El imperio del extremo centro
Imperiofobia y leyenda negra. Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español (Siruela, 2016), ha pasado de ser un fenómeno de ventas a ser creadora de opinión
Miguel Martínez 20/12/2017
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En apenas un año, María Elvira Roca Barea, autora de Imperiofobia y leyenda negra. Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español (Siruela, 2016), ha pasado de ser un fenómeno de ventas a ser creadora de opinión. Imperiofobia es el libro de historia del año en términos de difusión y cobertura mediática. A día de hoy, lleva 17 ediciones. Pero además Roca Barea ha concedido docenas de entrevistas a todos los medios de comunicación españoles, grandes y pequeños. El prestigio acumulado por el libro le ha ganado a su autora tribunas sobre la actualidad política en El País y El Mundo. Tras un año de éxitos, Roca Barea fue la encargada de conmemorar este año el 12 de octubre con una conferencia titulada “Hispanidad con futuro” en la sede del Instituto Cervantes de la calle Alcalá, uno de los cuarteles generales de la política cultural estatal. El Mundo publicaba el texto, con el mismo título y a toda página, el día de la fiesta nacional.
El libro ha atraído a un público inteligente y diverso, demostrando que existe un gran número de lectores ávidos de argumentos sobre el pasado imperial. Y no es difícil comprender por qué. Un sólido andamiaje de notas a pie de página, un repertorio bibliográfico en varias lenguas y un marco comparativo ambicioso parecerían dotar al libro de toda la seriedad del análisis histórico. Dice, con escasa convicción, no ser ni de izquierdas ni de derechas (p. 17). Es simplemente la Historia que viene a derribar el Mito; y con él, nuestros prejuicios acomplejados (p. 46).
Muchos lectores de Imperiofobia aseguran que el libro “dice muchas verdades” o que “está muy bien documentado”. Y tienen razón. Algunas de las puntualizaciones de Roca Barea sobre la Inquisición española, la administración imperial de América o las guerras de propaganda entre las potencias europeas de la edad moderna gozan de amplio consenso entre los historiadores. También hay, no obstante, demasiadas inexactitudes y errores en el libro, como ha señalado Juan Eloy Gelabert en una detallada reseña. Pero el problema, en mi opinión, no está ahí. El diablo, en este caso, no está en los detalles, sino en el conjunto: en el triple salto mortal desde los datos hasta el argumento. Con numerosos retazos de verdad, Roca Barea teje una monumental falacia, intelectualmente insostenible y peligrosa desde el punto de vista ético y político. Veamos por qué.
Algunas de las puntualizaciones sobre la Inquisición española, la administración imperial de América o las guerras de propaganda entre las potencias europeas de la edad moderna gozan de amplio consenso entre los historiadores
Para Roca Barea, las víctimas son los imperios. No son los imperios quienes vampirizan a los pueblos, sino que es la leyenda negra quien “vive parasitando los imperios” (p. 50). En el universo paralelo de Roca Barea el malo no es Pedro de Alvarado, sino Bartolomé de las Casas. “La imperiofobia”, nos dice, “es una clase de prejuicio racista hacia arriba, idéntico en esencia al racismo hacia abajo” (p. 31; el énfasis es de la autora). De la misma manera que es idéntica en esencia la hostia que te atiza el bully de la clase a tu lanzamiento de cara contra su puño. El argumento, basado en la irresistible belleza de la simetría, oculta la minucia de que la imperiofobia, tal y como la define Roca Barea, no ha matado a nadie. Los imperios y el racismo parecería que sí.
El libro desarrolla dos argumentos que en realidad son incompatibles. Uno sobre la imperiofobia, que sería universal, y otro sobre la hispanofobia, particularísima. Esta última es la que en realidad le interesa. Todos los imperios generan aversión, dice, pero el nuestro mucho más. Los casos de Roma, Rusia y Estados Unidos (parte I, capítulos 3-5) están en el libro a mayor gloria del imperio español, pues solo sirven para confirmar que “la leyenda negra de España es la mayor alucinación colectiva de Occidente” (p. 95). Inglaterra solo aparece en su papel de antagonista, pero no como potencia expansiva, porque explorar la propaganda antibritánica habría reducido al absurdo su vieja imagen de la pérfida Albión como máquina de odio hispanófobo (parte II, cap. 4). Así que hagámosle caso a la autora y centrémonos en su leyenda, rosiblanca y rojigualda, del imperio español.
El libro desarrolla dos argumentos que en realidad son incompatibles. Uno sobre la imperiofobia, que sería universal, y otro sobre la hispanofobia, particularísima
El imperio en América fue un periodo de extraordinaria placidez: en trescientos años, nos dice, “no hubo ni conflictos importantes ni grandes convulsiones sociales, ni nada que pudiera compararse a la rebelión de los cipayos en el Imperio británico. La convivencia de las razas distintas fue en general bastante pacífica y hubo prosperidad” (p. 305). Así querría Roca Barea borrar con dos golpes de teclado las revueltas cimarronas de Nueva Granada, Tierra Firme y el Caribe, los tumultos generales de 1624 y 1692 en la ciudad de México, la guerra interminable contra los mapuches chilenos (que forzó al imperio a crear el primer ejército permanente en territorio americano), la larga historia de levantamientos indígenas en Chiapas o las rebeliones lideradas por Túpac Amaru y Túpac Katari en el Perú, que movilizaron masivamente a un conjunto diverso de pueblos indígenas y aliados mestizos suspendiendo de facto la autoridad colonial en torno a 1780. En realidad hay decenas, centenares de “conflictos importantes”. A Roca Barea no le interesa nada lo que hace ya muchos años Miguel León-Portilla llamó la visión de los vencidos—los relatos indígenas de la conquista—, pero le viene realmente mal la dignidad de los alzados, porque interrumpirían continuamente su película.
La película, de hecho, había comenzado con la vieja teoría de Menéndez Pidal de un Carlos esencialmente hispánico, más I que V, que tiene difícil curso legal en la historiografía contemporánea. Pero Roca Barea le da vía libre después de dedicarle exactamente media línea a la revuelta comunera (1519-1521) que enfrentó a buena parte del reino con los designios imperiales del monarca (p. 163).
Lo que hay detrás de esta sistemática omisión, además de mala práctica histórica, es un brutal gesto ideológico: el imperio es, nos dice al principio, una especie de “ley de la gravedad social"
La brocha gorda no se debe a descuidos ingenuos: es una violenta ocultación de las resistencias, no las fobias, que generó el imperio. Lo que hay detrás de esta sistemática omisión, además de mala práctica histórica, es un brutal gesto ideológico: el imperio es, nos dice al principio, una especie de “ley de la gravedad social”. Es un fenómeno físico irresistible, una determinación biológica: “Partamos del axioma de que el ser humano no es por naturaleza suicida y de que tiende a obrar en su mayor beneficio. Si esto es así, alguna ventaja ha debido hallar nuestra especie en estas macroestructuras políticas” (pp. 15-16). Claro. El problema es que unos (digamos, los conquistadores) hallaron más ventajas que otros (pongamos, los taínos de La Española).
“Es evidente que la población indígena disminuyó tras la llegada de los españoles” (p. 313). Así se despacha Roca Barea la catástrofe demográfica derivada de la expansión imperial, a la que dedica en total dos o tres párrafos en casi quinientas páginas (pp. 76, 313). Lo mal que nos quieren los protestantes queda claro en el libro a fuerza de reiteraciones. Pero las consecuencias inmediatas que tuvieron los imperios para la vida humana son apenas una anécdota. En un libro tan rico en datos y referencias, cuesta creer que la autora desconozca todas las investigaciones que desde la demografía histórica han tratado de cuantificar la mortandad de los indígenas americanos (la de las masacres y la de las epidemias) como consecuencia de la conquista. Las matanzas son menos relevantes que la inmotivada mala fe de los ingleses con los españoles.
Sobre Las Casas, piedra de toque fundamental en todo su argumento, Roca Barea reproduce viejas versiones de Philip Wayne Powell y Menéndez Pidal que la mayoría de los estudiosos consideran de una alocada parcialidad. La autora encuentra tan ridículas e hiperbólicas algunas de las prácticas militares de la conquista que reporta el fraile que ni siquiera se toma la molestia, como hace cuidadosamente en otros casos, de refutarlas. Pero el aperreamiento, la amputación de las manos, las quemas y matanzas generales están documentadas en numerosas fuentes que la excelente edición de José Miguel Martínez Torrejón coteja con escrúpulo—edición publicada no en oscuras editoriales académicas, sino por Círculo de Lectores primero y en la Biblioteca Clásica de la Real Academia Española después. La naturaleza enfática y polémica de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias, el texto icónico de Las Casas, no vuelve falso su contenido. De la misma manera que no es la naturaleza polémica y enfática de Imperiofobia lo que hace desbarata sus tesis. Son, como vemos, otras cosas.
La autora encuentra tan ridículas e hiperbólicas algunas de las prácticas militares de la conquista que reporta el fraile que ni siquiera se toma la molestia, como hace cuidadosamente en otros casos, de refutarlas
Son también, por ejemplo, las contradicciones que torpedean la línea de flotación argumental de Imperiofobia. A la autora le indigna mucho que la Inquisición se vincule subrepticiamente con la barbarie nazi en un documental de la BBC (p. 280). Pero no se corta a la hora de ligar obscenamente a Lutero y la reforma protestante con los mismos nazis (p. 182). Según Roca Barea, los imperios son por definición multinacionales y eso es una de sus muchas virtudes. Lo cual no le impide desresponsabilizar a los españoles del Saco de Roma de 1527 en razón de que la mayoría de los soldados en el ejército imperial de Carlos eran alemanes (p. 136). Igualmente, la autora arguye contra toda evidencia histórica que la guerra de los Países Bajos en realidad fue una guerra civil, dado que en los ejércitos de los Felipes (II, III y IV) participaron muchos soldados holandeses (quiere decir valones, como señaló Juan Gelabert).
Algunos lectores críticos comentan que, a pesar de todo, era un libro que necesitábamos. Pero en realidad no, no lo necesitamos. Ahí está, para quien lo quiera, el viejo libro de Julián Juderías, pero también El árbol del odio (1971) de Philip Wayne Powell, quizás el libro más citado en Imperiofobia y al que más se parece. El entusiasmo hispanófilo y el vigoroso anticomunismo de Powell, buen historiador de la América colonial, lo llevaron a solidarizarse abiertamente con el franquismo en el largo invierno de la guerra fría. Pero sobre todo no necesitamos el libro de Roca Barea porque tenemos mejores estudios sobre el tema y ahí están, entre varios otros, los trabajos sólidos de Ricardo García Cárcel, quien ha disputado públicamente las tesis de Imperiofobia.
Ahora, en el también ya largo invierno de la crisis nacional, el libro de Roca Barea pretende ofrecer certezas identitarias a un pueblo, como diría Larra, ansioso de palabras. El día 5 de diciembre, ya en plena campaña electoral catalana, Roca Barea prestaba su firma a la eurodiputada de Ciudadanos María Teresa Giménez Barbat en una tribuna a cuatro manos de El País. Ahí se prolongaba la guerra de Flandes hasta nuestros días, con Puigdemont como nuevo e inesperado protagonista. El revival neocolonial de Roca Barea no ayuda en nada al debate sobre Cataluña, cualquiera que sea nuestra posición al respecto. Que Ciudadanos compre esta ajada versión del pasado imperial es consistente con su extrema derechización del extremo centro. Pero con toda seguridad, este no es el pasado que necesitamos para construir un futuro en común.
Imperiofobia tendrá sin duda una mínima repercusión en el ámbito de la historia académica. Pero es urgente desmontar sus argumentos pseudohistóricos también en el terreno del discurso público, porque el libro lleva un año proporcionando munición ideológica al nacionalismo más autocomplaciente y reaccionario. La apertura y democratización del saber histórico debería ser exactamente lo contrario de este enroque imperial en las ruinas intelectuales del nacionalcatolicismo.
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Miguel Martínez
Miguel Martínez es profesor de literatura y cultura españolas en la Universidad de Chicago. Es autor de Front Lines. Soldiers’ Writing in the Early Modern Hispanic World (University of Pennsylvania Press, 2016).
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