Tendría que pensarlo
Cuando “no” no significa “no”
Bárbara Arena 16/01/2018
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Un centenar de mujeres francesas (lideradas por Catherine Deneuve) abogaban la semana pasada por dejar de criminalizar las aproximaciones de señores que, según defendían, son sencillamente torpes. ¿En qué clase de sociedad puritana nos convertiremos si neutralizamos la seducción? ¡Basta ya! Mientras tanto, varios de los famosos acusados de abuso repetían una y otra vez no haber sido conscientes de estar manteniendo relaciones no consentidas. Les creo. Les creo sin restarles un ápice de responsabilidad, ojo; lo que busco es entender por qué un buen número de adultos inteligentes confunden hasta semejantes cotas lo que está sucediendo entre ellos y las mujeres que tienen delante. Veamos: cuando, hace unos años, escribí sobre una supuesta violación, recibí numerosos correos de desconocidas que manifestaban no haber sido capaces de verbalizar una negativa explícita ante presiones de carácter sexual. Recupero lo que dije entonces: estas mujeres no habían querido mantener relaciones que acabaron manteniendo, no disfrutaron ni antes ni durante ni después y, sin embargo, permanecieron calladas, llegando —incluso— a fingir placer (razón por la cual se culpaban de un suceso que seguía atormentándolas).
A estas alturas, es indiscutible que muchas víctimas se descubren presas de ese retraimiento difícil de explicar. Ya en aquel momento señalé lo que múltiples estudios han demostrado: bajo la influencia de una figura percibida como lo suficientemente fuerte, uno tiende a doblegarse, a someterse; a instrumentalizarse en pos de la obediencia al otro. Desde el feminismo llevamos siglos hablando de la incomodidad silente que opera entre el consentimiento manifiesto y la negativa, recordando cada tres minutos que la ausencia del “no” no significa “sí”. No obstante, mi objetivo hoy es poner el foco en otro rincón (uno reconocible para todas y del que, a mi juicio, nos ocupamos menos): el instante en el que nuestro “no” no significa “no”.
Recuerdo con nitidez las palabras que pronunciaron mis familiares el verano pasado, estando reunidos en el jardín de una casa gaditana que olía a sandía y protector solar. Con la mejor de las intenciones, mi tío aconsejó a mi prima que se “hiciera la difícil” porque, bueno, “algunos hombres van a lo que van”. Nada nuevo bajo el sol, ¿cierto? En la adolescencia se me informó pronto de que los chicos perderían interés en mí si accedía a ¿entregarme? demasiado rápido. Allá donde miraba, ése era el mensaje que recibía. Yo acaté. Mi rechazo inicial formaba parte del cortejo romántico: muchas de mis negativas encerraban voluntad de posponer, de mantener la atención y acceder a un vínculo posterior en el que se me respetara. Expresar honestamente mis emociones y deseos (emociones y deseos propios de un ser humano) me condenaría a la devaluación.
Aún conservo trazas de aquellas premisas, grabadas a fuego en zonas recónditas de mi cabeza: un leve temor a que, quizás, mi atractivo resida en lo que preservo y no en lo que muestro; la creencia de que abandono un pedazo esencial de mí en cada cama que comparto; la sensación de que he perdido una batalla cuando, efectivamente, cedo. Disertaría durante horas sobre la sacralización del cuerpo femenino, sobre la concepción de la virginidad como premio a atesorar, sobre la mística del encuentro. No hace falta. El caso es que el sistema nos enseña que el valor de la mujer depende de lo inaccesible que ésta sea. Resistirse se convierte, pues, en una herramienta al servicio de la atracción. Esto es muy peligroso, porque el “no” se integra en el código común como una invitación a insistir. Los hombres tienen, por tanto, la coartada perfecta. Para que el “no” de la mujer no sea susceptible de interpretarse, hay que liberar al “sí” de su connotación.
Voces reaccionarias claman ahora contra el supuesto retroceso al que el feminismo nos aboca, como si fuésemos a reproducir una era de modales victorianos y represión inflexible. Absurdo. El verdadero progreso consiste en arrojar luz sobre un problema que daña a la mitad de la población; establecer nuevos parámetros para que la llamada libertad sexual sea, de hecho, libre. ¿Cómo? Son muchas las cosas que deben abordarse. Se me ocurre, por ejemplo, dedicar el mismo tiempo a educar a nuestros hijos que a nuestras hijas, y hacerlo de modo que perciban a sus compañeras como lo que son: en lugar de extrañas criaturas utilizables para un disfrute compulsivo sobre el que erigir una masculinidad estúpida, sus semejantes. No es mala manera de empezar.
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Bárbara Arena
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