Tribuna
La posverdad de Rajoy y el populismo del PP
El 75% de los españoles cree que votar no servirá para cambiar la situación, según el último informe de la Fundación Foessa Este dato es el que permite a Rajoy sostener su relato: cree tener derrotada no sólo a su oposición política, sino también la moral
Miguel Álvarez-Peralta 3/01/2018
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Qué razón tienen los corifeos de la decencia y el buen gusto en rasgarse las vestiduras ante la ola de posverdad que asola a Occidente. Populismos, demagogia, noticias falsas, bots rusos, hechos alternativos… Con notable irritación y angustia, asocian esta tragedia con la irrupción de nuevas identidades políticas por todos los huecos del espectro ideológico. Fue a partir de las políticas de austeridad tras la crisis financiera global de 2008. Tanto en lo que tradicionalmente hemos llamado derecha, como en la posición antes conocida como izquierda, aparecieron partidos de nuevo cuño con estrategias innovadoras que buscan escapar a esas etiquetas. Para ahorrarse un análisis más fino, muchos periodistas los meten a todos en la categoría de “populismo”, cajón de sastre donde arrojar tanto a Syriza como al Brexit, a Trump y a Evo Morales, a los Le Pen junto a los Kirchner. Y claro, en España los corifeos cargan sus tintas fundamentalmente contra Podemos y sus confluencias. Como si la renovación del neoliberalismo, encarnada en Ciudadanos o en Macron, no estuviera aplicando ―como señalan los expertos e incluso sus mentores― recetas populistas.
Salvo raras excepciones, los usos periodísticos del término populismo están muy alejados de la discusión académica sobre el momento populista, ese que tiene lugar en toda crisis de hegemonía (para una introducción fácilmente digerible al tema, recomiendo leer a Panizza o a Mouffe, antes que a Laclau). Mediática y socialmente, populista significa mentiroso o manipulador, y no se suele ir más allá del insulto. Parece como si la demagogia no hubiera existido antes de la crisis. Como si la onda mundial del 15M y Occupy no hubiera estallado precisamente contra ella, rompiendo la gastada barrera de contención que fue el manipulador discurso oficial de gestión de crisis (“es una estafa”), cuestionando la representatividad de unas instituciones faltas de soberanía (“lo llaman democracia y no lo es”). Como si el desprestigio de nociones tan demodé como ‘verdad’ u ‘objetividad’ fuese algo reciente, como si la conciencia general de la primacía del relato sobre el dato hubiera llegado con la “nueva política”, y no en la crisis de la modernidad hace medio siglo.
Globalización neoliberal, a lomos de la posverdad.
Pero es exactamente al revés, fue el proceso de globalización pilotado en favor de las élites el que se apoyó en un paradigma posveritario, en la revolución ideológica thatcheriana y su muy lograda ilusión de que privatizaciones y desregulaciones masivas (“liberalización”, decían entonces los gurús) traerían una orgía de libertad, prosperidad y democracia. Thatcherismo que, por cierto, incluía según su ministro de Hacienda Nigel Lawson, “una pizca de populismo”. Aquella demagogia triunfante inauguraba una era de posverdad, de hecho los gurús se olvidaron de comprobar si efectivamente la liberalización del gas, la electricidad, el transporte o la telefonía trajeron la prometida bajada de precios y mejora del servicio. Tampoco les ha pasado factura no hacerlo: lo importante era el relato, no el dato. Es más, lo realmente importante, que era el pelotazo propio de un capitalismo de amiguetes y paraísos fiscales, ni siquiera formaba parte del relato.
Aquella religión de la desregulación generó una peligrosa combinación de opacidad y adicción al riesgo en el sistema financiero, y la mayor burbuja de la historia, cuya explosión aún se está llevando por delante el precario estado de bienestar en el sur de Europa. Pero tampoco los corifeos ponen hoy mucho énfasis en ver si aquella devoción se ha corregido con transparencia y rendición de cuentas, o si simplemente se viene larvando una nueva burbuja en otro sitio. La objetividad se fundamenta en la comprobación, pero el neoliberalismo no se hegemonizó a base de verdades.
No, antes no había demagogia, por eso no surgían términos-trampa como populismo o posverdad, lo que había en el bipartidismo era “marketing electoral”, un concepto mucho más digno (y muy bien pagado, por cierto). Por eso los corifeos se permiten la licencia de asimilar populismo con demagogia y con posverdad para arrojárselo a quien desafíe el (des)orden establecido, pero no aplican estas categorías a los partidos tradicionales. Será que ellos nunca faltan a la verdad.
Seamos serios, compañeros periodistas. Deberíamos emplear el término populismo con algo de rigor, también para cuestionar sus postulados. Quizá entonces veríamos que, como paradigma teórico, concierne a toda construcción política hegemónica, incluyendo la de Thatcher o Reagan, la de Felipe González en los años ochenta y la de Aznar en la década siguiente. El propio Manuel Fraga reivindicó este término en un sentido más técnico y escrupuloso. Si vamos a malemplear ‘populismo’ como sinónimo de demagogia, entonces habrán de reconocer honestamente que PP y PSOE son también populistas de pleno derecho. Lo llevan siendo desde hace décadas y Rajoy bien podría recibir hoy la mención de Populista Mayor del Reino. Impertérrito, representa su relato con una parsimonia que ya quisieran los novatos de Podemos.
La economía española: pura luz, solo una sombra
Anteayer, sin ir más lejos, Rajoy afirmó que “la única sombra que se cierne sobre la economía española es la inestabilidad catalana”. Lo dijo sin tembleque en el párpado pese a tener los presupuestos sin aprobar, prorrogados por segundo año consecutivo.
¿La única sombra? Hombre, alguna más habrá. España tiene una deuda que iguala a su producto interior bruto, y en ausencia de soberanía monetaria. Los países de la UE-28 han aumentado su partida en I+D un 27% desde que estalló la crisis (Alemania o Reino Unido casi un 40%, Francia e Italia en torno al 13%), mientras España la ha recortado un 9,1%. Nuestros indicadores de investigación se hunden y eso lastra la innovación, lo que nos obligará a intensificar la precariedad para competir en productividad. Cierto es que nuestros datos de exportación son buenos, pero en las exportaciones de alto valor añadido que aseguran mayor autonomía, como por ejemplo la alta tecnología, estamos en un tercio de la media europea, por detrás de Polonia y Rumanía. Esto señala a otro tipo de “sombras” que se ciernen sobre nuestra economía: vamos camino de ser un país cada vez más periférico, menos soberano, más dependiente e intervenido.
De hecho, recientemente, la Comisión Europea ha situado a España entre los países más vulnerables al vaivén del mercado, citando como factores su alto endeudamiento público y privado, la falta de medidas contra la corrupción y evasión fiscal, la generalización de los contratos temporales, el aumento de la pobreza asalariada, la insuficiente cobertura de las prestaciones sociales ―casi la mitad de parados no recibe prestación por desempleo, y según la EPA solo uno de cada tres percibe algún ingreso― y las elevadas tasas de abandono escolar y de población en riesgo de pobreza (casi un tercio). Bruselas calificó de “crítica” nuestra tasa de desigualdad, tres veces peor que la media global según el informe Word Inequality 2017. Somos el séptimo país de la OCDE donde más ha crecido la desigualdad desde 2010.
Por mucha posverdad y corifeo en que se apoye, señor Rajoy, sombras hay más de una. Seguimos teniendo la peor tasa de desempleo juvenil de Europa, solo por delante de Grecia. Somos el segundo país en pobreza infantil, por detrás de Rumanía. El Instituto Nacional de Estadística publicó este año que el 20% de las personas dependientes que necesitan cuidados y el 30% de familias que necesitan una guardería no tuvieron acceso porque no podían pagarlos. Incluso en la capital, la mitad de las familias madrileñas no llega a fin de mes según dato reciente del Ayuntamiento de Madrid. En el 2017 que hemos despedido, el Comité de Derechos Económicos de Naciones Unidas dictaminó que España está violando los derechos habitacionales recogidos en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC) por falta de recursos ante casos de desahucio. Y ello pese a que los centros de acogida lograron atender 16.400 personas sin hogar cada día, un 20% más que hace dos años.
El dato y el relato.
Este conjunto de datos son un gran nubarrón que ensombrece nuestra economía y que Rajoy no puede achacar al independentismo. Lo grave, es que estos datos ni siquiera figuran en su relato. Pretender que Cataluña es nuestra fuente de dificultades económicas es tomarnos el pelo, y los medios que amplifican este discurso y ocultan estos datos cultivan la misma posverdad ―la pérdida general de esperanza en consensuar datos relevantes― ante la que luego ellos mismos se horrorizan.
Termino con la última sombra. En 2017, la Fundación Foessa denuncia que siete de cada diez hogares no han notado ningún final de la crisis, y sólo uno afirma haber mejorado un poco su situación. Pero su informe arroja otro dato más preocupante sobre nuestra desesperanza: el 75% de los encuestados cree que votar no servirá para cambiar la situación, y el 61% que movilizándose tampoco conseguirá nada. “Hemos bajado los brazos, nos hemos acostumbrado a convivir con la pobreza”, afirmó el secretario de Cáritas al presentar el estudio. Este dato es el que permite a Rajoy sostener su relato: cree tener derrotada no sólo a su oposición política, sino también la moral de un pueblo. Y esa es la tarea fundamental de la oposición: devolver la autoestima a este país que asombró al mundo con su 15M, y hacerlo en un clima ideológico e informativo fragmentado en burbujas y empantanado de verdades contrapuestas.
De nada le servirá a la izquierda recitar sus “hechos alternativos” desde fuera del sentido común mayoritario. Da igual que sean o no verdad, da igual que el sentido común sea contradictorio e inasible (siempre lo es). Ha de empaparse de él, disputar sus símbolos compartidos y movilizar sus sentidos sanos para llevarlo hacia nuevos horizontes, o bien resignarse a su vieja costumbre de enfadarse con el electorado porque vive alienado y vota mal. Le guste a la izquierda o no, sus datos no valdrán de nada si no los articula en un relato común con su pueblo, ese al que a menudo desprecia políticamente, del que trata de distinguirse estéticamente, el mismo que le está dando la espalda.
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Miguel Álvarez es profesor de Comunicación Política en la UCLM. @miguelenlared
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