TRIBUNA
Democratización del ocio y malthusianismo turístico
¿Hasta cuándo se va a seguir incentivando que en este país llamado España cada vez más porcentaje de su población trabajadora tome las vacaciones a la vez? Con tanto agosto hasta acabará siendo difícil “hacer el agosto”
José Antonio Pérez Tapias 16/08/2017
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¡Ay, aquellos viajeros románticos…! Esa especie se extinguió. Ahora hay turistas, por millones. Cuentan las crónicas que más de mil millones al año hacen viajes de turismo en el mundo. Y dicen las estadísticas que unos 85 millones de turistas se moverán esta temporada por España. ¿No hablábamos de “sociedad de masas”? Pues aquí la tenemos, en ella estamos: es la nuestra; y somos nosotros los que hacemos que se mueva esa masa global. No hace falta decir que la masa de turistas es la constituida por una capa de la población que puede viajar, tomar algunas vacaciones, disfrutar del sol y la playa y hasta visitar algunos monumentos. Otros muchos no se lo pueden permitir. A millones de personas, ni se les pasa por la cabeza. En muchos casos viajan para emigrar, que nada tiene que ver con el turismo. Pero el caso es que con las masas de turistas se mueve una industria que, en el mercado global, acentúa su carácter depredador respecto a recursos: suelo, combustibles, agua, espacio y patrimonio monumental.
Pero, ciertamente, si hay una gran masa de turistas que pueden ejercer como tales es porque el ocio se ha democratizado hasta tal punto que así sucede: donde aumenta la franja de las llamadas clases medias se incrementa, casi con fuerza de automatismo, la posibilidad, y la necesidad incluso –el “sistema” la induce-, del turismo. El reverso es que se produce una situación en la que encontramos una especie de inesperada actualización del diagnóstico demográfico de Malthus: si éste decía que la población de la Tierra iba a crecer en progresión geométrica mientras que los recursos para sostenerla no lo harían nunca de esa manera, anunciando de ese modo la catástrofe –se ha ido evitando hasta ahora por la capacidad de innovación tecnoeconómica, pero no por ello hay que dar por eliminada la crisis pronosticada por el visionario británico con su diagnóstico de tan mal agüero-, de forma análoga podemos decir algo parecido de la depredación que produce el turismo masivo. El incremento indefinido del número de turistas puede acabar haciendo inviable lo que hasta ahora hemos entendido por turismo; es más, puede terminar haciendo imposible los mínimos placenteros que el turismo ha de tener para quien lo hace, aun por mucho que bajen los estándares al respecto.
No vamos a pasar por alto que a la deseable democratización del ocio, asociada a logros como las vacaciones cual conquista laboral o los aumentos salariales que las posibilitan –hoy es factor de clamorosa desigualdad el que el salario de muchos no les dé para ello-, le corresponde como su reflejo especular el despliegue de un gran frente de negocio. El turismo como actividad económica mueve millones, genera beneficios ingentes y es pieza clave en el PIB de algunos países; en España, sin ir más lejos, da lugar a más del 11% del Producto Interior Bruto. La maquinaria de la industria turística funciona a pleno rendimiento y constantemente se alienta a que lo haga aún con más fuerza. Ocurre, sin embargo, que tratándose de una especie de “gran industria” en contexto capitalista, la lógica de su funcionamiento es la que el capitalismo aplica siempre y en todo lugar: máximo beneficio al menor coste y en el menor tiempo posible. Es decir, precios óptimos para captar clientela y permitir el más amplio margen empresarial en contexto muy competitivo, con salarios lo más bajo posible para que no repercutan en costes menguando beneficios, y aprovechamiento total de las posibilidades brindadas desde lo público para el beneficio privado, desde ventajas fiscales si fuera el caso, hasta desarrollo de infraestructuras urbanas y de transporte, pasando por el mantenimiento de un patrimonio público natural y cultural que se hace a costa de las arcas del Estado en sus diversas administraciones. Éstas no pueden dejar de hacer todo ello pues, aparte el cómo se haga, del turismo depende un alto porcentaje de puestos de trabajo directos e indirectos, lo cual es indispensable para aliviar el paro. Se oculta en gran medida no ya la temporalidad de la mayoría de los contratos, sino el hecho de que en muchos casos -¡líbrenme los dioses de señalar indebidamente a nadie!- trabajos duros y mal remunerados conllevan una tasa de explotación que aún hace más difícil hablar respecto a ellos de empleos dignos. Eso mismo, en una economía muy dependiente del sector servicios, hace de nuestra realidad la propia de una sociedad de servicios condenada, si no se remedia, a una posición subalterna en el mercado global, lo cual, tanto por motivos internos como por causas externas –imaginemos el día en que los países de la orilla sur del Mediterráneo puedan reganar su cuota de mercado en el turismo internacional- nos puede originar en el futuro tantos dolores de cabeza como sufrimiento social.
Como los tiempos adelantan que es una barbaridad –la tecnología tiene la bendita culpa de ello-, en la sociedad de la información y la comunicación, la de la cultura digital, se han abierto camino nuevas formas de llevar adelante la actividad turística y de acceder a su disfrute. La posibilidad que brinda Internet de gestionar de otra manera los alojamientos y de contratar medios de transporte supone nuevas condiciones ventajosas para turistas en busca de destino. Implican también nuevas formas de competencia para los empresarios y operadores que venían actuando en el sector. Y en medio, trabajadoras y trabajadores expuestos a que recaigan sobre sus espaldas los costes de ajustes provocados por estas nuevas situaciones. Lo que vemos es que la cuestión aún adquiere más alcance, dado que el mercado se expande y el capitalismo es omnívoro. Tan es así que se nos presenta un mercado de alquiler reventado y lanzado a una desaforada especulación inmobiliaria de nuevo tipo cuando viviendas particulares se destinan al alojamiento de turistas, en muchos casos fuera de todo control fiscal y al injustificable precio de echar antes a quienes las habitaban, quebrando con ello toda política de potenciación del alquiler como modo de acceso a la vivienda que es conveniente promocionar. Otro tanto puede decirse de las nuevas formas de contratar medios de transporte, con daño directo al sector del taxi u otros. Y si barrios de ciudades con mucha presión turística se ven de tal manera alterados en su población y vida diaria, como sectores productivos igualmente afectados, sólo hay que ver cómo se desenvuelve el turismo de masas en los núcleos históricos de ciudades patrimoniales para sacar la conclusión de que no hay gallina de oro que justifique que se la siga engordando irracionalmente para que sus desechos dejen todo alrededor hecho un corral inhabitable.
Saltaron las alarmas y alguien acuñó la palabra “turismofobia”. Esperemos que no cuaje el invento y, menos aún, que dé lugar a derivas xenófobas. En verdad, el problema no ha surgido en dos días ni es cuestión de cuatro extremistas. Por el contrario, viene de muy atrás, de un modelo de industria turística absolutamente necesitado de revisión a fondo y urgente puesta al día. El turista tiene derecho a ser bien tratado y a no verse culpabilizado por lo que él no ha generado y que puede que en absoluto conociera. También tiene el deber moral de hacer turismo con conciencia social y ecológica. Y el sector turístico tiene en sus manos proceder a la reformulación de objetivos y medios. Es a ese respecto que desde la política hay mucho que decir, pues se trata de articular una regulación que en gran parte está por hacer. Mirar para otro lado y cantar las alabanzas cuantitativas de un turismo cuya depredación pone mucho en peligro es grave irresponsabilidad que, cuando la vemos en algunos, incluso siendo presidente del gobierno, produce tanto sobresalto como vergüenza ajena. No augura nada bueno el solapamiento de intereses e ignorancia.
Hay puntos del orden del día social y político que, una vez formulados, no pueden dejar de tratarse. No vale descalificar su mismo enunciado por el hecho de que para ser escrito hubo quienes se pasaron de la raya con acciones que, queriendo ser llamativas, se situaron en la órbita de lo vandálico. Otras muchas ni fueron ni son así. El caso es que el debate social está abierto de cara a decisiones políticas que han de ser, sin trampas, democráticas. Sucede que a la democracia hoy debemos exigirle –debemos exigirnos- que sea “ecodemocracia”, como viene diciéndose por parte de algunos –el analista y activista francés Serge Latouche, por ejemplo-, planteando como pertinente hablar incluso de “decrecimiento” en aras de una calidad que, efectivamente, beneficie a todos en el presente y en el futuro.
No obstante, de manera previa a abordar cuestiones más de fondo, se deben ir tratando asuntos diversos que no admiten demora, los cuales van desde las política de vivienda hasta las de protección del patrimonio, pasando por otras que pueden parecer más triviales pero que no dejan de incidir en el problema que nos preocupa y ocupa: ¿hasta cuándo se va a seguir incentivando que en este país llamado España cada vez más porcentaje de su población trabajadora tome las vacaciones a la vez? Con tanto agosto hasta acabará siendo difícil “hacer el agosto”. La destructividad de las masas es pavorosa. Contra la masificación, poder democrático para conjugar racionalmente ocio y negocio.
¡Ay, aquellos viajeros románticos…! Esa especie se extinguió. Ahora hay turistas, por millones. Cuentan las crónicas que más de mil millones al año hacen viajes de turismo en el mundo. Y dicen las estadísticas que unos 85 millones de turistas se moverán esta temporada por España. ¿No hablábamos de “sociedad de...
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José Antonio Pérez Tapias
Es catedrático en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Granada. Es autor de 'Invitación al federalismo. España y las razones para un Estado plurinacional'(Madrid, Trotta, 2013).
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