Escenas de la guerra cultural en el extremo centro comercial
Adular al superior, ofender al inferior y quejarse por la indignación del ofendido: he ahí la fórmula del ascenso social en el escalafón intelectual de nuestro tiempo
Xandru Fernández 28/05/2017
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Atención: lo que viene a continuación no es una reseña de Arden las redes, el libro de Juan Soto Ivars del que usted, muy probablemente, ya se ha formado una opinión. Lo que sigue es una reseña de reseñas y entrevistas producidas con ocasión del lanzamiento editorial de Arden las redes, el libro de Juan Soto Ivars del que usted, muy probablemente, ya se ha formado una opinión a través de alguna de esas reseñas y entrevistas. El libro no es más que la excusa argumental de este artículo, del mismo modo que, en el mercado de las ideas, el libro no es más que la excusa argumental de esas reseñas y entrevistas.
El núcleo del libro de Soto Ivars, y de todo el tinglado informativo que se ha montado a su vera, es el concepto de “poscensura”: “Un sistema represivo que no requiere leyes ni Estado censor, y que impone sus prohibiciones infundiendo el miedo a ser catalogados como traidores” (“De la posverdad a la poscensura: obsesionados con no ofender”, El Mundo, 30 de abril de 2017). En numerosos artículos y entrevistas ha glosado Soto Ivars ese concepto, alertando de una proliferación de “linchamientos digitales” que “amenaza con enmudecernos a todos”: “Ser criticado, atacado, insultado, boicoteado, condenado, multado, penado, despedido de tu empleo… Eso sucedía antes con la censura franquista, y ahora con la poscensura” (La Vanguardia, 11 de mayo de 2017). Aunque menudea con casos de “poscensura” de derechas o conservadora, es más generoso en ejemplos de intolerancia de izquierdas, esto es, “linchamientos” contra personas calificadas de machistas, racistas u homófobas por parte de “pajilleros de la indignación”.
El extremo centro, con sus rituales para advenedizos y todo su catálogo de postonterías, ha dejado de ser un lugar ideológico para convertirse en una modalidad de autopromoción
El concepto de “poscensura” ha sido recibido con aplausos y alharacas por decenas de presuntas víctimas de “linchamientos digitales” que no han perdido un instante en salir disparados del armario a contarnos sus vidas. Esta es una de las virtudes de las tesis de Soto Ivars: su capacidad para concitar el autorreconocimiento de una parte muy importante de su público, precisamente esa parte en la que viven periodistas, críticos, columnistas y gente que es las tres cosas a la vez. Es difícil leer Vida y destino y exclamar: “¡Eso me pasó a mí!”, pero con Arden las redes es, visto lo visto, facilísimo. Quien no ha aprovechado la ocasión para contarnos su experiencia (“Como cualquier persona con un poco de proyección pública, he sido víctima de la poscensura”, confesaba un empático Sergio del Molino), ha aprovechado para imaginársela (“Yo mismo no estoy en las redes sociales pero no soy tan tonto como para ignorar que allí me daña una escoria que es más ‘norma’ que yo”, conjeturaba un ¿envidioso? Ignacio Vidal-Foch). Hasta yo podría apuntarme un tanto contándoles mi fugaz encontronazo con Barbijaputa. Todo sea por situarse del lado de las víctimas, mucho más vistoso y venturoso que el de los verdugos.
Cierto que estas adhesiones se producen porque en la situación descrita hay un fondo de verdad: que en las redes sociales se expresa con total libertad una gran cantidad de cretinos, que se profieren sentencias e insultos de más que dudoso gusto, y que el volumen de exabruptos y estupideces es mayor del que sería saludable toparse a lo largo de toda una vida. Lo que cuesta más creer sin un análisis cuantitativo que lo sustente es: a) que ese conjunto de comportamientos sea mayoritario entre los usuarios de las redes sociales; b) que ese conjunto de comportamientos sea más frecuente en las redes sociales que fuera de ellas; y, especialmente, c) que ese conjunto de comportamientos sea revelador e ilustrativo de las carencias sociales e intelectuales de una mayoría social denominada habitualmente “la masa”, “la chusma” o “la gente”.
Adversus populistas
“El comunismo ya no es el enemigo principal de la democracia liberal –de la libertad– sino el populismo”. Así de contundente se expresaba Mario Vargas Llosa en El País (“El nuevo enemigo”, 5 de marzo de 2017), y si algo hemos aprendido últimamente es que, cuando Vargas Llosa se pone contundente, hay que tomárselo en serio. Fundamentalmente por su condición de prima donna del pensamiento áulico en España desde hace dos decenios, pero también por su innata capacidad para forjar apotegmas incontestables a partir de obviedades o generalizaciones de escaso o nulo contenido empírico. Pero hay que ser justos con Vargas Llosa: su lugar en la cúspide de la cadena trófica intelectual es, hablando con propiedad, un no-lugar. Su función es puramente decorativa, como la de un rey emérito, pero no genera opinión en el sentido instrumental del término: a lo sumo solemniza la opinión hegemónica del momento, vistiéndola de chaqué y exponiéndola al aplauso. El trabajo sucio lo hacen otros.
La construcción del enemigo populista es una labor de equipo en la que colaboran los think tanks de los grandes partidos-empresa, los consejos de administración de periódicos y cadenas de televisión, y las nuevas milicias intelectuales organizadas en grupos de afinidades e intereses. Nada nuevo. Tampoco debería sorprendernos, en este contexto, la resurrección del cliché más gastado de la ya vieja nueva derecha, a saber: la “dictadura de lo políticamente correcto”: “Se impone (es decir, domina) lo políticamente correcto sobre una gran cantidad de personas que no son conscientes de su alcance y gravedad: son embaucadas (sinónimo de manipuladas, como es sabido) por el aura buenista en que se oculta este movimiento totalitario […] El totalitarismo de lo políticamente correcto promueve y triunfa, en efecto, sobre […] una inmensa muchedumbre de gente que certeramente ha sido denominada hombre-masa o, simplemente, masa” (Manuel Ballester, “Lo políticamente correcto o el acoso a la libertad”, FAES, abril-junio 2012). La demonización de las redes sociales como lugar virtual donde esa masa bruta e ignorante se concentra y ejerce su poder represor contra individuos libres e informados forma parte de la misma estrategia.
¿Cómo actúan esas masas alienadas y manipuladas por la “dictadura de lo políticamente correcto”? “Mi respuesta es que la hiperconexión de las sociedades democráticas nos ha sumido en una guerra intransigente de puntos de vista, en una batalla cultural de batallones líquidos, a los que uno se adscribe sin más compromiso que la necesidad de que el grupo le dé la razón, y que un nuevo tipo de prensa sensacionalista promociona y legitima estos sentimientos exacerbados, de forma que el debate racional es prácticamente imposible en el entorno de las redes sociales. Éstas se han convertido en un canal por el que la ofensa corre libremente hasta infectar a los periódicos, la radio y la televisión. Las masas se levantan en grupos que exigen, según lo que afecta a sus sensibilidades, recortar la libertad de expresión” (Juan Soto Ivars, Arden las redes: La poscensura y el nuevo mundo virtual). A pesar de algunas expresiones (“hiperconexión”, “batallones líquidos”) que dan aroma a megamodernez, la estructura argumental de este discurso no es demasiado novedosa: recorre la literatura sociológica de signo conservador desde hace casi dos siglos. Así se expresaba Gustave Le Bon en 1895: “Los sentimientos buenos o malos, manifestados por una masa, presentan la doble característica de ser muy simples o muy exagerados. En este aspecto, así como en tantos otros, el individuo-masa se aproxima a los seres primitivos. Inaccesible a los matices, ve las cosas en bloque y no conoce transiciones. En la masa, la exageración de un sentimiento está fortalecida por el hecho de que, al propagarse muy rápidamente por sugestión y contagio, la aprobación de la que es objeto acrecienta su fuerza de modo considerable” (Psicología de las masas). Irracionalidad, tendencia a la exageración, simpleza, búsqueda de la aprobación del grupo: los batallones líquidos de Soto Ivars se comportan igual que las masas proletarias estigmatizadas por Le Bon, Taine y otros nostálgicos del Antiguo Régimen.
El concepto de “poscensura” ha sido recibido con alharacas por decenas de presuntas víctimas de “linchamientos digitales” que no han perdido un instante en salir disparados a contarnos sus vidas
El catalizador de las descargas de furia e indignación de las masas tuiteras sería, como hemos adelantado, la ideología de lo políticamente correcto. De nuevo se echa en falta un análisis riguroso de la influencia de esta ideología en la sociedad española, pero pasémoslo por alto en aras de la brevedad y el buen rollo. Me parece más urgente preguntarnos a quién le supone un problema que una Consejería de Educación difunda un manual destinado a erradicar la discriminación por razón de género, raza u orientación sexual. ¿Qué libertad en concreto se está atacando cuando se recomienda o incluso se impone el uso de terminología inclusiva en el lenguaje burocrático? ¿Hemos oído hablar de las “normas de etiqueta”? ¿Aceptaríamos con total naturalidad que un funcionario se dirigiera a un ciudadano llamándole “eh, tú, hijo de la gran puta”? La extirpación de expresiones ofensivas en las comunicaciones oficiales de la administración, y su progresiva extensión a otros contextos comunicativos, no parece un objetivo demasiado censurable, a no ser que uno tema que por el camino le sean cercenados unos cuantos privilegios que hasta ahora detentaba por razón de género, raza u orientación sexual.
El hecho de que la extensión de la democracia conlleve la incorporación progresiva de colectivos e identidades al disfrute de los derechos constitucionales y a la ocupación del espacio público, implica que esos colectivos e identidades hasta entonces subalternas adquieran y ejerciten una autoestima de la que carecían. Teniendo en cuenta que la ideología sustentadora de las democracias modernas nos atribuye derechos a todos y cada uno de nosotros, la oposición frontal a las exigencias de reconocimiento de esos colectivos tradicionalmente excluidos (mujeres, homosexuales, personas de raza no blanca o religión no cristiana) no puede recurrir a mecanismos de legitimación de privilegios que se consideran extintos o de mal gusto (la pureza racial, la gracia divina, la virilidad), de modo que, al no poder atacar los fundamentos teóricos y formales de esas exigencias, debe contentarse con embestir contra los modos (intolerantes, exaltados, etc.) en que éstas se manifiestan.
Ocurre, no obstante, que esa denuncia de malos modos, insultos, “linchamientos digitales”, etc., plantea más problemas de los que trata de resolver. Fundamentalmente por su carácter consecuencialista, pues instala en el imaginario social el temor de que, liberada a su capricho, esa masa intolerante actúe despóticamente, despojándonos de nuestras libertades fundamentales. Sin embargo, seguimos esperando a que se produzcan esas brutales consecuencias: al repasar los últimos casos de persecución legal de la libertad de expresión en España (y ojo, esto lo hace Soto Ivars en su libro, lo que lo vuelve todavía más incomprensible), brillan por su ausencia las condenas o secuestros de publicaciones por haber ofendido a algún colectivo discriminado. Lo que abundan son condenas y secuestros de publicaciones por ofensas a la monarquía, a la bandera, a víctimas del terrorismo que no se sintieron ofendidas o a jerarcas de la dictadura franquista. Comparadas con la realidad, las quejas de los “poscensurados” reales o imaginarios tienen mucho de frivolidad. Comparadas con otras realidades no demasiado lejanas, adquieren un matiz obsceno: en lo que llevamos de 2017, en México han sido encarcelados 193 periodistas y 166 internautas, y han sido asesinados ocho periodistas y dos internautas. El último, Javier Valdez, hace tan solo unos días. Uno de sus últimos tuits decía: “Que nos maten a todos, si esa es la condena de muerte por reportar en este infierno. No al silencio”.
Teniendo en cuenta que hasta hace muy poco muchos periodistas españoles sí que estaban en el punto de mira de armas de verdad, la transmutación de valores que se está produciendo es más que sospechosa
Por lo demás, ¿cuál sería el antídoto contra ese veneno totalitario? ¿Cómo limitar esos presuntos ataques a la libertad de expresión sin limitar la libertad de expresión misma? El problema planteado por Soto Ivars, en el supuesto de que fuese un problema, carece de solución. Es más bien la expresión de un pensamiento contradictorio: si yo, haciendo uso de mi derecho a opinar, provoco que tú hagas uso del tuyo para contradecirme, no puedo hacer nada al respecto salvo limitar ese derecho que trato de salvaguardar. Eso suponiendo que no se trate de una ofuscación transitoria y lo que quiera decir es que yo puedo decir lo que me dé la gana pero tú, en cambio, no puedes.
¿De dónde sale, entonces, ese goteo incesante de protestas por la intolerancia de las masas digitales? Es verosímil que en algunos casos sea puro cinismo, o militancia, o cheque al portador expedido por alguna fundación filantrópica de esas que se dedican a elaborar argumentarios para políticos balbuceantes, pero uno se resiste a admitir cualquiera de esas causas o todas a la vez como razón última de tanto espasmo verbal. Teniendo en cuenta, además, que hasta hace muy poco tiempo muchos periodistas españoles sí que estaban en el punto de mira de armas de verdad, no de mentirijillas, la transmutación de valores que se está produciendo últimamente ya es más que sospechosa. Si tuviera mucha prisa por acabar este artículo, echaría mano del comodín Podemos, pero seamos serios: no todo obedece a una campaña orquestada contra ese partido.
La lógica del ‘wannabe’
Al comentar el papel del desprecio y la repugnancia en el trato moderno con las masas, dice Peter Sloterdijk: “Allí donde se tiene que elegir, en relación con un colectivo, entre comunicación vertical (ofensa) y comunicación horizontal (adulación), está en liza algo a lo que llamaremos necesariamente un problema objetivo de reconocimiento […] Negar el reconocimiento significa despreciar, del mismo modo que rechazar y desestimar un posible contacto significa sentir repugnancia” (El desprecio de las masas. Ensayo sobre las luchas culturales de la sociedad moderna). El desprecio se ejerce de arriba abajo: se desprecia al que se siente como inferior, menos valioso que uno mismo, siguiendo las recomendaciones del refranero patrio (“No hay mayor desprecio que no hacer aprecio”) o, en su defecto, de Javier Marías (“Recomendación del desprecio”, en El País, 14 de mayo de 2017). Pero el que es despreciado puede sentirse ofendido, y con razón, al ver su precio rebajado en el mercado común del reconocimiento entre iguales. Especialmente si ese desprecio es deliberado o deliberadamente instrumental. Que tantos artistas del extremo centro ideológico se jacten de haber ofendido a más o menos seres despreciables empieza a ser normal en el ecosistema cultural español, y fortalece esa imagen ilusoria del enemigo como masa rencorosa y vengativa.
La adulación, en cambio, funciona de otra manera. Y a pesar de lo que piensen Sloterdijk, Errejón o Pérez-Reverte, cada uno desde su propia trinchera, la adulación horizontal (esto es, entre iguales) o de arriba abajo (del líder a la masa) no acaba de dar fruto en las democracias avanzadas salvo cuando se ha consumado la construcción de ese “pueblo” indistinto al que dirigirse. Lo más parecido a esto que hemos experimentado últimamente es la victoria electoral de Donald Trump, pero ni siquiera en los Estados Unidos estamos cerca de alcanzar los niveles de masificación deseables para que el populismo pueda ser considerado efectivamente un enemigo de la democracia, y en cualquier caso, como vemos, la construcción de ese “pueblo” que devendrá objeto de la adulación populista es una tarea a la que se aplican con más primor las derechas que las izquierdas. La indignación de la que se quejan tantos damnificados por la dictadura de la intolerancia es más plural de lo que desean hacernos creer, mucho más fragmentaria de lo que presupone la caricatura de una multitud con antorchas.
La adulación, en nuestro caso, es inevitable y lamentablemente vertical y en sentido ascendente: se adula a los superiores, a los que pueden aliviar nuestras penurias económicas, a los que tienen la llave de nuestro éxito. En la pirámide del prestigio social, hay adulados y ofendidos, pero curiosamente el adulador y el ofensor suelen ser la misma persona. A riesgo de colar aquí una observación particular sin mayor trascendencia ni valor probatorio, he de decir que los ejemplos más nauseabundos de peloteo público que he visto en muchos años los he leído en las cuentas personales de Twitter de muchos de esos cruzados de la libertad de expresión que nos alertan a diario del peligro que corremos de volvernos todos iguales. En busca de la distinción propia, y de la aprobación de los mejor situados, es como se emprenden muchas de esas campañas que, al más puro estilo de matón de colegio, comienzan con un gesto ofensivo (como llamar “idiota” a una musicóloga sin dar más explicaciones, o “político con horizontes de mierda” a Lluis Llach, como hizo recientemente Soto Ivars, quien por lo visto no considera que eso sea insultar ni linchar públicamente a nadie). El gesto puede quedarse en eso, en gesto, o aspirar a convertirse en gesta (no hagamos sangre: lo de Christina Hendricks ya lo iremos olvidando), pero lo que se busca en todo caso es que el interpelado se ofenda, se encienda y salte sobre el ofensor, el cual tendrá entonces la oportunidad de venderse a sí mismo como víctima de la masa intolerante y por tanto como individuo especial, distinto, distinguido. A mi juicio, es esa forma de automarketing la que explica por qué tantos jóvenes sin especial talento se apuntan a denunciar al enemigo feminista, al multiculturalismo o al lobby gay (táchese lo que no proceda) que les impide brillar como se merecen.
El extremo centro, con sus rituales para advenedizos y todo su catálogo de postonterías, ha dejado de ser un lugar ideológico para convertirse en una modalidad de autopromoción. Adular al superior, ofender al inferior y quejarse por la indignación del ofendido: he ahí la fórmula del ascenso social en el escalafón intelectual de nuestro tiempo. Que con ello se le haga el juego al pensamiento conservador y se convierta uno en lacayo de unas elites aterrorizadas por la pérdida paulatina de sus privilegios puede ser una consecuencia no deseada de esa estrategia o, por el contrario, el resultado de una convicción militante, pero no tengo, de momento, elementos de juicio para inclinarme por una u otra hipótesis.
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Autor >
Xandru Fernández
Es profesor y escritor.
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