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Censura ya
En el vacío existencial creado por el dios dinero, cualquier clase de castigo parece preferible al necio purgatorio de ser o no ser libre que nos ha sido asignado
Ian Svenonius 11/10/2017
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Necesitamos censura. Censura para detener el vómito constante que escupe la radio. Censura de la “prensa libre” que crea una versión distorsionada de los acontecimientos mundiales, así como el armazón intelectual para los asesinatos en masa. Censura de los libros que cumplen el mismo papel: memorias redactadas por un escritorzuelo o un negro y firmadas por personalidades políticas o celebridades que deberían estar en la cárcel más que dentro del circuito de charlas y conferencias. Censura de la industria del cine por generar una pueril apología imperialista y pornografía que promueve la tortura. Censura de las artes, cuyo estatus especial de inmunidad frente a cualquier clase de culpabilidad explica y excusa la degenerada ideología que hace posible toda esta “libertad”.
En efecto, de todos los sistemas que requieren supresión y purga, comenzaremos por las artes.
El arte es la piedra angular. Aparentemente intrascendente, “la libertad de expresión creativa” es una maniobra de distracción: una máscara, una estratagema, una operación de bandera falsa. Detrás de la defensa del derecho inalienable del arte para ser, decir y hacer cualquier cosa se oculta un truco planificado por los señores del capital cuyas implicaciones son insidiosas y extraordinarias. Ha convertido el arte --en lugar de ser el escudo, el arma, el panfleto propagandístico de los que de otra manera se encontrarían privados de derechos, al alcance de todos-- en algo sagrado y sin valor, cuyo bienestar debe proteger a cualquier precio la musculatura del Estado militarizado. Si lo sostienen los superprivilegiados y lo defienden los degenerados hasta un nivel cósmico, ¿qué sentido tiene salir en defensa de esta bestia? Y ¿en qué se ha convertido en dicha compañía? El arte no es puramente sensual, ni carece de intención o efecto. El arte está en las trincheras y lucha por un punto de vista u otro, ya sea de forma explícita o encubierta. El arte, de hecho, incita a la violencia más que cualquier otra cosa.
Los videojuegos y las películas creados por la industria del entretenimiento deben censurarse. Son virus descargados en las mentes de una nación. Están diseñados para causar violencia y pasividad masturbatoria, y para crear máquinas asesinas completamente obedientes
Cuando el Estado, como un violento capo mafioso, destruye sistemáticamente a sus oponentes (Martin Luther King, Malcolm X, Mosaddeq, Lumumba, Salvador Allende, Che Guevara, Gaddafi, Fred Hampton, Orlando Letelier, Óscar Romero, las monjas de El Salvador, un número incalculable de personas en Vietnam, Guatemala, Honduras, Laos, Camboya, Palestina, Afganistán, Haití, El Salvador, Nicaragua, Cuba, Angola, Irak y otros países), ¿cómo debemos interpretar su aceptación condescendiente de “las artes”? A través de semejante despliegue de virilidad a la hora de reaccionar contra sus enemigos, ¿cómo puede la clase artística no reconocer la vía libre que se extiende ante ella como algo distinto al desprecio definitivo: la relegación de su trabajo a una inmadura vanidad? Si el arte es capaz de “cambiar el mundo” --lo que por supuesto puede hacer y, en efecto, hace-- ¿no es en verdad la doctrina de la “libertad de expresión” simplemente un modo de degradarlo a un gulag teórico de impotencia e irrelevancia absolutas?
Desde tiempos inmemoriales, los dictadores han decidido qué arte era aceptable y cuál no. Era una muestra de respeto al papel del arte y del artista, un modo de reconocer que el arte tenía relevancia, significado y poder en relación con la conciencia internacional y los sistemas ideológicos. El arte perdura más allá de los efímeros líderes políticos, más allá de las circunstancias de su tiempo. Cruza fronteras con fluidez, sin visados ni permisos. Actúa como un punto de confluencia para generaciones enteras; un tótem de significado que conecta los matices de facciones enfrentadas en beneficio de una mayor unidad. El arte sirve a la política como un “bosque” en lugar de árboles; proporciona visión, claridad e idealismo cuando nos quedamos atascados en los detalles.
De ahí que se trate de una sustancia peligrosa que ha de ser regulada a cualquier precio. Aun así, a pesar de lo peligrosa que resulta para la humanidad, al mismo tiempo es una fuente de esperanza. Si creemos, por ejemplo, que el rock ‘n’ roll hizo caer a la URSS y al comunismo, una opinión que cada vez está más de moda, entonces ¿no creemos también que el rock‘n’roll --o alguna forma artística semejante-- podría llegar a derribar al capitalismo, un sistema aquejado por incluso más contradicciones, descontento global, e injusticias que llegan a la locura?
El arte, y la llamada expresión artística, debe situarse bajo la amenaza de la censura y, a la vez, disponer de los medios y de la voluntad para imponerse a ella. Para que recupere el sentido de su lugar en el mundo, debe vivir a la sombra del garrote y la censura, en vez de oscurecido por la censura pasivo-agresiva del “mercado” que se impone sobre la mayoría de los artistas. Esto no es más que un disfraz cobarde para las proscripciones ideológicas de la clase dirigente. Muestran ciertos reparos a realizar condenas explícitas. Los desafiamos a declarar públicamente sus objeciones, preferencias y censuras oficiales sobre los contenidos de nuestros discos, cuadros, películas y ensayos, en lugar de ignorarlos de un modo pasivo-agresivo, rehuyéndolos y relegándolos al cubo de la basura del purgatorio indigente. Hoy en día, el arte se encuentra en un limbo. Es un desastre, no tiene ni idea de por qué existe, de dónde viene, hacia dónde va ni para quién es. La censura le concedería inmediatamente un compás, un significado, un propósito, una dirección; le restituiría su poder. En esencia, un artista “anticensura” en realidad ondea una bandera blanca y declara que su obra es intrascendente; un borrón, un garabato, un pintarrajo, un lunar.
La música que se oye en la radio --las canciones pop, rock, rap y country que promueven la guerra de clases y celebran la imbecilidad, la sociopatía, la acumulación inmoral de riqueza, la discriminación y los roles sociales atrofiados-- es la voz que se proyecta desde Wall Street. Todos los valores de los corredores de bolsa están ejemplificados en esta música. Independientemente del atractivo que puedan tener las estrellas del pop que los representan, solo suenan por la radio porque cosifican los valores corruptos de la sádica estructura de poder. La élite pretende programarte, embaucarte, hipnotizarte, controlarte --te consideran su propiedad, su “putita”--, a través de los cantantes que los representan. ¡Censúralos! No permitas que te hablen así.
el mercado nos enseña que (aparte de la posibilidad de fama y dinero) el arte, la música o la expresión artística no significan nada ni tienen consecuencias, salvo conducir a más arte y expresión. Al fin y al cabo, bajo la ideología capitalista todo es ambiguo
Deja que se arrastren colectivamente hasta el sumidero del que provienen. Pueden realizar conciertos en secreto para la convención de responsables de compras de Walmart o de cualquier otra camarilla de repugnantes y babosos proxenetas que los haya elegido para ser la voz vacua e incesante del control mental. Pero debe negárseles el acceso a las ondas hertzianas, las tiendas de discos, Internet y el consumo público. ¡Censura para la radio!
Los videojuegos y las películas creados por la industria del entretenimiento deben censurarse. Son virus descargados en las mentes de una nación. Están diseñados para causar violencia y pasividad masturbatoria, y para crear máquinas asesinas completamente obedientes. La respuesta de la izquierda a cualquier afirmación de que la corriente de ultraviolencia que fluye de la pantalla al ojo y de ahí al cerebro pueda ser destructiva es la siguiente ecuación reduccionista: “Shakespeare es bueno. El teatro de Shakespeare contiene una violencia inhumana. Por tanto, la representación de la violencia y la barbarie de la manera más gratuita no solo es edificante, sino intrínseca al arte auténticamente poderoso, el cual forma parte de un linaje maravilloso que se remonta a Shakespeare y a la cuna de la cultura occidental: los griegos”.
O esta otra: “Edipo era un individuo perturbado que asesinó a su padre, durmió con su madre y después se cegó a sí mismo. ¿En qué se diferencia el videojuego Call of Duty, que entrena a sus usuarios adolescentes a asesinar de manera eficiente e indiscriminada, de esta venerada tragedia griega?”.
Los escritorzuelos de Hollywood, faltos de la inteligencia suficiente para crear una historia digna con personajes conmovedores, producen como churros violencia hiperbólica, dado el efecto sedante que produce en el cerebro. La sangre salpica por todas partes, las explosiones se multiplican, no hay nada que se ahorren en la carrera para manufacturar las imágenes y las situaciones más infames imaginables. Los productores conspiran con representantes del ejército, la Marina, la Agencia de Inteligencia de la Defensa (DIA, ‘Defense Intelligence Agency’), la CIA; en resumen, con la escoria de la Tierra.
Recaudan millones y más millones de estas instituciones evasoras de impuestos para contar sus historias. Censura a Hollywood. Protege las pantallas de su porquería y mantén a sus tristes gigolós alejados de la alfombra roja. Que se dediquen a los rituales patéticos que prefieran; castings coitales en homenaje a Louis Mayer o maliciosos intercambios de correos electrónicos en tributo al archicolega Judd Apatow. Pero hay que censurarlos hasta que aprendan a hacer películas con un contenido cautivador en lugar de depender de una mixtape de canciones antiguas para desencadenar una respuesta emocional. Censura el cine y el vídeo ya. ¡¡Censura hasta la reeducación!!
Censura las noticias. La libertad de expresión, la libertad de prensa y otras libertades de los medios de comunicación se han convertido en una parodia mortal y grotesca de su promesa, pues la ideología del “libre mercado” y los intereses financieros determinan su enfoque, su cobertura, su crónica de la historia como si se tratase de un “borrador previo”. Explican la brutalidad de su descabellado sistema con un esbozo racionalizado que con la distancia suficiente se revelaría como algo absurdo. Pero carecemos de ella. Estamos inundados, inmersos día y noche por el detrito que nos arroja su monopolio de la libertad de expresión. Un monopolio de poder que disfrutan los más egoístas, los más ricos y, por tanto, los más grotescos y menos compasivos. No tienen restricciones. Se han vuelto locos. Censúralos.
El troleo sádico en Internet, la incitación al odio que contamina las bocas de los gilipollas que caen más bajo y la enorme popularidad de las formas más viles de la pornografía son intentos fuera de lugar de censurarse, de moldearse a base de latigazos
Cuando el “periódico de mayor tirada” publica una racionalización fantasiosa para explicar la invasión de Irak --un genocidio demente-- queda impune por ello. La prensa, a fin de cuentas, es “libre”, libre para escupir un chorro de mentiras y crear guerras para las corporaciones y los sistemas ideológicos madre a quienes sirve. Se desarrollan entonces los acontecimientos supuestamente inevitables mientras los periodistas los observan con remordimientos, mostrando una falsa inocencia, sin admitir jamás su papel central en la propagación de los asesinatos en masa.
Cuando las noticias en la tele, la radio, la prensa e Internet están obstruidas por la manipulación financiera, los exabruptos y la bilis, ¿es posible creer en la libertad de ninguna de estas formas? No. Debemos crear restricciones morales sobre aquello que se permite. Censura la prensa. Censura la libertad de expresión. Censura ya.
Censura a los políticos. Los funcionarios electos, que son totalmente corruptos y están vendidos a las más putrefactas preocupaciones de las empresas, necesitan un bozal. Censúralos antes de que generen más sermones cursis y condescendientes dirigidos a las “familias trabajadoras” y la “gente” que los han llevado hasta allí. Los únicos que les preocupan son sus secuaces constructores y los puteros miembros de grupos de presión, cuyos culos besan con amor. Censúralos y envíalos a prisión.
Censura la tecnología. Las “innovaciones” tecnológicas determinan gran parte de lo que se convierte en arte, medios de comunicación, mensaje y, por tanto, vida. Debemos poner los grilletes a estos medios por el bien de la propia expresión. ¿Por qué se permite a la industria contaminar el mundo con lo que sea que decidan convertir en paradigma a través de su control del mercado? ¿Por qué no hay límites para estas tecnologías transformadoras cuando tantas de ellas degradan la Tierra y nuestra vida sobre ella? Los televisores de pantalla plana transforman cada habitación y espacio en una dependencia externa de la casa, con deportes y anuncios de cerveza aporreando a los transeúntes. La música, que había sido en el pasado una experiencia comunitaria que vinculaba a los oyentes de una manera extraordinaria y sublime, se ha convertido --a través de la introducción de los “auriculares”-- en un experimento pornográfico de control mental, con unos diminutos altavoces transmitiendo unos terribles alardes sociopáticos, como un Yago canalla, para promulgar un mundo donde el acto más egoísta es obligatorio y se fomentan las actitudes trastornadas. La expresión de estos sentimientos provocaría consternación si se reprodujeran en voz alta. Deja que se oiga la verdad. Censura los auriculares... ¡¡ya!!
Censura Internet. Internet es una quimera fuera de control. Una adicción pervertida y penetrante --peor que la metanfetamina, el caballo o la cocaína-- que ha convertido a toda la población en pasiva, fascista y completamente descerebrada. Necesitamos una clínica de rehabilitación de Internet para todo el mundo. ¡Censura Internet ya!
Las ideas son controvertidas, no elegantes, e incluso pueden resultar difíciles de escuchar.
A fin de cuentas, el occidental moderno vive una existencia filosóficamente despreocupada. En gran medida apolítico, recela poco de la violencia estatal y de su uso como fuerza represiva.
Los gustos degenerados de la gente --sin duda enfermos y retorcidos-- son un producto de su distanciamiento del arte, de la programación vertical y del poder del control mental mediante las operaciones psicológicas comerciales
Responde con insípidos “ah” y “hum” al terror, la tortura, la guerra aérea, las invasiones, la encarcelación masiva y el ecocidio que patrocina el Estado. No le interesan las incursiones en el tiempo y el espacio, ni tampoco las calamidades cósmicas y pluridimensionales. Las negociaciones clandestinas en manos de una élite sifilítica que sodomiza al globo terráqueo para saciar sus vicios se reciben con un encogimiento de hombros. “¿Cómo? ¿Preocuparme yo?”, clamarían si tan solo fueran lo bastante letrados para leer la revista MAD.
Desde una perspectiva social, temas como los mencionados anteriormente son de mal gusto. Tabúes tanto para discutirlos en público como para considerarlos en privado. Semejante esoterismo es irrelevante a la hora de llevar una vida que consista en acudir en Uber a una cita Tinder para compartir un gelato con una posible pareja sexual. La participación en la política nunca interrumpe semejantes boberías metrosexuales, excepto las variedades que encuentran su espacio dentro de las redes sociales: bien sea indignación por las meteduras de pata racistas de las figuras políticas o el deleite semiótico por las implicaciones de la miniserie por cable de moda.
Esta indignación, que normalmente se expresa en la red a través de los movimientos frenéticos de un ansioso dedo índice, supone en realidad una preocupación por el comportamiento social. Diseñada para avergonzar a los soeces o a los torpes, su análisis no se extiende hasta críticas sistémicas de la desigualdad o el horror institucionalizados. No es más que simple autosatisfacción dentro de una “comunidad online” sobre lo “jodida” que es tal o cual persona. El politiqueo de la “justicia social” moderna es, en la mayoría de los casos, una Emily Post vestida de gala y aislada en su torre de marfil.
La participación política o el activismo son, por lo tanto, raros; pero, una vez despiertas, las personas occidentales se lanzarán de cabeza a la acción heroica en defensa de unos pocos valores sagrados. Aman y consideran indispensables ciertas “libertades” para asegurar una civilización realizada plenamente. Una de ellas es la oposición incondicional y vociferante a la censura. Para los estadounidenses y su Primera Enmienda --que garantiza la absoluta libertad de expresión--, el arte ha de ser libre para decir o hacer cualquier cosa. Esto se debe a que el mercado nos enseña que (aparte de la posibilidad de fama y dinero) el arte, la música o la expresión artística no significan nada ni tienen consecuencias, salvo conducir a más arte y expresión. Al fin y al cabo, bajo la ideología capitalista todo es ambiguo. Toda cultura, arte, estilo y pensamiento es mera información que absorber y regurgitar en la radio, en la televisión o en una bolsa de tela de una boutique del centro comercial. La boina del Che Guevara, el peinado de Himmler o el camisón de J. Edgar Hoover son postideológicos, están reducidos a elementos de diseño en una amalgama de beneficios calculados y caprichos de los consumidores.
Mientras tanto, la “libertad de expresión” (o, mejor dicho, lo que ellos llaman así) se considera sacrosanta y no pueden ponerse barreras alrededor del “arte”, la “expresión” y el “libre flujo de información”.
De hecho, ningún otro asunto molesta ni agita más a los occidentales que la idea de que la “libertad de expresión” se vea comprometida. ¿De dónde han sacado esta noción de que debería permitirse a las personas decir cualquier cosa que quieran? ¿Les parecería bien que un extraño acompañado de un asistente personal se sentara a cenar a su mesa y empezara a soltar porquería y bilis de forma ininterrumpida? ¿Les permitirían insultar a sus amigos y familiares con un megáfono gracias a su “libertad de expresión”? Si la sociedad es una especie de mesa de comedor, entonces la radio, la tele, los medios de comunicación, las noticias, los políticos, los círculos artísticos, el sector tecnológico, los promotores inmobiliarios, los grupos de reflexión neoliberales, las fuerzas armadas y las ligas deportivas profesionales son el tenebroso desconocido: burlones, mentirosos, acosadores e incitadores a la violencia por encima de la cesta del pan.
La respuesta de todos ellos es que se trata de una calle de doble sentido, que nosotros también podemos unirnos a la conversación y que “cualquiera puede hacerlo”. Esa es otra mentira. El arte y la expresión deben triunfar en “el mercado” para que su producción vaya más allá de la microescala. Si el “arte” o la música, el libro, el periódico, etcétera, no consiguen entrar en las listas de éxitos, entonces es que realmente no es muy bueno, o al menos esa es la impresión general que se tiene. El mercado ha hablado. Fin de la historia. Sin embargo, en realidad, el éxito viene determinado por el capital; los números uno se compran, los éxitos de taquilla también y lo mismo sucede con las oficinas electorales. Mientras tanto, las cadenas de televisión, las revistas y los periódicos son los órganos de la super élite.
El falso “mercado” es, sin lugar a dudas, una censura de facto, pero una que no controlamos. Garantiza que un mensaje paternalista, imperialista, idiota, militarizado y racista impregne el arte y la sociedad. Necesitamos una censura de las personas, una censura desde los cimientos, una censura insurgente (una que no dependa de los imbéciles hipócritas del Estado militarizado esteroideo o del club elitista que lo dirija).
Necesitamos una censura de guerrillas. Una que empiece en las personas. ¿Una ambición aparentemente imposible o más allá de cualquier escala? No. Una vanguardia siempre guía a las masas. Los gustos degenerados de la gente --sin duda enfermos y retorcidos-- son un producto de su distanciamiento del arte, de la programación vertical y del poder del control mental mediante las operaciones psicológicas comerciales. Del mismo modo que se les guió hacia dentro del inodoro, pueden ser conducidos fuera de él. Comencemos las censuras de una en una, con un poco de organización y de astucia. Somos capaces de hacerlo. Censura hasta la reeducación. ¡Censura ya!
La gente quiere censura. El troleo sádico en Internet, la incitación al odio que contamina las bocas de los gilipollas que caen más bajo y la enorme popularidad de las formas más viles de la pornografía son intentos fuera de lugar de censurarse, de moldearse a base de latigazos, de merodear por las esquinas. En el vacío existencial creado por el dios dinero, cualquier clase de castigo parece preferible al necio purgatorio de ser o no ser libre que nos ha sido asignado.
De la misma manera, el arte --más recientemente el rock‘n’roll-- siempre está a la caza de la censura, y le muerde los tobillos a lo permitido. Tales estratagemas se describen como acrobacias de marketing y astucias pueriles, cuando en realidad representan un intento desesperado de alcanzar la trascendencia. El rock‘n’roll se resiente de su rol oficial como modelo de la rebelión sin sentido y vacía contra la rehabilitación de los abusos y el control absoluto fascista del capitalismo. Siempre ha soñado con llegar a ser algo más, con que sus gestos rebeldes pudieran ser auténticos. Pero el mercado le niega cualquier significado al rechazar la censura de sus perversiones, sus provocaciones, sus políticas o su inmadurez. Con la defensa de sus derechos en manos del Estado, el roquero se ve reducido a la nada.
En lugar del censor, los grupos musicales han establecido prohibiciones para sí mismos ocultando un esoterismo proscrito en sus productos. De ahí los símbolos satánicos en las portadas de los discos, los mensajes ocultos grabados al revés en los surcos de los vinilos y las pataletas que sufren las estrellas de los escenarios, que se exponen a sí mismos en público, infringen los códigos de la Comisión Federal de Comunicaciones y, por lo demás, importunan a las autoridades para que les prohíban “expresarse”. Todo es en vano, porque el único propósito del mercado es él mismo y su propia y singular supremacía, que pretende ser una “ley natural” como algo opuesto a una construcción legislada o ideológica. Su bostezo es ensordecedor.
Estos artistas buscan en el lugar equivocado. Necesitamos una censura de guerrillas que emplee todas las despiadadas herramientas de una revolución. Dolor, terror, crueldad absoluta; no para aplacar la hipócrita moralidad cristiana o el estúpido código social, sino para pisotear el grotesco control mental subliminal y la incitación al odio de la cultura moderna, los medios de comunicación, las noticias, la política y el arte.
El Estado no puede ser el censor. El Estado debe ser censurado, junto con sus viles sirvientes y sus monstruosos amos. Censura, conclusión, erradicación y liquidación.
¡Censura hasta la reeducación! ¡Censura al Estado!
¡¡Censura YA!!
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La edición en castellano de Te están robando el alma, de Ian Svenonius, traducida por Lucía Barahona, ha sido publicada por la editorial Blackie Books el pasado 4 de octubre.
Autor >
Ian Svenonius
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