni tampoco refleja lo que está sucediendo. Hay que poner encima de la mesa respuestas, y ahí es donde entra en juego la ideología, porque según el tipo de sociedad que se desee se ofrecerán unas u otras. La derecha, por ejemplo, ha ofrecido dos salidas: una es la de Macron que, al dar por sentado este contexto, ofrece la esperanza de situarse bien en él a través de esas reformas que quieren convertir a su país en una start-up nation; la otra es la del populismo de derechas, que ha entendido bien la transversalidad de los perjudicados, esos que, por su posición salen perdiendo, y les ha sugerido otra posibilidad. La izquierda española no ha hecho nada de esto; en parte porque cuando ha hablado de transversalidad quería decir “juntémonos con el PSOE” (o, en una vertiente más ambiciosa, “seamos el nuevo PSOE”), y en otro sentido, porque ha preferido buscar una traslación a los nuevos tiempos del esquema proletario de la época fordista o simplemente ha obviado lo material y ha priorizado las cuestiones culturales.
Lo siento, las cosas ya no funcionan así. Podéis seguir pensando en términos de mérito, de innovación o creer que la gente que se prepare en STEMS tendrá la vida resuelta, o seguir señalando a los canis, los teleoperadores y los reggaetoneros como los grandes perdedores a los que todos los demás oprimimos. Pero la realidad es que el mundo occidental se está partiendo y hay una línea que separa a los que ganan de los que ven sus opciones vitales deterioradas; hay sectores sociales que pierden más que otros, pero la realidad es que las filas de los perjudicados, de aquellos que están sirviendo para proporcionar beneficios a los vencedores de la financiarización, son mucho más amplias. Existe un nuevo reparto de posiciones producto de un mundo financiarizado en el que pensar desde lo material y desde el lugar que se ocupa en la estructura ya no es cuestión de blanco y negro. Obviar este hecho es trabajar gratis para quienes extraen los beneficios.
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Autor >
Esteban Hernández
Es autor de Los límites del deseo: instrucciones de uso del capitalismo del siglo XXI (Clave Intelectual, 2016) y periodista en el diario El Confidencial.
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