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Retirado en su finca de Yásnaia Poliana, Tolstói pensaba mucho en Marx. Una mañana del verano de 1909, según nos cuenta en sus diarios –en los que se exhibe y autoflagela con impúdica y rousseauniana sinceridad, pero también se elogia sin rubor– despertó habiendo descubierto la refutación definitiva al materialismo histórico. Desgraciadamente, una vez que se desperezó, la argumentación, tan clara en su discurrir onírico, comenzó a emborronarse. ¿Quiere esto decir que todas sus reflexiones previas sobre el materialismo, que él mismo presentaba ya como definitivas, se sujetaban en realidad en certezas intelectuales mucho más precarias? A finales del siglo XIX el propio Tolstói había refutado, también en sus diarios, categóricamente a Marx en diferentes ocasiones. En 1896 se autoexplica que el capitalismo, como defiende Marx, puede llevar al socialismo, pero solo instaurando otro régimen violento. Dos años después, en la misma línea, plantea que “el principal error de Marx” fue considerar que al trasladar el poder de los capitalistas a los representantes políticos del proletariado se traspasaba el poder de manos privadas a manos públicas, cuando para Tolstói, que desconocía aún los soviets de 1905, el propio concepto de representación suponía ya una privatización del poder. Esta distancia entre representante y representado es, precisamente, la que no puede darse en el vínculo inmediato, puro, orgánico, del trabajador agrícola con la tierra. Lo dice muy claramente: “La paz solo es posible para los agricultores. Sólo los agricultores se alimentan directamente de su trabajo. Los habitantes de la ciudad inevitablemente se alimentan los unos de los otros”.
Como tropos literario, por tanto, el ‘mujik’ representa el hilo trágico que articula la gran tradición de la novela rusa: las antinomias y posibilidades de la modernización capitalista
Este sueño agrario es característicamente tolstoiano, pero no es original. El mujik no es ni un invento suyo ni tampoco una categoría sociohistórica clara: es, ante todo, y de cara a su recepción europea, un protagonista atmosférico, ambiental, de la literatura rusa del siglo XIX. Todas las principales obras, en mayor o en menor medida, giran en torno al mujik. Como tropos literario, por tanto, el mujik representa el hilo trágico que articula la gran tradición de la novela rusa: las antinomias y posibilidades de la modernización capitalista. Si la novela como género literario aparece en Europa en el auge de la industrialización, en un contexto ya eminentemente burgués, en Rusia se adopta con unas condiciones materiales completamente diferentes: una burguesía anémica, tímida, minúscula, subalterna culturalmente a la complejísima red de categorías nobiliarias que manejaban, a su vez, la faraónica infraestructura de la burocracia zarista; todo bajo el fondo de un campo denso, sincrónico, estructurado por el paternalismo distante del terrateniente y la dependencia absoluta (e incluso perversa a nivel emocional: pensemos en Zajar, el criado de Oblomov en la novela de Goncharov) del mujik a su señor. No hay más que comparar brevemente para darse cuenta de la distancia cultural entre vecinos geográficos (Rusia y Europa: aunque puede reducirse la primera a Moscú y San Petersburgo y la segunda a Francia, Inglaterra y Alemania) una novela clásica de la narrativa decimonónica francesa, La educación sentimental, de Flaubert, publicada en 1869, con, por ejemplo, Anna Karenina, tan solo nueve años posterior. En la primera, ambientada en los años que circundaron 1848, los personajes, incluido el protagonista, Frédéric Moreau, están vaciados de cualquier tipo de profundidad moral, de autoconciencia histórica, de angustia religiosa. Operan como categorías sociales en el complejo juego de los circuitos enclasantes de París. Cada uno compite por un lugar social en el marco de una vertiginosa movilidad burguesa: la bancarrota sustituye a la clásica caída en desgracia como tópico literario, la remontada financiera a la venganza, el transfuguismo político a la traición, la picaresca del parvenu a la curiosidad chistosa de la servidumbre. La aristocracia prostituye a sus ancestros, mercadeando con sus apellidos, para salvarse materialmente, y los burgueses dignifican su pasado campesino calculando, también en el plano del amor y el matrimonio, tasas de beneficio. La novela es brillante porque es superficial, frívola, veleidosa, y el narrador adopta una distancia cínica respecto a sus personajes, para redimirlos en la clásica escena final en la que los protagonistas se remiten a la única utopía moral que les queda a los burgueses: su propia infancia. En Anna Karenina, la ciudad (el lugar, recordemos el diario de Tolstói, donde la gente se devora entre sí) es, a pesar de estar ambientada en una época posterior a la novela de Flaubert, un lugar mucho más atrasado: el San Petersburgo de Anna Karenina (por no decir Moscú) es una ciudad provinciana con exageradas pretensiones cosmopolitas, donde los niños de la aristocracia se educan con institutrices francesas e inglesas y el síndrome de inferioridad cultural se combate –como en todas las ciudades de provincias– con un impostado patriotismo nacional. En el mundo de Flaubert importa el dinero, el cargo político o el prestigio social. En San Petersburgo sigue primando el apellido. El conflicto de la novela de Tolstói –el adulterio de Anna Karenina– es más propio de la Vetusta de Clarín que de una capital: por eso el adulterio de Flaubert, en Madame Bovary, se da en provincias y no en París. Pero es precisamente este atraso cultural el que hace de la narrativa rusa una tradición excepcional: solo el enfermo piensa su enfermedad, y los escritores rusos tematizaron, desde el Gógol de Almas muertas hasta el Chéjov de El jardín de los cerezos, el conflicto entre campo y ciudad.
El campo: casi todo Rusia es campo. Rusia es un campo enorme e indómito. Un personaje de Anna Karenina, al que los protagonistas conocen en Italia, explica que la particularidad del mujik ruso es precisamente su labor histórica de conquista: ante el campesino ruso se ha abierto, por el ala este, una enorme extensión de terreno que colonizar, una misión geográfica e histórica que determina, en última instancia, su sufrimiento material, pero también su dignidad metafísica. Lo cierto es que la Rusia zarista era eminentemente agraria y estaba compuesta demográficamente, en su inmensa mayoría, por población campesina analfabeta. Los mujiks son, cuantitativamente, la mayor parte del capital humano ruso, pero también son, como vimos, la superficie sobre la cual la intelligentsia decimonónica ha proyectado sus propias obsesiones. El campesinado ruso vivía bajo una situación de servidumbre sin comparación en la Europa de la época: los siervos de una determinada población pertenecían a su terrateniente y no podían moverse ni desplazarse sin su permiso. Lo curioso de los mujiks, como lo entendían los que se ocupaban culturalmente de ellos, es que eran, hasta cierto punto, artificiales: no había tras ellos una densa red de diacronía antropológica, politeísta, pagana, de tradiciones ancestrales. Es como si todos fueran producto exnihilo de la Iglesia ortodoxa rusa que, tras la caída de Bizancio, era el único bastión de esa curiosa amalgama de tradiciones mediterráneas y teología bizantina que es el cristianismo ortodoxo. Todo ello fue a acabar a las catedrales congeladas, con sus campanarios hinchados con forma de cebolla, del Moscú más medieval. Es decir, a diferencia del campesino europeo, el mujik estaba encerrado en su propia sincronía cotidiana: segar, beber, ocuparse de que los niños sobrevivan. Solo a partir de esta estabilidad puede fundamentarse una esencia cultural, imperturbable, sólida, reivindicable. Solo así puede vincularse a esta criatura postulada – el mujik imperturbable– como soporte de algo así como el alma rusa. Todo ello, evidentemente, se hacía desde la ciudad.
En las ciudades rusas los ríos se congelaban y anulaban así compromisos sociales, los cocheros se emborrachaban y se equivocaban de camino, los estudiantes de Derecho se disparaban en el pecho, los anarquistas conspiraban y las mujeres se desmayaban continuamente, con una facilidad de gimnasta, ante algún comentario indecoroso. Es cierto que, si nos guiamos por el patrón de las novelas, esta era la vida habitual de las ciudades. Lo cierto es que en ellas, especialmente en San Petersburgo, no estaba del todo constituida la contemporaneidad social: los burgueses eran sobre todo extranjeros, franceses e ingleses que encontraban en el pantano zarista un buen sitio para colocar su capital, y el proletariado comenzaba a formarse lentamente en algunas barriadas. Los principales habitantes eran miembros ociosos de la aristocracia, que ocupaban su tiempo en algún cargo más honorífico que real en la burocracia zarista; funcionarios ajetreados que desempeñaban las verdaderas funciones administrativas y una enorme cantidad de servicio doméstico. La ciudad es, por tanto, un espacio que se entiende siempre en relación al campo. En ella los aristócratas viven de las rentas que obtienen de sus propiedades agrícolas y los trabajadores, en su mayoría mujiks forzosamente desplazados, trabajan, en la ciudad, para sus propios señores rurales.
La Rusia literaria, más que a Europa, se parece al Imperio Romano, con sus núcleos urbanos vinculados únicamente a las rentas agrícolas y con el trabajo subterráneo, infraestructural de la población esclava. Esta imperturbable jerarquía coral nutre toda su gran narrativa: las tortuosas meditaciones políticas del Lievin de Anna Karenina (que descubre que su misantropía es, en realidad, un odio al hombre de ciudad; cuando trabaja con los mujiks manualmente descubre en la labor de siega una tarea metafísicamente edificante) y su contraposición, la impaciencia febril y homicida de los anarquistas de Los demonios y el conservadurismo agrario del renegado Shatov, así como el mestizaje, bastardo y herético, del Smerdiakov de Los hermanos Karamazóv, junto con la ingenuidad, sonrosada y paleocristiana de Aliosha.
La Rusia literaria, más que a Europa, se parece al Imperio Romano, con sus núcleos urbanos vinculados únicamente a las rentas agrícolas y con el trabajo subterráneo, infraestructural de la población esclava
Una de las novelas que mejor ejemplifica este conflicto entre campo y ciudad (que no es más que una forma geográfica de explicar la modernización capitalista) es Oblomov, de Goncharov. Oblomov, un joven terrateniente que vive en San Petersburgo, pasa su vida vegetando en el diván, al cuidado negligente de su criado Zajar. Su mejor amigo, Schultz, de ascendencia alemana, representa frente a él el dinamismo urbano, europeo, que intenta constantemente salvarlo de su placidez y nostalgia campestre. La región con la que sueña constantemente Oblomov es, evidentemente, Oblomóvka. Esta región su autor, Góncharov, la inspiró en su propia tierra natal, el oblast de Simbirsk. Aquí nació en 1870 Lenin, que, sin duda, durante su infancia tuvo que leer a Goncharov. En el relato de su infancia, Deutscher cuenta como estuvo siempre, hasta su primera juventud, obsesionado con la literatura, especialmente la clásica, hasta el punto de que cuando su hermano Aleksandr, con el que compartía habitación, leía el verano previo a su ejecución El Capital en la cama de al lado, el joven Ulianov no mostró ningún interés en la obra. Esta región, por tanto, que en la novela de Goncharov se retrata como un lugar lejano y surreal, es algunas veces –en los recuerdos fabricados de Oblomov– un lugar idílico de placidez campesina y otras –en su actualidad– una hacienda en degradación. Lo que quería Oblomov es que en Rusia nunca pasase nada, es decir, que en Rusia no hubiese Historia. El mujik es precisamente ese lugar de pasividad temporal, de reposo de clase, de inmovilidad y estabilidad social. El lugar, en definitiva, de una larguísima y apacible sobremesa histórica, en la que todo el mundo está tranquilo, un poco amodorrado, con el que sueñan todos los reaccionarios. El liberalismo, evidentemente, es incompatible con este interminable domingo general y a eso, por reducirlo de una forma un poco grosera, se reduce su crítica conservadora: los capitalistas son mosquitos, niños chillones, almorranas, un montón de cosas irritantes que ya no dejan vivir tranquilo. Pero precisamente en este gran espacio literario que es Oblomovka nació la persona que demostró, contra reaccionarios esencialistas, pero también contra marxistas etapistas y gradualistas (si las cosas pasan según las reglas es, en el fondo, como si no pasasen), que en Rusia las cosas podían cambiar.
Es un debate que se dio ya en los años finales del viejo Marx, que coincidían entre los activistas rusos con la aparición de los primeros grupos explícitamente marxistas. En su correspondencia con Vera Zasulich, que le pedía una opinión sobre las circunstancias excepcionales de Rusia, Marx responde concediendo la posibilidad de una transición al socialismo que no pase necesariamente por el desarrollo capitalista. “La fatalidad histórica”, dice Marx, “queda restringida a Europa Occidental”. En virtud de lo que Marx llama grosso modo “una combinación única de circunstancias” (es decir, lo que hemos visto como el principal tópico de la literatura rusa decimonónica: su excepcionalidad) es posible un socialismo a la rusa sin que sea necesario mantener, como ideal regulativo, el desarrollo histórico de los países del capitalismo avanzado. Aquí queda claro que, contra las versiones etapistas de Marx, puede distinguirse claramente entre lo que “las condiciones históricas admiten” y lo que las condiciones históricas necesariamente generan, es decir, entre condición material (que restringe las posibilidades de acción) y causa. Los reaccionarios rusos veían en la comunidad agraria un horizonte ahistórico e insuperable. No sabían que esta quietud los llevaba directamente al abismo. Para salvar la comunidad rusa, dice Marx en 1881, hace falta una revolución rusa.
En su correspondencia con Vera Zasulich, que le pedía una opinión sobre las circunstancias excepcionales de Rusia, Marx responde concediendo la posibilidad de una transición al socialismo que no pase necesariamente por el desarrollo capitalista
En este sentido Lenin fue un traidor. Gramsci decía que la revolución en Petrogrado se hizo contra el capital. También se hizo contra un un tópico literario: el de la esencialidad agraria de Rusia. Lievin, el personaje citado anteriormente, plantea una interesante teoría sobre los ferrocarriles: contra la creencia generalizada, las vías férreas no suponen un progreso per se. En Rusia, de hecho, suponen un atraso. La inmensidad de la Rusia campesina convertía a los ferrocarriles en una red de comunicación interurbana que se saltaba los espacios campesinos, imponiendo al país dos velocidades diferenciadas, la del campo y la ciudad. En lugar de dinamizar económica y culturalmente el país, como sí ocurría en otros lugares de Europa, en Rusia lo escindía en una parte rural, inmensa, fundamental, pero abandonada, y en unas ciudades autistas, encerradas en sus polémicas folletinescas, sin conexión real con la actividad productiva. Los liberales y los marxistas (pues ambas son tradiciones contemporáneas) siempre han sido más prosaicos. Para los primeros, los ferrocarriles permiten hacer la guerra y obtener negocio, y para los segundos, los ferrocarriles sirven para extender la revolución. Ambas cosas ocurrieron en la Rusia que abandonó Tolstói. Con su muerte en 1910 se marchaba el último de los grandes escritores rusos, símbolo de la más brillante tradición literaria del siglo XIX y uno de los mejores novelistas de la historia de la literatura. Si hubiera vivido hasta octubre de 1917 hubiera comprobado, con dolor estomacal, que la revolución también se hacía contra sus personajes. Lenin llegó a Petrogrado en un ferrocarril sellado, el mismo bajo cuyas ruedas de acero se suicida la Karenina.
Lenin traicionó así al brillante esencialismo literario ruso y al mismo tiempo el menos brillante esencialismo de etapismo pseudomarixsta. El campo es, en definitiva, el lugar en el que pasan muy pocas cosas; la ciudad en el que pasan demasiadas. Al campo las cosas le pasan; la ciudad es el lugar desde el que las cosas pasan. Es un problema clásico, entre voluntarismo y condición material, entre acción política y el sólido bloque de la coyuntura, que estalló de forma brillante en el verano de 1917 en Petrogrado. Tomar partido en él es concebir, de forma más o menos implícita, una determinada antropología.
Pero en un artículo conmemorativo solo puede apostarse por una: la del brindis. Así lo plantea Erofiev en su libro Moscú-Petushki, cuando pregunta: “¿Cúal es la hora más aciaga de los rusos?” Y responde: “La que va desde el cierre de las licorerías hasta su apertura”. ¿Y la más alegre? pregunta de nuevo. “La que va desde la apertura de las licorerías hasta su cierre”. De esta forma solo queda brindar, desde esta antropología menos esencialista (pues cualquiera con el frío que hace en Rusia va a querer estar siempre borracho) por la traición literaria de Lenin, que nos enseñó que la realidad puede superar sus esquemas, pero también por aquellos a los que traicionó, que nos enseñaron que la ficción puede ser más real que una aparente realidad esquemática (como la de los que creen que la gente se mueve por los impulsos mecánicos del cálculo y el beneficio). Por todos aquellos que, en definitiva, decidieron renunciar a la inercia del mundo.
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Autor >
Antón Sánchez Testas
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