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Fotograma de Las vírgenes suicidas.
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Si algo destaca de Las Vírgenes Suicidas, ópera prima de Jeffrey Eugenides, es la perspectiva desde la que se cuenta. En torno a la muerte de las hermanas Lisbon se forma una suerte de corrillo y es una voz grupal, colectiva, la que —en un ejercicio narrativo notable— intenta entender, conjuntamente, lo ocurrido. Uno se descubre parte de la masa que susurra, que analiza, que vuelca sus frustraciones y deseos en la historia. Escrutamos la casa de los Lisbon desde la calle; una casa cuyo interior se revela poco a poco y nunca se desnuda por completo. Ojo: el poder de atracción no lo exudan sólo los fallecimientos. A la tendencia autodestructiva de las jóvenes se une que son bellas; también que pertenecen a la típica familia de clase media americana (una familia que resulta menos típica cuanto más se la mira, como si nuestras pupilas vertieran una mancha sobre el objeto vigilado).
Ayer, último día del año, España despertaba con una noticia de despedida: en el fondo de un pozo de una nave abandonada, a escasos kilómetros de A Pobra do Caramiñal , se encontraba el cadáver de Diana Quer. Decía mi difunto tío, psiquiatra de profesión, que un paso importante para afrontar el duelo consiste en ver el cuerpo del muerto; luchar contra la negación a golpe de realidad irrefutable. Yo no he visto el cuerpo de Diana, pero al leer los titulares sentí una tristeza profunda; una tristeza nueva para mí. Supongo que aún guardaba esperanzas de que la hallaran con vida. Y es que Diana era un poco de todos, como lo son las víctimas de esos crímenes oscuros que unen al país alrededor de un fuego hipnotizante. Al fin y al cabo, las fotos de sus redes sociales nos acompañaron cada mañana del verano de 2016, convirtiéndose en parte integral de nuestra existencia cotidiana. Su rostro todavía me recuerda al de mi amiga Loreto. Diana podría haber sido la amiga de cualquiera.
Toca hacer memoria: poco después de la desaparición de la muchacha, empezó el circo informativo. ¿Quiénes eran estas personas que entraban, sin avisar, en nuestros hogares? El padre parecía buena gente, con su camisa azul y su raya a un lado. ¿Y esa madre? ¿No resultaba un tanto extraña? ¿Seguían juntos? No, no se querían ya. ¿Por qué? Incurrían en contradicciones, quizá ocultaran cosas. ¿Era su dolor sincero? Los vecinos de los Lisbon atesoraban pequeñas pistas: la lámpara encendida en una habitación a altas horas de la madrugada, ruidos a través del hilo telefónico… piezas de un puzzle a completar. Nosotros, detectives de pacotilla, hacíamos lo mismo con los Quer: leíamos entre las líneas de los comentarios de la hermana en Instagram, repasábamos los detalles del divorcio de la pareja; nos deleitábamos en las grietas de aquellos vínculos disfuncionales que nos convencían de nuestra propia normalidad. Por desgracia, quienes más escaldadas salieron de este riguroso examen fueron, como siempre, las mujeres.
Muchas compañeras señalaron ayer puntos problemáticos que, deduzco, se desarrollarán en columnas a lo largo de esta semana. Belén Remacha empezaba sentenciando: “Cuántos crímenes que se nos han vendido como sucesos, misterio, morbo… han acabado siendo lo mismo: violencia machista”. Carla Vall hacía referencia al tratamiento de aquellos medios que, en su día, vilipendiaron a la madre de Diana e, incluso, cuestionaron a su hija. “A las mujeres, cuando se nos asesina, se nos mata dos veces”. Diana —estrangulada por un señor adulto que no aceptó que se resistiera— fue sometida a juicio por vestir como una chica de su edad, divertirse como una chica de su edad, discutir como una chica de su edad, ser una chica de su edad. Damos vueltas en un círculo fangoso que se repite al son de las cigarras: niñas perdidas, padres desesperados y una España negra que sale a cuchichear al patio. Al final, desenlaces simples: hombres aniquilando a mujeres. Sorpresa.
El cierre de Las Vírgenes Suicidas es particularmente devastador, no por lo que se desvela (nunca se desvela nada) sino por cómo pierden interés en ellas quienes con tanto ímpetu las observaban. La curiosidad se posa en otros lugares, las cámaras de televisión abandonan las calles, el coro deja de suspirar. Los coetáneos de las hermanas se reincorporan a una sociedad que les reclama; acuden a fiestas, bailan entre muchedumbres, besan a adolescentes que no son las Lisbon. Pasan página. Se olvidan. Porque la vida se impone. Porque la vida, para los demás, siempre sigue.
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Autora >
Bárbara Arena
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