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Juramento de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno.
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Todavía estamos a tiempo para saberlo. Entre los tópicos más malsanos de la reciente historia española, el de la transición política del franquismo a la democracia, y su pretendido carácter de ejemplar, es el peor, el más envenenadamente perverso. Sustentado y difundido por una derecha ensoberbecida, que no tuvo que acudir a otra guerra civil para seguir en el machito, aliviada, asegurada y fortalecida, después de 40 años sosteniendo y gozando de un régimen dictatorial, inclemente y feroz, con muertos, como fondo, incluso pocos meses antes de la desaparición del dictador. La transición fue la gran ocasión de los traidores, la sublimación de los desertores, el zénit de los cínicos, el momento estelar de los caraduras, que se olvidaron de sus fidelidades, de sus juramentos, de sus compromisos, de su pasado, al servicio y a la sombra del dictador, para mirar a otro lado, inaugurar otras traiciones y prolongar sus privilegios. Fue un espectáculo bochornoso. Se dejaron en el armario la camisa azul, el yugo y las flechas y todos los arreos del fascismo paramilitar, cambiaron de discurso y de vocabulario, se pusieron, parodiando su himno, al sol que más calienta. Salvaron su propia herencia, abrazaron a sus antiguos enemigos y sonrieron, como si aquí no hubiera ocurrido nada, imitaron a su jefe, que pasó de saludar a Hitler en Hendaya a abrazar a Eisenhower en Barajas. Volvieron a ser los salvadores de la patria. Los Fraga, los Martín Villa, los Adolfo Suárez, los Fernández Miranda, los Arias Navarro, los Areilza y el propio rey Juan Carlos, nombrado por el dictador, sin consultar con nadie, como hacía siempre, a la sombra de los principios del Movimiento, y aplaudido por una derecha agradecida.
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Luciano G. Egido
Es escritor y periodista. Autor de numerosas novelas y ensayos por los que ha obtenido diversos premios.
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