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Levantemos por un momento la mirada de donde la tenemos puesta. Analicemos no solo lo que está pasando en el mundo (cambio climático, transformación digital de la economía, crisis mundial de derechos y libertades, ascenso de la extrema derecha, etc.), sino también sus impactos presentes y futuros en las personas que convivimos bajo un mismo paraguas político, social y económico.
Si somos honestos y valientes en nuestro análisis, debería parecernos de mal gusto y de nula responsabilidad política los términos en los que estamos dirimiendo nuestras diferencias territoriales y identitarias, legítimas por otra parte. En un momento histórico de grandes transiciones macro (económicas, políticas, climáticas, sociales) nos hemos quedados encerrados en las cuestiones pendientes, o que simplemente no han resistido el paso del tiempo, de nuestra transición micro (la del 78).
De todas estas cuestiones, el debate territorial es clave para el cambio climático. Lo es, porque sus consecuencias no entienden de líneas divisorias, ni competenciales ni identitarias. Pero también, porque una acción climática eficaz requiere el compromiso y la coordinación de todos los niveles institucionales y políticos. Algo, que parece difícil de conseguir en el actual contexto de tensión territorial.
En la actualidad, existe un debate muy interesante en torno a las responsabilidades y a las legitimidades en la gobernanza de la lucha contra el cambio climático. Como problema global, se espera una solución global, y por eso tradicionalmente el protagonismo de los acuerdos y cumbres climáticas suele ser para los estados. Sin embargo, ante el perfil bajo y la inacción de la mayor parte de los estados esto está cambiando. En la cumbre de Marrakech (2016) la sociedad civil y las ciudades surgieron como liderazgos alternativos, y en la de Bonn (2017) el papel de los entes subnacionales fue una de las dimensiones políticas de los debates.
La complejidad del cambio climático radica en lo multisectorial, interterritorial y multinivel de sus causas, consecuencias y soluciones. Es un fenómeno con intrincadas relaciones ecológicas, económicas, sociales y políticas que debería hacernos reflexionar sobre conceptos como independencia/interdependencia; soberanía nacional/soberanías compartidas y autogobierno/ centralismo. Es decir los mismos términos del debate territorial que tenemos abierto en España, pero con un marco diferente: qué modelo territorial es el más eficaz para conseguir un objetivo común (hacer frente al reto del cambio climático) del que dependen nuestros derechos, nuestras economías y nuestras vidas.
La presión (justificada) y las esperanzas (limitadas) que existen en torno a una ley estatal de cambio climático, no debe hacernos perder de vista que esta ley nacerá muerta sin la participación y la colaboración de las comunidades autónomas y de los municipios. La estructura de competencias del estado español es compleja, y hay cuestiones que tienden a quedarse en tierra de nadie (como por ejemplo, la contaminación atmosférica) por falta de coordinación o supervisión. Pero además, existe en nuestro sistema político un recelo crónico entre el gobierno central y los autonómicos en cuanto al ejercicio de competencias y la eficacia en la gestión de los recursos públicos, que se ven agravadas por el diferente color político de las instituciones en cada momento. A esta realidad, hay que añadir una falta de financiación estructural de los municipios.
Más allá de las dificultades derivadas de nuestro modelo territorial y su cultura política, ha habido una generalizada falta de interés y voluntad política de luchar contra el cambio climático en las instituciones autonómicas. De la misma forma que muchos ayuntamientos están empezando a hacer de la lucha contra el cambio climático un eje de su política municipal (energía, movilidad, residuos); las comunidades autónomas deberían haber llenado, desde sus competencias, ese vacío que tanto la política energética y climática del Partido Popular ha dejado. Sin embargo, sólo hay aprobada una ley autonómica, la de Cataluña, que además ha sido recurrida al Tribunal Constitucional. La ley andaluza inicia ahora su tramitación parlamentaria, y están anunciadas la vasca y la balear.
Si entendemos el autogobierno como acercar los centros de decisión a la ciudadanía, así como la capacidad de decidir y gestionar aspectos centrales de nuestra vida, las comunidades autónomas han excluido de forma sistemática el cambio climático de su capacidad de autogobierno. Tomemos el caso de Euskadi por ejemplo, territorio que ha hecho del autogobierno parte de su idiosincrasia política. Un territorio que cuenta con suficiente capacidad económica, tecnológica, financiera, además de capital humano y conciencia ciudadana, como para haber hecho de la acción climática el hilo conductor de sus políticas de desarrollo económico y social. Sin embargo, tanto su posición en ciertos indicadores respecto al resto del estado, como su estrategia energética y climática dejan mucho que desear.
Pero más allá del ejercicio de las propias competencias y entender el cambio climático como una cuestión para ser abordada desde el autogobierno, es llamativa la falta de posicionamiento político de los gobiernos de las comunidades autónomas en las que su población y su economía van a sufrir las consecuencias más duras. Es difícil de entender, como desde las instituciones andaluzas, murcianas, valencianas o canarias, por poner algunos ejemplos, no se haya exigido al gobierno central una mayor ambición climática en nombre del bienestar de su propia ciudadanía.
Esto ha sido así, en parte, porque no se ha considerado el cambio climático como una cuestión local y territorial. Como reto global, ha quedado fuera del ámbito de interés de los entes territoriales, y por tanto susceptible de generar réditos políticos. En nuestro imaginario, fruto del relato imperante, la legitimidad y la responsabilidad para combatirlo corresponde a los estados. Pero esto, tal y como hemos visto está cambiando.
En un mundo interconectado y de soberanías compartidas, toda institución que represente a la ciudadanía, con competencias y presupuesto, tiene la legitimidad y la responsabilidad de llevar a cabo políticas y acciones relacionadas con la adaptación y mitigación del cambio climático. Esto va mucho más allá del ejercicio de las propias competencias o de su financiación. Se trata de que en nombre del bienestar y los derechos de las personas, en el ejercicio del autogobierno y la soberanía (tal y como están definidas en el actual marco jurídico) las comunidades autónomas y los municipios sean parte activa y visible de una acción climática cooperativa y de liderazgos compartidos. El objetivo: hacer del cambio climático una parte esencial de la política local y territorial, donde siempre debió estar, para que las personas disfruten de los beneficios locales y territoriales de las políticas de lucha contra el cambio climático.
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Rosa Martínez es diputada de EQUO.
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Rosa Martínez
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