Lectura / Aquaplaning (3)
Recónditos parajes de mujer madura
Miguel Ángel García Argüez 16/08/2017
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En capítulos anteriores (1 y 2), un joven estudiante de periodismo se une a la familia de Noé y a todos los animales, y sube al Arca de justo antes de que comience el Diluvio Universal. A causa de las gigantescas lluvias, el mundo queda pronto sepultado bajo las aguas.
El Arca echó a navegar de forma inesperada. Aquel día, yo había terminado la delicada tarea de echar de comer a las babosas y me fui a la cocina a ayudar a Mari Chopped a hacer la cena y entretenernos, como cada tarde, con una agradable conversación. Al entrar la vi allí, en medio del vaporoso panorama de las ollas y las sartenes, cercada por el blub-blub del cocido sobre el fogón, el fru-fru del extractor en el techo y el chac-chac del cuchillo sobre el tablero de parchís, con el pelo negro recogido en una cola hermosa y el perfil moreno recortado sobre los cucharones colgados de la pared. Me acerqué y ella al verme entrar dejó el cuchillo en la mesa, me miró a los ojos y me dijo hola con una sonrisa grandiosa y bienhechora.
Entonces llegó la primera sacudida. Todo se movió con brusquedad. Nos miramos asustados, sin saber qué estaba ocurriendo. Luego vino la segunda. Más fuerte. Fue como si el suelo bailara bajo nuestros pies. Mari Chopped perdió el equilibrio y yo la sujeté por la cintura. Nuestras caras quedaron nariz contra nariz. Noté su aliento asustado sobre mi boca como el vaho del más exquisito guiso del mundo. Sentí deseos de besarla en medio de aquel terrible crujido de maderas. Recordé la letra de una canción que decía:
Mira que desde este ángulo
me estás volviendo loco.
Abrázame como si hubiera un terremoto.
Oímos los gritos de los demás. Nos separamos y corrimos al salón. Los niños lloraban asustados. Noé trataba de calmarnos. Tranquilos, decía, es solo que comenzamos a flotar. Y, efectivamente, notamos bajo nuestros pies el bamboleo difuso y ondulado de las olas. Poco a poco todos dejamos de hablar. Hasta los niños callaron y miraban el techo sin entender qué pasaba. Y en el silencio estridente de la borrasca y el crujido fantasmal de las maderas nos sentimos solos y perdidos, algas muertas a la merced del viento y las aguas, náufragos en una isla que flota, presos en una celda impermeable, polluelos sin plumas encerrados en el nido. Una motita de polvo que naufraga en el espacio.
Aquella noche di más vueltas en la cama que de costumbre. La novedad de sentir el Arca en un incesante movimiento pendular y la imagen de Mari Chopped abrazada a mí, respirando sobre mi cara, no me dejaban conciliar el sueño. Tratando de no hacer ruido alguno, me levanté y, con una vela tiritando en mi mano, salí a pasear por los establos. Mi sombra temblorosa se alargaba entre la respiración de las bestias durmientes, los reptiles que susurraban hondamente entre las sombras, el sueño inquieto y tenue de las aves y los ronquidos imposibles de insectos y moluscos. La lluvia arrullaba el sueño incómodo del mundo. Me senté junto a las cebras, donde la paja estaba más limpia, y me recosté tratando de imaginar cómo debía de ser ahí afuera el espectáculo bíblico e irrepetible del Diluvio Universal. Con los ojos cerrados, quise ver el Arca, pequeñísimo en la inmensidad sin concesiones de la Tierra inundada, meciéndose torpemente en medio de una extensión grisácea y siniestra de aguas revueltas, troncos flotantes, cadáveres hinchados de animales y personas en descomposición, bolsas de plástico como medusas muertas, latas rojiblancas de refrescos, bandejitas de corcho amarillo, colillas pisoteadas, cáscaras de fruta podrida, manchas de aceite sin forma, compresas usadas y sin usar, botellas vacías y cajas de brik, hojas sueltas de periódicos y, quizá, pequeñas figuritas de ajedrez desterradas para siempre de la salvación. De pronto, asustado por el siniestro panorama imaginario del fin del mundo, abrí los ojos y allí estaba Mari Chopped, de pie frente a mí en la penumbra, mirándome a los ojos, envuelta en una colcha sobre los hombros, sonriendo a la luz temblorosa de la vela.
Derramamos todo el amor del mundo sumergidos sobre un lecho de pajas frescas y olor a mamífero adormilado. Las cebras miraban con sus hondos ojos negros el bullir de nuestros cuerpos desnudos retorciéndose con ansia de condenados a muerte. Los cinco sentidos se me reconcentraron en la yema de los dedos cuando recorrí con gula adolescente su cuerpo hirviendo en acuarelas pardas, la pantalla reflectora de su piel morena salpicada con los cobrizos reflejos de la llamita que iluminaba nuestro tálamo furtivo, nuestros besos más felinos, nuestras lenguas ofidias, nuestras palmetadas paquidérmicas, nuestra saliva anfibia, nuestros movimientos arácnidos, nuestro amor más tierno y animal. Hundí mi cara en su pelo de leona en celo, trepé por la senda oculta en el valle de su espalda, empapé mis dedos en el monzón de sus labios, bebí en la charca amazónica de sus ojos que lloraban de dicha y vine finalmente a sumergirme en una loca estampida de jaguares por la más tersa ciénaga del mundo, los cálidos humedales de sus muslos abiertos.
Mari Chopped me dijo al oído que me quería.
Y llovía a fuera y llovía adentro, una borrasca de calor y sementera que inundó sus más recónditos parajes de mujer madura, resoplamos como antílopes y bufamos como ballenas azules emergiendo de las aguas heladas del orgasmo. Luego, abrazados dentro de una burbuja densa donde olía a sudor, a estiércol y a aguacero, ella vino a dormirse con su mejilla apoyada en mi pecho.
No supe reaccionar y me quedé inmóvil abrazado al cuerpo caliente y dormido de Mari Chopped cuando, con los ojos entreabiertos aún por el deseo, vi a Noé entre las sombras, altivo y silencioso, mirándonos sin expresión. Luego bajó la cabeza en silencio y se marchó lentamente, cojeando hasta perderse en la negrura.
Y fue así como muchas otras noches, en el secreto quejumbroso de los animales, Mari Chopped y yo nos convertimos en amantes. Mirando a las innumerables parejas de criaturas aprendimos a aparearnos de todas las maneras posibles y estudiamos con amor sus movimientos, sus extraños cortejos y sus más exaltados cánticos de amor. Si ella trinaba como una alondra, yo bramaba como un búfalo, si ella se contorsionaba como una anguila, yo crujía como un grillo, si ella me silbaba como una cobra, yo la envolvía como un pulpo. Por lo demás, todo transcurría igual en la vida diaria del Arca y solo la llegada de la noche constituía para nosotros dos el gran recreo existencial de nuestras mecánicas vidas.
Y así continuó todo hasta que una mañana, de repente, dejó de llover. Fue como si alguien de pronto cerrara el gran grifo de los cielos. Se detuvo de golpe el ruido de la lluvia y, por unos segundos, el silencio nos pareció más terrible que el estruendo que nos había estado acompañando desde que comenzó el Diluvio. Tras unos instantes de sorpresa, estallamos en gritos eufóricos y, dejando lo que cada cual se traía entre manos, corrimos a cubierta abriendo la escotilla superior. El aire húmedo nos llenó el alma y, por vez primera, pudimos ver con exactitud la majestuosidad inenarrable del mundo cubierto por el agua. Hasta donde alcanzaba nuestra vista no había nada salvo un mar gris que, a lo lejos, se fundía con el plomo perpetuo de las nubes. Un viento extraño ululaba sobre nuestras cabezas y por los canalones y los bajantes goteaban aún los últimos escombros de la lluvia. Los niños comenzaron a corretear por la cubierta y, contagiados de su euforia, los adultos nos abrazamos ruidosamente entre risotadas. Noé, de pronto, alzando los brazos al cielo, dijo:
—¡¡¡Por fin, Señor, creí que nunca volverías a hablarme!!!
—...
—Sabes que en el fondo nunca dudé, Señor.
—...
—Gracias, Señor, por cuidar de estos tus hijos...
—...
—Claro, claro...
—...
—Pero...
—...
—Sí, señor, hágase tu voluntad.
Y volviéndose hacia nosotros, nos dijo:
—Lo peor ya ha pasado, pero aún hay que esperar a que bajen las aguas. Yavé está contento con nosotros y nos envía su bendición.
Y volvimos otra vez a estallar en un alborozo incontenible. Repartimos besos como si acabasen de dar las doce campanadas, levantamos en el aire a los niños gritando de dicha y, en fin, nos sentimos todos henchidos de emoción y alegría.
Aquella tarde, subimos de nuevo a cubierta y Noé trajo entre sus manos un enclenque pelícano para soltarlo y que echase a volar en busca de una señal de tierra seca. Cierto es que en las Sagradas Escrituras ha quedado recogido que el pájaro encargado de tan excelsa misión fue una paloma hermosa y blanca, pero en realidad, deshecho el mito de esos ropajes lírico-simbólicos, el animal elegido fue un desgarbado pelícano que se alejó volando con torpeza hasta perderse en la lejanía. Todos nos quedamos mirando aquella ridícula figura sin confiar demasiado en su sospechosa eficacia.
Aquella noche, la cena se convirtió en una fiesta. Tras los postres, Sem sacó un par de botellas de DYC que tenía reservadas en secreto para estrenar en alguna ocasión digna de tales dispendios y, aunque a Noé en principio no le hizo mucha gracia, acabamos brindando alegremente y bebiendo en honor de Yavé y de sus magnas decisiones. Las mujeres cantaron y todos bailamos encendidos por la euforia y el licor hasta altas horas de la madrugada. Pero aquella improvisada velada habría esa noche de acabar con un final inesperado porque de repente Jafet, que había salido a buscar unas plumas de pavo real para improvisar un número de drag queen, entró atropelladamente en el salón con los ojos muy abiertos y nos calló a todos gritando:
—¡Venid enseguida! ¡Tenemos un polizón a bordo!
(Concluirá la próxima semana: 4. UNA MAÑANA, DE REPENTE, DEJÓ DE LLOVER)
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Este cuento forma parte del libro de relatos El bombero de Pompeya (Libros de la Herida, 2017).
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Autor >
Miguel Ángel García Argüez
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