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En esto de la reforma electoral conviene distinguir lo que se quiere hacer, lo que se puede hacer y lo que –nos gustaría convencerles– se debería hacer. Son tres cosas que se solo se solapan en un espacio muy estrecho.
Comencemos recordando qué está mal y qué no está tan mal en el sistema electoral español. Aquí se mezclan siempre dos cuestiones: igualdad y proporcionalidad. Lo que está mal es que es un sistema sesgado a favor de unos partidos, sobre todo el PP, y en contra de otros, sobre todo Ciudadanos y Podemos; eso es así siempre –antes lo sufría más el PSOE– y no tiene justificación posible, salvo que seas del PP o de una zona donde se vote mucho al PP y prefieras inflar la representación de ese partido con tal de que tu zona salga en el mapa, que también somos así. Que un sistema favorezca a un partido frente a los demás, porque se le da más importancia al voto de unos ciudadanos que al de otros, cabe muy mal en la teoría democrática y, cuando cabe, es para integrar a una minoría o a un territorio remoto o castigado por la historia. Pero el PP, como sabemos, no es un partido inuit sino el partido ganador de muchas elecciones. Y el sesgo es de tal magnitud que podría perder las elecciones, posiblemente, frente a Ciudadanos, como están mostrando varias encuestas, pero recibir más escaños, simplemente porque sí. (En la encuesta publicada este domingo por GAD3 en ABC, el PP y C’s empatarían, pero el PP sacaría entre 12 y 18 escaños de ventaja).
Lo que no está tan mal, o se puede discutir, es la proporcionalidad del sistema. Sesgo partidista es darle ventaja a un partido concreto, gane quien gane; sesgo mayoritario es darle ventaja al que gana, sea quien sea, normalmente para que pueda formar gobierno. Lo segundo puede no gustar, pero respeta la igualdad, como la respeta cualquier carrera en la que el podio solo tiene tres plazas. Es lógico que los votantes del PACMA –el mayor partido excluido del Congreso– se quejen por no tener representación, y es lógico que los votantes de IU se quejen de que su representación es más testimonial que proporcional a sus votos. Pero la representación proporcional perfecta no es un derecho fundamental, es un bien en competencia con otros que son igualmente valiosos, pero rivales. En particular, con la unidad y estabilidad de los gobiernos y la consiguiente claridad en la atribución de responsabilidades, que es su consecuencia importante. Lo natural es que las minorías agiten a favor de mayor representación proporcional y exalten las virtudes del consenso, del pluralismo y de la negociación parlamentaria; y que las mayorías destaquen los beneficios de los programas de gobierno coherentes, capaces de someterse al examen de las urnas, y de la alternancia en el poder.
El sistema electoral español es un término medio bastante aceptable entre los dos extremos posibles: solo ha producido cuatro mayorías absolutas en 13 elecciones, normalmente por incomparecencia del adversario más que por el empuje del sistema; no deja fuera a ninguna minoría política importante, y permite una representación de las minorías nacionalistas que es, esta sí, proporcional a su nivel de apoyo en el país (mucho ojo con decir que están favorecidos, no es cierto; solo que algunos se resisten a ver en qué país vivimos). Al mismo tiempo, ha facilitado la gobernabilidad con un único partido responsable del ejecutivo, que ha gobernado casi siempre mediante acuerdos parlamentarios. Al menos hasta ahora mismo, que ya no diríamos “facilitado”, y por eso estamos hablando de ello.
Lo que ha propuesto Podemos es cambiar la fórmula de reparto dentro de cada provincia: dejar D’Hondt y adoptar Sainte-Laguë. Ambas son fórmulas proporcionales y sus resultados serían muy parecidos en circunscripciones grandes, es decir, donde la proporcionalidad es, más o menos, posible. Ya que la cantidad exacta de escaños nunca está disponible, cada fórmula resuelve el reparto con un matiz personal. La fórmula D’Hondt asigna los escaños de un modo tal que siempre es mejor ser un partido mayor que dos pequeños con los mismos votos. Como consecuencia, ese último escaño que todo partido querría y que solo si fuera un caramelo blando daría gusto a todos, es más probable que se lo lleve uno de los partidos grandes. La fórmula Sainte-Laguë reparte de modo tal que ese caramelo duro pueda ir con igual probabilidad a un partido pequeño o a uno grande. Como consecuencia, a veces sería rentable multiplicar los partidos, producir una escisión o algo semejante, para conseguir escaños extra.
En promedio, el reparto de Sainte-Laguë se desvía menos del ideal de la proporcionalidad perfecta que el de D’Hondt. (Aunque no siempre: fíjense en Huelva, donde al entrar Ciudadanos en el reparto la desviación de la proporcionalidad crecería de 13,6 a 15,6 puntos. No es que se viva como un drama, pero que conste). El tipo de efecto “positivo” lo puede ejemplificar Salamanca. Ahora el PP tiene –bien que por los pelos– 3 de los 4 escaños con algo más del 48% de los votos y Ciudadanos tiene cero para su 16% (le faltaron 700); la nueva fórmula lo dejaría mejor arreglado al trasvasar un escaño entre ellos. El tipo de efecto “negativo” lo ejemplifica Segovia: el PP tiene el 45,7% de los votos y Ciudadanos el 15,5%, pero con la nueva fórmula obtendrían un escaño cada uno; mientras que ahora el PP tiene dos y C’s ninguno. Desanima un poco tener el triple de votos y los mismos escaños. O igual anima a alguien a fundar algo así como el Foro por Segovia, dividir los votos del PP y dar un segundo escaño a sus electores. Con todo respeto para lo que suceda en Segovia, ni repartir los escaños sin cuidado por quien gana, ni la tentación de mitosis partidista parecen demasiado recomendables.
El reparto cambiaría en 20 de las 52 circunscripciones, un escaño en cada caso. El PP perdería 15, Ciudadanos ganaría 12 y Podemos 6… Los demás cambiarían poco. El alto número de trasvases se debe a que la situación está muy reñida en muchos distritos. La razón por la que el PP resulta tan severamente perjudicado es que en las últimas elecciones fue el partido que más veces se llevó el escaño marginal. La puntada lleva hilo, porque quien se oponga parecerá que defiende al PP.¿Arregla esto el problema del sesgo partidista? No, pero lo mitiga, al menos temporalmente. Con el actual sistema electoral los partidos que ganan en las provincias del interior –salvo Madrid– tienen ventaja sobre los que obtienen sus votos en la periferia. El mal son las provincias, empleadas como distritos: tener distritos tan desiguales produce que los ganadores en los distritos pequeños se lleven márgenes de ventaja que no tienen los partidos en los distritos grandes. Además, en nuestro país, damos escaños extra a esos distritos pequeños, por lo que la ventaja es doble. Siendo el país que somos, eso siempre dará una ventaja –no justificada– a la derecha y al centro/derecha con respecto a la izquierda. Así ha sido hasta ahora y así seguirá siendo, aunque en cierta menor medida (por ser menos rural) si Ciudadanos llevara la batuta en esa ala del sistema de partidos.
Las propuestas anteriores de Ciudadanos y Podemos apuntaban a eliminar el sesgo partidista eliminando las provincias –el foco del problema– y, a un tiempo, aumentar la proporcionalidad con distritos amplios: un distrito nacional, sugería Ciudadanos, aunque con algunos diputados de proximidad, a la alemana; distritos autonómicos, solía decir Podemos. El PSOE se suele poner de lado y decir “listas abiertas” o algo así. Que, por cierto, si Podemos insiste en la lista cremallera, sanseacabó aquello de la democracia secuestrada por las listas cerradas, suponemos.
El problema es que para hacer esas reformas habría que cambiar la Constitución, pues esta nos obliga a mantener el estatus de las provincias y a la sobrerrepresentación del interior (aunque no nos obliga a tanto como hacemos). Y eso puede ir para largo, por lo que se entiende que ahora se proponga una medida que solo necesita mayoría parlamentaria, y que el gobierno solo podría detener adelantando las elecciones. Eso, para Ciudadanos, tal vez fuera igual o mejor.
Reforzar la proporcionalidad es una forma de eliminar las ventajas particulares. Nosotros tenemos una idea mejor, aunque no se lo parecerá a quienes anhelan proporcionalidad como un bien de justicia: se trata de cambiar los distritos para hacerlos iguales, que es lo esencial para la igualdad del voto, pero mantenerlos de un tamaño moderado (entre siete y nueve escaños), que es lo importante para que haya un cierto premio de mayoría. Con esos distritos podrían competir cómodamente cuatro partidos y, posiblemente, gobernar dos de ellos. Mapa de la Comunidad de Madrid
A esto lo llamamos “equidad sin provincias”: todos los votos pesarían igual, todos los partidos competirían en las mismas condiciones en todo el territorio, y los distritos los podría trazar un procedimiento automático –tenemos un algoritmo para eso– que fuera políticamente aséptico. Madrid se dividiría en seis circunscripciones, por ejemplo, y Castilla y León se dividiría en solo tres. Esto es lo adecuado para representar a la ciudadanía, pues para la representación del territorio ya debería estar el Senado. Mapa de Castilla y León
Esto sí que sería difícil, e imposible sin cambiar el artículo correspondiente de la Constitución. (Por cierto, que casi ninguna constitución del mundo dicta el sistema electoral, eso es una cosa muy nuestra). Pero si les parece difícil o si no les gusta nuestra idea, tenemos otra, que regalamos a los más proporcionalistas de entre nosotros: hacer un remedo del sistema sueco. A diferencia del sistema alemán y otros métodos compensatorios, no necesita crear un distrito nacional. La compensación se hace, como si dijéramos, de unos distritos sobre otros. De este modo, se mantendrían las provincias como territorio de la competición electoral (también en Suecia emplean los distritos administrativos) pero el cómputo final de escaños lo dictaría, en buena medida (eso se puede graduar) el total del país, con lo que se podría incluso aceptar como un sistema constitucional, si el Tribunal no se cierra mucho, mejorar la proporcionalidad de una forma menos arbitraria y, con ello, también la equidad.
Este tipo de reformas son difíciles, pero eso no es tan malo. Lo malo de lo fácil de hacer es que también es fácil de deshacer.
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Alberto Penadés (Universidad de Salamanca) y José Manuel Pavía (Universitat de València) son coautores de La reforma electoral perfecta (Madrid: La Catarata 2016). @AlbertoPenades @JoseMPavia
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