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Admirado por autores como Raymond Queneau, Boris Vian, André Malraux, Guy Debord o Blaise Cendrars, Pierre Mac Orlan, seudónimo de Pierre Dumarchey (1882-1970), es un personaje legendario de la bohemia parisina, soldado, pintor, reportero, jugador de rugby, poeta y autor de decenas de libros que lo consagraron como un maestro de la ironía. La editorial Jus publica estos días su «Breve manual del perfecto aventurero», aparecido por vez primera en 1920. Se trata de un divertidísimo texto del que espigamos unos pocos fragmentos especialmente dedicados a quienes, por las razones que sea, han renunciado a viajar este verano.
Es preciso establecer como un axioma que la aventura no existe: la aventura está en el espíritu de quien la persigue y, al tocarla, se desvanece para reaparecer más allá, transformada, en los límites de la imaginación.
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Los aventureros pueden dividirse en dos grandes grupos con numerosas subdivisiones. El primero podría ser la clase de los aventureros activos y la segunda la de los aventureros pasivos.
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A diferencia del aventurero pasivo, el aventurero activo deshonra a la familia más pintada. Las señales precursoras de tan funesta vocación aparecen ya durante la más tierna edad en forma de eso que las jóvenes madres llaman «chiquilladas» y que los invitados sufren con la paciencia que impone la buena educación.
La infancia del futuro aventurero activo constituye un curioso mosaico de delitos proporcionales al tamaño de su autor. El joven aventurero experimenta, desde la más tierna edad, la inflamación decorativa y el buen color aparente que las frecuentes bofetadas provocan en las mejillas de los iniciados.
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El aventurero activo puede escoger entre un número ilimitado de caminos a seguir, por eso no es fácil clasificarlo. Pero la mayoría de esos caminos conducen a aventuras vulgares. Y es precisamente por esa vulgaridad que ha perdido valor el bonito nombre de aventurero. Ha ido a parar a la crónica de sucesos o al folletín.
Es justo: pocos aventureros de hoy son dignos de consagración literaria --y no se trata de que nos pongamos a escribir aquí una «historia de los aventureros».
La vida sentimental y combativa de los aventureros activos es monótona, o al menos tiene unos colores que nos resultan demasiado familiares.
El marco estrechísimo en el que sus acciones se desarrollan nos ha desvelado ya todos sus secretos.
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El aventurero pasivo se agarra al brazo de su sillón como un capitán de crucero a la baranda de su puente de mando. Por él y solo por él hemos escrito este libro. Nos agrada su conducta apacible: nos permite explicar su forma de vida incluso a los más timoratos. El aventurero pasivo es sedentario. Detesta el movimiento en todas sus formas, la violencia vulgar, las matanzas, las armas de fuego y cualquier clase de muerte violenta.
El aventurero pasivo se agarra al brazo de su sillón como un capitán de crucero a la baranda de su puente de mando.
Detesta estas cosas si le atañen, pero su imaginación las evoca amorosa e ilusionadamente cuando quien las protagoniza es el aventurero activo.
El aventurero pasivo sólo existe porque parasita las proezas del aventurero activo.
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Instalado en una casa cómoda cual hueso dentro del fruto, el aventurero pasivo dejará que vengan a él las gestas anónimas de quienes, guiados por una mala estrella, se entregan a las fatigas de la aventura. Clasificando metódicamente esas gestas, experimentará la dulce angustia de los escalofríos sin mañana, pues en materia de aventura el mañana siempre es siniestro o, por lo menos, deprimente.
Con las grandes penas de los hombres de acción, los sedentarios se procuran infinidad
de pequeños y delicados goces cuyo conjunto da un agradable calorcillo al banquete de la vida.
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La gran animadora del aventurero pasivo es la imaginación: ella domina ese desorden, más aparente que real, que caracteriza el cerebro de este hombre amable, lugar atestado de muebles, de prendas, de armas y de instrumentos curiosos que puede compararse con la tienda de un chamarilero o de un anticuario.
El cerebro de un aventurero pasivo debe estar lleno de objetos raros, como de baratillo, pues de allí deberán salir los paños con ingenuos motivos florales que ofrecerá a los salvajes de los países nuevos a cambio de enfermedades contagiosas más duraderas que el tinte de esos paños. No deberá menospreciar lo que se puede extraer de los venenos más sutiles y más literarios: el vino, el opio, el tabaco, el alcohol de los bares —que tanto le gustaba a Jack London—; incluso el amor, siempre burlesco, siempre trágico, que, sin embargo, jamás deberá considerar un medio serio para llamar la atención del público.
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Un hombre cabal, si ama la aventura, nunca habla de lo que ha visto. Un aventurero pasivo con buen gusto se guarda lo que ha visto por pudor. Además, no hay que olvidar que la aventura está en la imaginación del que la busca. Se evapora entre las manos cuando creemos tenerla, y de nada sirve tenerla bien sujeta: es humo.
Hay, pues, que cuidarse de alcanzar ese objetivo inexistente por las vías usuales. Un aventurero pasivo es capaz de concebir de manera clara y distinta países de los que sólo conoce la ubicación geográfica. El hombre que haya vivido realmente en Caracas no se atreverá a imaginar una gesta en ese escenario decepcionante. Cuando escribió el conmovedor final del célebre capitán Flint, Stevenson ignoraba lo pintoresco de Savannah, cuya descripción real y concienzuda sólo le habría restado méritos a la personalidad del gran escritor escocés.
Siempre que pueda, el aventurero pasivo debe imponer su personalidad, a despecho del tema, la veracidad de los hechos y el escenario.
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Autor >
Pierre Mac Orlan
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