TRIBUNA
El derecho de manifestación pacífica y la represión penal de sus desviaciones o excesos
El orden constitucional se convierte en otra cosa si comporta el precio de la amenaza de penas de cárcel por convocar movilizaciones pacíficas que pueden eventualmente llegar a no serlo
Miguel Pasquau Liaño 9/01/2018
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Antidisturbios de la Policía Nacional, frente a la sede de las CUP, el miércoles 20 de septiembre de 2017.
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La forma máxima de participación política de los ciudadanos es el sufragio universal libre, igual, directo y secreto para elegir a los diputados y a los concejales. Pero no es controvertido, al menos teóricamente, que una democracia ha de incluir otras formas de participación diferentes. Una de ellas es el derecho de manifestación, a través del cual los ciudadanos pueden expresar su apoyo o su rechazo a una determinada iniciativa política, o introducir en la agenda política una determinada reivindicación. La jurisprudencia destaca que el derecho de manifestación es uno de los “fundamentos” de la democracia, y que el carácter democrático del poder no resta un ápice de fuerza al derecho de expresar una “abierta oposición” a una determinada medida mediante una manifestación. Dicho de otro modo, no hay ninguna contradicción entre la necesidad del respeto a una norma por su legitimidad democrática y el derecho a oponerse “en la calle” a la misma mediante manifestaciones espontáneas o planificadas, por lo que el derecho de manifestación no sólo está bendecido democráticamente para luchar contra regímenes autoritarios, sino también para expresar oposición o protesta frente al poder en un régimen democrático. Creo que podemos partir de que esto es asumido en términos generales.
La versión blanda del derecho de manifestación
Otra cosa es que no estemos precisamente en tiempos de épica ciudadana, y que hoy día resulte más apreciada la tranquilidad, la seguridad, el derecho a desplazarse en automóvil sin obstáculos y la ausencia de ruidos y molestias en la calle que la reivindicación política popular, cada vez más identificada con los antisistema. Pero esta constatación forma parte del problema: una sociedad democrática que olvida el valor de sus fundamentos se adentra en la antesala de regímenes autoritarios en los que de facto se impone la lógica policial del “orden público” concebido como represión de los conflictos a que puede dar lugar la protesta, con el asentimiento de una ciudadanía que está dispuesta a hacer dejación de sus derechos a cambio de una apariencia de seguridad y confort de los que sólo una parte (probablemente mayoritaria) se beneficia. Basta para comprobarlo la absoluta falta de simpatía que en la actualidad producen las huelgas y las protestas, frente a las que sistemáticamente se antepone la lógica de la ley: “ganen ustedes las elecciones y hagan otras leyes, pero mientras tanto, a callar”.
A ello se une el discurso bienpensante que reduce los derechos fundamentales a sus formas de ejercicio más inocuas: la libertad de expresión como habilitación para expresar lo correcto, el derecho de manifestación como ejercicio silencioso y testimonial, casi procesional: nadie le impide a usted hablar o reunirse –se nos dice–, a condición de que no molesten. Este modelo bienpensante reduce el contenido esencial de los derechos fundamentales a través de una delimitación imprecisa de sus límites que facilita la imposición de sanciones administrativas y penales en supuestos en los que el ciudadano “pisa la línea” de lo disruptivo y lo molesto. La consecuencia es que los derechos fundamentales acaban vaciándose de contenido, o se convierten en piezas estéticas del sistema, pero no sirven para los casos de conflicto, ni como espacios seguros desde los que ejercer una ciudadanía militante: “piense usted lo que quiera, pero no lo diga en público”; “proteste lo que quiera, pero no emplee ninguna forma de presión, y no grite demasiado”. Es el discurso del ciudadano que está pagando una hipoteca y concibe la seguridad como un contrato con una empresa de alarmas. Era, también, el discurso del franquismo, en el que existía libertad de expresión y derecho de reunión, pero también un Tribunal de Orden Público en el que siempre esos derechos quedaban vencidos por las ordenanzas.
El discurso bienpensante que reduce los derechos fundamentales a sus formas de ejercicio más inocuas: la libertad de expresión como habilitación para expresar lo correcto
Los derechos humanos en situaciones de conflicto
Pero los derechos humanos tienen que servir para algo más que para hacer murales piadosos en el colegio y lanzar al aire globos de buenos deseos. Los derechos humanos, convertidos constitucionalmente en derechos fundamentales, han de concebirse como resistentes para los casos difíciles, incluso si ello comporta un coste de eficiencia o limitaciones enojosas para lo que la mayoría aplaude. La prohibición de tortura se entiende cuando el preso es el bueno, pero sólo sirve si también protege al terrorista. La limitación del poder represivo sólo es tal si también impide el linchamiento del más asqueroso de los criminales. Y el derecho de manifestación sólo está protegido si además de permitir procesiones, abarca la protesta, e incluso cierto enfrentamiento con las autoridades que en sí mismo no sea violento (en sentido estricto, es decir, que ponga en peligro real la integridad de las personas y de los bienes físicos). Lo contrario derrumbaría la entereza de este derecho y lo convertiría en mantequilla: bastaría con una orden gubernativa de disolución de la manifestación para que a los resistentes se les considerase incursos en un delito de desobediencia, con lo que al final recuperaríamos la lógica del Tribunal de Orden Público, cuyas sentencias se basaban escrupulosamente en el principio de legalidad.
La limitación del poder represivo sólo es tal si también impide el linchamiento del más asqueroso de los criminales
La represión de los excesos y el “efecto desaliento”
Si un manifestante lanza una piedra contra un escaparate y lo rompe, ha cometido un delito de daños y deberá responder de ello, a condición de que sea debidamente identificado: todos los integrantes de la manifestación se presumen inocentes salvo que se pruebe que fueron ellos quienes rompieron la luna. También se presume inocentes a los convocantes, aunque pueda decirse que si la manifestación no se hubiese convocado, la luna no se habría roto. Imponer una sanción penal a quien promueve o convoca una manifestación por los daños que se han causado con motivo de la misma no sólo constituye una vulneración del principio de culpabilidad penal, sino que, sobre todo, introduce para el futuro un “efecto desaliento” que disuade a los ciudadanos activos de convocar manifestaciones, por el temor a las consecuencias; particularmente, si son manifestaciones numerosas en las que estadísticamente sea probable la existencia de grupos que aprovechen la misma para causar desórdenes. Los derechos, como las carreteras, necesitan arcenes de seguridad, es decir, un margen de desviación tolerable.
Imponer una sanción penal a quien promueve o convoca una manifestación por los daños que se han causado con motivo de la misma no sólo constituye una vulneración del principio de culpabilidad penal, sino que, sobre todo, introduce para el futuro un “efecto desaliento”
El Tribunal Constitucional dejó claro, hace tiempo, que una reacción penal excesiva frente a formas anormales de ejercicio de los derechos fundamentales “puede producir efectos disuasorios o de desaliento sobre el ejercicio legítimo de los referidos derechos [y por tanto es contrario a su contenido esencial], ya que sus titulares, sobre todo si los límites penales están imprecisamente establecidos, pueden no ejercerlos libremente ante el temor de que cualquier extralimitación sea severamente sancionada”. De ahí la necesidad de que los límites penales se establezcan, a priori, con nitidez, y que la aplicación de las normas penales respete el principio de proporcionalidad no produciendo de hecho un “sacrificio innecesario” de los derechos fundamentales. Dicho de otro modo: merece la pena una cuidadosa contención en la represión de los excesos producidos con motivo del ejercicio de los derechos fundamentales, pues éstos tienen prevalencia sobre las meras consideraciones de orden público. El derecho de manifestación incluye, sí, un atributo importante: ha de ser “pacífica”, como opuesta a violenta. Pero si se tacha la manifestación de violenta por el hecho de que pretende “presionar”, o porque en su decurso se produzcan incidentes, entonces volvemos al derecho de procesión, que es otra cosa.
Merece la pena una cuidadosa contención en la represión de los excesos producidos con motivo del ejercicio de los derechos fundamentales, pues éstos tienen prevalencia sobre las meras consideraciones de orden público
Obvio es decir, por otra parte, que de ninguna manera puede confundirse la alteración del orden público con el carácter contrario al orden legal o constitucional del fin de la manifestación: deberíamos tener bien claro que en democracia puede incluso defenderse en manifestación la dictadura (militar o del proletariado), el franquismo o la anarquía, la secesión o la supresión de las autonomías, la pena de muerte o la amnistía general, sin que ello pueda comportar sanciones de ningún tipo para manifestantes o convocantes.
Un auto sobre el que hay de discutir
El criterio seguido por el auto del Tribunal Supremo que justifica la prisión provisional de Junqueras en el hecho de que la estrategia independentista incluía la programada convocatoria de movilizaciones ciudadanas masivas y persistentes que, por su naturaleza, hacían previsible la producción de altercados violentos (ante la lógica reacción defensiva del Estado), y que permitiría conseguir por la presión de las masas lo que no puede conseguirse por los cauces constitucionales, abriendo paso a calificar esa estrategia como un “alzamiento violento”, y por tanto como un delito de rebelión, tiene en mi opinión una gran trascendencia constitucional, que habilitaría para la interposición de un recurso de amparo. Entiendo que en el lado del antiindependentismo (en el que yo me encuentro), pueda producir satisfacción e identificarse como una robusta protección del orden constitucional que apreciamos. Pero ese orden constitucional se convierte en otra cosa si comporta el precio de la amenaza de penas de cárcel medidas en décadas por convocar movilizaciones pacíficas que pueden eventualmente llegar a no serlo. No hace falta en absoluto simpatizar con la causa independentista ni ser proclive a los comportamientos disruptivos para estar preocupados. Cierto que da igual que Junqueras sea o no un hombre de paz, a efectos de medir las consecuencias penales de su conducta, pero tampoco debe presumirse penalmente que un independentista está dispuesto a la violencia para conseguir su objetivo, por más que ese independentista contase con que enormes manifestaciones acabarían obligando al Estado a negociar. La movilización ciudadana “pacífica” no es una procesión, sino un modo de presionar a las autoridades. La línea que separa el ejercicio del derecho del delito está en el uso de la violencia o en su instigación inequívoca. Por eso Leopoldo López no debería estar en la cárcel, pese a haber promovido movilizaciones en las que se pretendía obtener por la fuerza de las masas determinado objetivo político (la revocación de un Presidente) contra decisiones judiciales firmes, y pese a que en el curso de dichas manifestaciones se produjeran graves altercados: siempre se ha destacado que López hizo llamamientos para que las movilizaciones no fueran violentas. El paralelismo con los líderes de la ANC y Òmnium, y con los líderes de los partidos independentistas, es llamativo.
Pero ese orden constitucional se convierte en otra cosa si comporta el precio de la amenaza de penas de cárcel medidas en décadas por convocar movilizaciones pacíficas que pueden eventualmente llegar a no serlo
El auto del Tribunal Supremo tiene un valor meramente provisional: no es una sentencia ni crea jurisprudencia, pues los delitos de rebelión y sedición que se imputan a los investigados aún no han sido juzgados. En todo caso, muestra un criterio del que se puede disentir, y sobre el que los juristas tienen el deber de debatir. Y si fuera una mayoría parlamentaria la que disintiera de dicho criterio, nada impediría que esa mayoría reformulase la redacción legal de esos delitos precisando mejor sus contornos. Si la nueva regulación fuese más beneficiosa para el reo, habría de aplicarse retroactivamente, incluso para los procedimientos en curso, lo que no podría equipararse a un indulto. Nunca olvidemos que el Parlamento es el dueño de la Ley sin más límites que la Constitución, y que los jueces sólo son sus aplicadores.
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Miguel Pasquau Liaño
(Úbeda, 1959) Es magistrado, profesor de Derecho y novelista. Jurista de oficio y escritor por afición, ha firmado más de un centenar de artículos de prensa y es autor del blog 'Es peligroso asomarse'. http://www.migueldeesponera.blogspot.com/
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