Reportaje
(Des)enterrar a los muertos
El ‘caso Neruda’ –cuya muerte apunta a la mano del régimen de Pinochet– arroja, como el de Lorca y el de los desaparecidos de la Guerra Civil, una zona de sombra que contagia el relato colectivo de toda la comunidad
Miguel Ángel Ortega Lucas 15/11/2017
Federico García Lorca y Pablo Neuruda.
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“Más vale que no tengas que elegir / entre el olvido y la memoria”, dicen dos versos de una vieja canción de Sabina. Pero ahí nos encontramos, demasiadas veces; en esa batalla sorda sobre la almohada que se debate entre recordar o no, entre querer saber, o no (pues nunca se sabe qué nos encontraremos si abrimos finalmente esa puerta al final de pasillo). Saber, por ejemplo, cómo sucedió aquello que nos marcó de manera irreparable, para bien o para mal, y que decidió en gran parte lo que somos; cómo fue aquello, en qué circunstancias, por qué.
Ese enigma puede tener que ver sólo con nuestra historia, pero también con la Historia, en mayúsculas; trenzadas ambas de manera inextricable, pues la segunda no puede entenderse sin las millones de historias de cada uno de nosotros.
“...La cuestión radica ahora en saber si las bacterias tóxicas detectadas en la pulpa dentaria corresponden a una cepa de laboratorio o a una contaminación posterior del organismo, a una infección normal en el caso de un cáncer avanzado...”.
Aurelio Luna es médico forense de la Universidad de Murcia; desde allí nos habla, sobre el enigma de una historia (médica, humana, política y novelesca) que saltó al dominio público hace ahora seis años: las circunstancias de la muerte del legendario poeta chileno, premio Nobel en 1971, Pablo Neruda. La fecha y el lugar de su defunción (el 23 de septiembre de 1973, en la Clínica Santa María de Santiago de Chile) siempre han estado claras; la causa parecía estarlo también: Neruda sufría un cáncer de próstata, y habría muerto a consecuencia de ello. Pero el súbito testimonio, casi cuarenta años después, de su chofer y secretario particular, Manuel Araya, hizo disparar otra hipótesis.
Según su secretario, Neruda se encontraba perfectamente hasta el mismo día de su muerte, con el cáncer “controlado” para “años vista”
Araya consiguió hacerse oír en 2011. (La revista mexicana Proceso fue la primera en recoger su testimonio. También denunció –en este vídeo por ejemplo– la presunta ignorancia voluntaria respecto al tema por parte de los medios de comunicación de su país). Según él, Neruda se encontraba perfectamente hasta el mismo día de su muerte, con el cáncer “controlado” para “años vista”. Y su traslado a la Clínica Santa María no fue por motivos médicos sino de seguridad: tras el golpe de Estado militar del 11 de septiembre, el hostigamiento a su casa de Isla Negra fue en aumento. El escritor estaba resuelto a exiliarse en México de manera inminente para liderar desde allí la oposición internacional a Pinochet –más por su poderosa influencia que por su militancia en el Partido Comunista de Chile–, y fue la Embajada mexicana la que le consiguió una habitación en la mencionada clínica. Lo trasladaron el día 19.
Tenía pensado salir del país en muy escasos días, y un avión disponible enviado por el gobierno mexicano. El día 23 pidió a Araya y a su mujer, Matilde Urrutia, que fueran a recoger a su casa varias cosas de importancia (objetos y algún manuscrito). Pero esa misma tarde, sobre las cuatro, les llamó alarmado diciéndoles que alguien (“un médico”) le había puesto una inyección en el estómago mientras dormía: “Vénganse rápido”. Cuando volvieron lo encontraron afiebrado, con la piel rojiza. A Araya –cosa extrañísima– un médico le pidió, al parecer, que saliera a comprar a la calle cierto fármaco. En la calle fue atacado por un grupo de individuos que le habían seguido en coche, y acabó torturado, pero no muerto, en el Estadio Nacional. Neruda murió ese mismo día, sobre “las ocho de la tarde”.
A raíz de la denuncia de Araya, el juez Mario Carroza –cuya tenacidad está resultando clave para no cerrar el proceso en falso– dispuso la exhumación del cadáver dos años después, con el fin de esclarecer las causas de su muerte. Los análisis comenzaron en abril de 2013, a cargo de un cuadro de expertos internacionales entre los que se encuentra Aurelio Luna. En este tiempo pudieron hallar restos de estafilococo dorado –una bacteria potencialmente letal–, pero concluyeron que se trataba de una “contaminación posterior” del cadáver. Los últimos trabajos concluyeron el pasado octubre, pero el equipo continúa indagando la existencia de gérmenes o toxinas bacterianas que pudieran proceder del exterior (de la supuesta inyección denunciada por Araya).
Algo que está claro, “descartado al cien por cien”, dice Luna, es que Neruda muriera en última instancia por “caquexia cancerosa”, que es lo que figuraba en el certificado de defunción: los últimos análisis no han confirmado ninguno de los elementos que permitirían establecerlo así (Neruda sobrepasaba los 100 kilos de peso en el momento de su muerte). Lo que sí pudo sufrir es “una infección derivada de otra cosa”; ahí entrarían esas bacterias halladas ahora en la región dental. Se trata en este momento de saber, por exámenes de genómica bacteriana, si las produjo su propio organismo, como el estafilococo, o venían de afuera, en cuyo caso podría suponerse “la intervención de un tercero en el fallecimiento”.
Según el forense, las probabilidades de saber a ciencia cierta las causas de la muerte del chileno apenas alcanzan el 25%, debido al tiempo transcurrido desde entonces
Según el forense, las probabilidades de saber a ciencia cierta las causas de la muerte del chileno apenas alcanzan el 25%, debido al tiempo transcurrido desde entonces, al deterioro de los restos. De no establecerse con certeza lo que sucedió, “todas las opciones permanecerían abiertas”.
“Construir el relato”
Pero existe, en este tipo de asuntos, una pregunta previa, mayor, que engloba a todas las demás: ¿por qué queremos saberlo?; ¿a qué obedece esa obsesión? ¿De dónde nace esa necesidad de desentrañar lo que sucedió, hasta el último aliento, hasta alcanzar eso –tan resbaladizo– llamado certeza? Como si ese enigma no tuviera ya en realidad que ver con los protagonistas del misterio sino con quienes quedan después velándolo: a Neruda (y a Federico García Lorca, y a todo desparecido en cualquier tiempo y latitud), una vez muerto, no es probable que le importe mucho ya. ¿Cuál es el motor originario, entonces, que nos lleva a querer saberlo, no por ellos, sino por nosotros?
“Nosotros somos nuestra historia”, responde Luna. En la búsqueda de nuestra identidad (la mayestática pregunta anterior a todas: quiénes somos, y para qué lo somos) “necesitamos certezas”, “las máximas evidencias posibles sobre cómo ocurrieron las cosas”. Algo que “trasciende las repercusiones jurídicas”. “Gran parte de lo que somos” como especie se explica por “la capacidad de indagar sobre el pasado, y a esa luz intentar comprender el presente y planificar el futuro. Eso requiere no sólo recoger evidencias, sino también integrarlas en el relato con los datos más consistentes posibles; buscar la verdad. Desde las pirámides y las civilizaciones perdidas”. Y desde el origen de todo: de ahí las cosmogonías, la mitología, el relato místico o religioso.
Ese relato, personal y colectivo, es con lo que tratamos cada día de “dar sentido a lo que hacemos: nuestra pequeña historia es una pieza del puzle global de la Humanidad. Tratamos de colocarnos en una foto más grande. Y la foto tiene que ser lo más nítida y coherente posible porque nos da miedo la incertidumbre, las zonas borrosas de la historia que no percibimos con la suficiente nitidez. Ahí es donde entra gran parte de la necesidad de reconstruir lo que pasó”.
Y ahí al fondo está la muerte, que escribió Cortázar. Si la vida es el relato, la muerte es su cierre, lo que sella y cristaliza todo lo vivido: y si tratamos de dar sentido a nuestro propio puzle, a nuestro propio relato como una foto fija y nítida, también intentaremos dárselo al de aquellos que más influyen en el puzle global, colectivo. La nueva zona de sombra que ha arrojado el caso Neruda en el relato contemporáneo de Chile puede acabar asemejándose a su propia (gigantesca) figura: “Claro”, dice el forense; “para construir su relato, el pueblo chileno necesita aclarar también esa zona de incertidumbre”. “Dar una respuesta”, de nuevo, “a algo que queda en la indefinición”.
En la búsqueda de nuestra identidad, “necesitamos certezas”, “las máximas evidencias posibles sobre cómo ocurrieron las cosas”
No soportamos esa indefinición (“La imprecisión es el infierno conocido”, escribió Luis Rosales.) En lo que se refiere a las cuestiones esenciales de la historia de aquellos que amamos, como su muerte, cómo acabó su historia, mayor infierno es el no saber, el laberinto interminable de las posibilidades, que la certeza de algo que fue atroz, pero de lo que al menos podemos estar seguros; la imaginación es mucho más peligrosa, en general (en general), que lo que realmente puede ocurrir.
Raúl de la Fuente es psicólogo social, dedicado sobre todo al acompañamiento en duelo de familiares de desaparecidos, colaborador de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica. Para que los que les lloran puedan cumplir su duelo, en el caso de los desaparecidos, dice, aquéllos “necesitan saber lo que pasó”, lo cual incluye inexorablemente “saber dónde está ese cuerpo”. Es esencial para poder “interiorizar la pérdida” y por ende “la despedida”. Sin saber cuál fue el final (peor: sin saber si ya ha habido un final, en el caso de los desparecidos recientes por otras causas), no podemos construir el relato, y entonces la caja de tortura de la mente dando vueltas al asunto no es capaz de sanar, de cerrar el círculo: “No puedes hacer un punto y aparte para continuar con tu vida”. Con una historia nueva que permita seguir viviendo.
Según De la Fuente, algo común en todos los familiares de desaparecidos es tratar de reconstruir la historia desde el punto en que no se supo de él. Por eso, “unos huesos” perdidos en una cuneta, o en un monte, no son sólo unos huesos: son el último vestigio, el único vínculo tangible (el ser humano necesita ver y tocar) que queda “entre el muerto y el que queda aquí”. Y más: ese cierre del relato es lo que después permite contarlo a los descendientes, dar respuestas a las inevitables preguntas futuras.
El psicólogo recuerda una anécdota concreta: con la apertura de una fosa de asesinados durante la represión franquista en Granada, la ARMH exhumó dos cuerpos. Sólo entonces, y a través del relato de los otros descendientes, la hija de uno de ellos pudo saber finalmente (o aproximarse algo mejor a saber) quién fue su padre en realidad: toda la vida había escuchado que “lo habían matado porque algo habría hecho, porque era muy malo”. Esta mujer había vivido siempre, al parecer, a la sombra de “una historia manipulada”. Se fue con el alivio de haber conocido mejor la verdad.
Algo común en todos los familiares de desaparecidos es tratar de reconstruir la historia desde el punto en que no se supo de él
Porque en ese caso la nueva versión de los hechos pudo ser positiva, pero no es lo relevante; también pudo ser lo contrario: lo importante aquí –conviene destacarlo– es que no es la buena o mala versión lo que libera, sino la verdad, sea cual sea ésta: “Siempre, siempre”, asegura De la Fuente; “aunque fuera un criminal, necesitas saber la verdad. Lo malo es la rumorología, el no saber a qué atenerte”, con lo cual “no se puede elaborar nada” real. La incertidumbre, de nuevo.
Producto en muchos casos del miedo, y la vergüenza: muchas veces, cuenta el psicólogo, “cuando vas a un pueblo donde se sabe que hay una fosa común, el primer comentario es rechazarlo”. Los vecinos dicen que no, que allí no hay nada. “Es como una mancha; les cuesta asumir que allí se produjo una matanza. Antes negarlo mil veces que reconocerlo...”. Porque “si tiras de los hilos familiares”, nunca se sabe (o sí...) lo que puede salir a la luz. O lo que podría recordarse en voz alta. Y aquí entra otra zona de sombra a la que no se suele prestar atención: no son sólo los descendientes de las víctimas los que pueden cargar con el peso irresuelto de lo sucedido; también las de los verdugos (en ocasiones, además, pueden darse las dos categorías en un solo individuo, si se lee la situación con honestidad).
Secretos a voces sobre “lo que hizo tu abuelo”, por ejemplo; casos en los que también hay que recordar a los descendientes que ellos “no tienen la culpa”, no son responsables de ello. La tristeza del descendiente de un asesinado no tiene, en puridad, de qué avergonzarse; la de quienes cargan con pecados familiares notorios sí. (Habrá quien se enorgullezca de ciertos actos de barbarie de sus ascendientes; otros muchos no).
“Salir del laberinto”
En cualquiera de los casos, “todos sabemos”, dice De la Fuente, o deberíamos saber, “que el silencio” sobre ciertas cuestiones, la represión sobre lo que quiere emerger, “hace pus”. Aunque sea de manera inconsciente, existen llagas que pueden heredarse por muchas capas de sombra que se les eche encima. Sólo la revelación sana. Y esa sanación no es, al menos en lo relacionado con nuestra guerra civil, algo que ataña exclusivamente a las piezas particulares del puzle: con el dolor, la vergüenza, la tristeza de todas esas piezas pequeñas, es como llegamos al dolor y la vergüenza, el resentimiento, el miedo y la tristeza del puzle global del que habla el forense; llámese aldea, nación o especie.
Por eso, lo referido a la Guerra Civil española, lo que sucedió antes, durante y después de ella, debería abordarse como una cuestión urgente de sanación colectiva; de salud cívica, moral y psicológica de toda la comunidad. No es una cuestión de bandos políticos, sino de “empatizar”. “No es hablar con un familiar de éstos o de los otros; es un relato humano”, dice el psicólogo. La historia de alguien que sufre: nada más. Y nada menos. “Pero aquí pesa más la confrontación. No se puede hablar de derechos humanos sin que alguien le ponga una etiqueta”. Etiqueta de color y siglas concretas, se entiende (tampoco en esto soportamos la indefinición).
El científico Aurelio Luna ahonda también en esto, al preguntarle por el caso de Lorca [el último intento de encontrar sus restos también resultó infructuoso], símbolo universal no sólo de esta guerra sino de la concatenación de infortunios y de infamias a que puede llevar cualquier guerra entre semejantes: “Una incertidumbre más a la hora de contextualizar nuestra historia. El problema de nuestra guerra civil es que está demasiado próxima en el tiempo. Todavía despierta gran carga de anticuerpos, en un sentido y en otro. Y el análisis de la realidad necesita de un entorno más sereno”. Esa serenidad es difícil porque, en su opinión, habría que situarse al menos “a 100 años del tema”.
Lo referido a la Guerra Civil debería abordarse como una cuestión urgente de sanación colectiva; de salud cívica, moral y psicológica de toda la comunidad
El problema es que han pasado ya ochenta, y la tormenta no parece amainar. “El componente emocional no se va a perder nunca. Pero no es lo mismo el que recuerda un amor reciente que el que recuerda uno a cincuenta años vista. Desde esa perspectiva es fundamental descifrar qué ocurrió. Cada país tiene sus propios fantasmas, y España ha sido un país muy turbulento siempre. Desatar los nudos del resentimiento de manera completa no es posible, aunque sí aflojarlos”. Pero “no hemos hecho una psicoterapia de liberación todavía”.
Y no ayuda en absoluto la atmósfera política: “Quizá por insuficiencia de su relato ideológico”, opina Luna, “mucha gente ha tenido que construirlo sobre lo que sucedió en 1936. Hay gente que ha sido incapaz de salir del laberinto. Un psicoanalista te diría que se han quedado en una fase de regresión. El relato político sigue ahí, con anclajes en muchas cuestiones que no se han resuelto. La evolución ideológica de la mayoría de los partidos”, de uno y otro espectro, indica para él “que no es que no hayan asimilado el conflicto, sino todo lo contrario”. De ahí la incapacidad, entonces, de “construir un horizonte” que trascienda lo que sucedió.
Pero para eso, como apuntaba el psicólogo, hay que reconocer lo que sucedió. No para ajustar cuentas, sino para sanarlo, “poner un punto y aparte”, poder seguir de una vez con la vida; no con otra, pero sí con otra manera de vivirla. Reconocer no es vindicar, y tampoco ignorar: la Ley de Amnistía para los presos políticos de la dictadura franquista, aprobada hace ahora cuarenta años, amnistiaba también “los delitos cometidos por funcionarios y agentes del orden público contra el ejercicio de los derechos de las personas”. Es decir, los cuarenta años anteriores de violación de derechos humanos en España pasaron entonces al limbo. Al limbo jurídico, que no al psicológico y moral de toda una sociedad que pretendió abrirse al futuro escondiendo al mismo tiempo el pasado en el sótano.
Pero sólo la revelación, el re-conocimiento, sana, y permite articular limpia y coherentemente el relato de quiénes somos. Muchos “necesitan saber” qué ocurrió con Neruda, con Lorca, con los desaparecidos en la Guerra Civil y con los desaparecidos antes de ayer a la vuelta de la esquina (Santiago Maldonado, por ejemplo, este mismo año en la Patagonia); no para reabrir heridas, sino justo para lo contrario: cerrarlas de una vez, permitir que cicatricen, curarlas. Por muchas incomodidades, vergüenzas o miedos cervales que emerjan en el camino –más peligrosos que los mismos fantasmas que se trata de conjurar–: la muerte es el final del relato. Y aunque rara vez, en realidad, podamos llegar a saber qué fue exactamente lo que sucedió (ni siquiera en nuestra propia vida sabemos tantas veces cómo y por qué sucede lo que nos sucede), el afán por saberlo parece ser invencible.
Quizás porque, justo un paso más allá de ese final, aguarda el enigma mayor: para qué nos morimos. “Qué sentido tiene”, dice Aurelio Luna, “que un ser no pueda seguir viviendo”. La ironía está en que es precisamente la muerte –el final– lo que da sentido a todo este relato.
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Autor >
Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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