El pasado inacabado. Sobre ‘La peste’
La serie es la historia de la España imperial “contada a pie de calle, desde el barro”. La trama, en forma de thriller negro, radiografía la cara B de aquella sociedad sin perder de vista las venas que, fluyendo por abajo, la conectan con la nuestra
Miguel Martínez 23/01/2018
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Pablo Molinero y Sergio Castellanos, protagonistas de La Peste
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Parecía imposible, pero no lo era: por fin una ficción que se hace cargo de la complejidad del Siglo de Oro sin nostalgias postimperiales y sin perezrevertismo. La peste es seguramente lo mejor que le ha pasado a la ficción televisiva nacional en mucho tiempo. Pero es también un poderoso fármaco contra el brote de revisionismo neocolonial que últimamente afecta al discurso público sobre la historia de España. Alberto Rodríguez y Rafael Cobos han hecho una serie de altísima calidad que, además, ofrece una profunda reflexión sobre las representaciones del pasado y nuestras formas de relacionarnos con él.
Cuentan los creadores de La peste que antes de empezar a trabajar en ella se debatían entre dos historias: una sobre los barrios del extrarradio sevillano en la actualidad y otra sobre la urbe andaluza en el siglo XVI. Hay que ser muy maestro para acabar rodando las dos al mismo tiempo. La peste es la historia de la España imperial “contada a pie de calle, desde el barro”, como explicaba bien su guionista Rafael Cobos. La trama, en forma de thriller negro, radiografía la cara B de aquella sociedad sin perder de vista las venas que, fluyendo por abajo, la conectan con la nuestra.
En La peste no hay reyes ni conquistadores. Ni Isabel la Católica, ni Carlos V, ni Colón pasaron el casting (los únicos genoveses que vemos en la serie son unos traficantes de reliquias falsas que venden cabezas de San Juan Bautista). La peste es una historia sobre los personajes secundarios de la Historia: los trabajadores del añil, las jaboneras, los sirvientes, las lavanderas, los obreros y las obreras del textil, los vendedores, las prostitutas, los palanquines (estibadores) del puerto. Este es el generoso tapiz humano sobre el que se dibujan las figuras de los protagonistas: Mateo, un impresor, veterano de guerra, que brega con la Inquisición y con sus propios fantasmas, y Valerio, un pícaro bastardo que roba todo menos el pan de los apestados. La trama policial histórica puede muy bien recordar a El nombre de la rosa, pero el subsuelo narrativo de este rico universo de ficción se encuentra en la Sevilla cervantina de Rinconete y Cortadillo o El celoso extremeño. La peste ofrece una mirada histórica, humana y penetrante como la de Cervantes, sobre la vida popular.
La trama policial histórica puede muy bien recordar a El nombre de la rosa, pero el subsuelo narrativo de este rico universo de ficción se encuentra en la Sevilla cervantina de Rinconete y Cortadillo o El celoso extremeño
En los últimos años, la ficción histórica nacional ha puesto especial atención en la producción y dirección de arte. La peste lleva este creciente esfuerzo presupuestario, humano y creativo a otro nivel, logrando una estética de crudo realismo sucio que permite a los espectadores ver y oler la Sevilla del siglo XVI por la ventana del televisor. Pero lo más importante es que este imponente trabajo de documentación histórica arroja momentos narrativos memorables que iluminan una España casi siempre invisible en nuestras imágenes públicas del pasado nacional. Ahí están las imprentas subterráneas de los disidentes, filmadas como volcánicas fraguas de ideas nuevas, y las legales, como medio de masas que genera nuevas formas de relación humana. En una escena inolvidable, Mateo enseña a leer al analfabeto Valerio con los tipos móviles de una imprenta. La serie espía también las múltiples formas de sexualidad heterodoxa que llenaron los procesos inquisitoriales de la época; no se ocultan ni los baldreses, esos consoladores del siglo XVI que tanta alegría dieron en conventos, cárceles y alcobas. La Biblia prohibida del protestante Casiodoro de Reina se convierte en un libro de cuentas que atesora las huellas de una trama geopolítica internacional que complica las lealtades comunitarias. Las drogas del médico (histórico) Nicolás Monardes, como las de los yonquis de Grupo 7, alivian las pesadumbres de un alma melancólica que ha dejado de creer en Dios. La Inquisición y sus víctimas son protagonistas. No se nos ahorran las macabras consecuencias de su actuar en el espíritu y la carne de los penados, pero también se nos muestra la complejidad del tribunal como institución humana. Su poder es sin duda aterrador, pero no omnímodo.
Además de la España heterodoxa, La peste rueda con naturalidad la sociedad multiétnica del siglo XVI. Enfoca, por ejemplo, a la Sevilla negra (los libres y los esclavos) en sus tramas y sus calles: la capital andaluza era, junto con Lisboa, la ciudad europea con mayor número de población afrodescendiente. Vemos también el protagonismo social de las hermandades de negros, instituciones que organizaban buena parte de su vida en común, como islas mínimas de libertad en el contexto de la más abyecta dominación de la esclavitud. Los legados materiales e industriales de la España islámica forman buena parte del paisaje citadino. Los que se molestaban de que en Sevilla se hable como se habla en Sevilla quizás pasen un mal rato con el italiano, el árabe y el wolof que también se oyen en sus plazas. El abigarramiento urbano y la diversidad étnica de las calles de Sevilla nos recuerdan que ni siquiera en los momentos de mayor opresión racial y persecución religiosa podemos imaginarnos una España monolítica de sangre limpia e ideas puras: aviso para quienes quieran imponer un relato identitario y excluyente del pasado y el presente nacionales.
La peste también reflexiona imaginativamente sobre el imperio. El Nuevo Mundo es una presencia cotidiana en Sevilla, pero significa cosas diferentes para los habitantes de las chabolas y para los de los palacios. Para unos, como el nuevo rico Luis de Zúñiga, el consumo de cacao o la tomatera decorativa son formas de distinción social. Para otros, América es una vaga promesa de mejora material. Los asentamientos extramuros en la Sevilla ribereña, que se filman como campamentos de refugiados del siglo XVI, no alojan a conquistadores, sino a migrantes hambrientos. Pero las chabolas, además, se asemejan visualmente a las viviendas (bohíos) de los taínos y otros pueblos indígenas del Caribe, como diciéndonos que el colonialismo también tuvo sus perdedores en las playas de la metrópolis. El jesuita Pedro de León, que acompañó a muchos ajusticiados en la Sevilla de finales del XVI, consideraba que los pescadores de algunas costas andaluzas eran “gente que no parece sino caribes”. La peste vuelve la mirada sobre la fragmentación social en las riberas del Guadalquivir para interrumpir así la identificación de un nosotros descubridor frente a un otro indio, evitando la torpeza racista de algunos productos televisivos recientes sobre la España imperial que presumían de haber rodado con “indígenas de verdad”. El capitalismo de la acumulación primitiva es pestífero en todas las orillas. La guacamaya de Zúñiga, por cierto, se llama Montaigne, como el filósofo renacentista que se dio cuenta de que en realidad, ante la mirada del otro, todos somos bárbaros y un poco caníbales.
La peste embarra el Siglo de Oro, paradójicamente, para enriquecerlo. Pero no todo es mugre y decadencia en esa España de siempre que retratan otras ficciones históricas solo aparentemente críticas. Esa España de hombres amorales que en realidad no son de ayer ni de mañana, sino de nunca, como diría Machado. También hay en La peste políticos casi honrados. Oligarcas con visiones diversas sobre el bien común. Pícaros venidos a más y ricos venidos a menos. Pueblos que se rebelan. Mujeres que pelean por su espacio dentro de los estrechos márgenes de la ley y la costumbre. Y mucha gente común, la España del cincel y de la maza, que lucha contra su aparente fatalidad histórica. La peste es una enorme metáfora de la corrupción que infecta poco a poco las instituciones y devora la vida de los pobres, pero no es un fenómeno natural, a pesar del aparente biologismo de la metáfora: está completamente sometida a las decisiones de los hombres, las de los oligarcas que tratan de especular con la miseria y las de aquellos que tratan de ponerle freno desde el poder. Como el mejor Machado, Gil de Biedma insistía en que el mal gobierno no es un castigo divino, sino un vulgar negocio de los hombres.
El trabajo de ficción de La peste contribuye precisamente a transformar el pasado, a multiplicar las posibilidades de su representación y vacunarnos contra la tentación de ponerlo en cuarentena
Esta es una historia de hoy y no hay ninguna voluntad de encerrar los sentidos del pasado en una representación arqueológica. Al fin y al cabo, como explicaba el historiador haitiano Michel-Rolph Trouillot, somos contemporáneos de nuestro pasado. La lengua de los personajes es la de hoy, sin modismos actuales, pero sin esos arcaísmos embarazosos con que a veces se ha tratado de remedar la lengua de los clásicos. Unos actores excepcionales y el impecable trabajo de dirección de Alberto Rodríguez, siempre sutilísimo, evitan el monumentalismo retórico y grandilocuente de tantos filmes de época. Estas son solo algunas de las diferencias con el cine y la novela histórica a los que estábamos acostumbrados. Conquistadores Adventum, por ejemplo, se promocionó como un producto “a medio camino entre la ficción y el documental”, reivindicando un historicismo un tanto estéril que aplicaba un cerrojazo falsamente positivista sobre los sentidos de nuestra historia. La mejor explicación de este tipo de clausura del pasado nos la proporcionó El Ministerio del Tiempo, donde unos agentes viajaban en el tiempo para corregir el rumbo de una historia que de otra manera descarrilaría, alterando irremediablemente una trayectoria nacional que se considera la única posible. La misión de esta rama de los aparatos de seguridad del Estado es, según su propio guion, “luchar para que el pasado no cambie” y que la historia permanezca idéntica a sí misma. El trabajo de ficción de La peste contribuye precisamente a transformar el pasado, a multiplicar las posibilidades de su representación y vacunarnos contra la tentación de ponerlo en cuarentena.
El de la La peste es un pasado inacabado. Las continuidades, rimas y contrastes que se dan entre el pasado y el presente (corrupción política, crisis migratoria, desigualdad de clase, violencia sexual, explotación infantil) nos invitan a reabrir y disputar los sentidos de aquel en las luchas de este –y viceversa. No nos dice, burdamente, que el siglo XVI y el siglo XXI son la misma cosa, concluyendo con el nihilismo esencialista de algunos que España no tiene arreglo, porque siempre ha estado y siempre estará igual de jodida; sino que nos obliga a mantener una relación más compleja y crítica con los legados del imperio y del Siglo de Oro, momentos casi ineludibles de cualquier relato nacional de largo recorrido. Para buscar nuevos futuros abriendo los candados del pasado. Para “derrotar su apariencia concluyente” (decía recientemente Eagleton a propósito de Benjamin) “y reescribir su aparente fatalidad bajo el signo de la libertad”.
Que se contagie La peste. Que irrumpan de nuevo en la conciencia del presente Eugenia y Cortadillo, Valerio y la negra Guiomar, Mateo y Rinconete. Que sea el hombre el dueño de su historia. Que la ciudad, Sevilla, les pertenezca un día.
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Miguel Martínez
Miguel Martínez es profesor de literatura y cultura españolas en la Universidad de Chicago. Es autor de Front Lines. Soldiers’ Writing in the Early Modern Hispanic World (University of Pennsylvania Press, 2016).
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